?C¨®mo le corto el pelo, caballero?
Gin¨¦s, G¨¢lvez y Sierra: as¨ª se llaman y anuncian los tres peluqueros m¨¢s divulgados de mi barrio. Con ellos he compartido los grandes aconteceres p¨²blicos de los ¨²ltimos lustros y es indudable que los tres han influido decisivamente en mi educaci¨®n ideol¨®gica y hasta sentimental, como por otra parte no pod¨ªa ser menos en un gremio cuya vasta labor civilizadora se pierde en el conf¨ªn de las edades. En las peluquer¨ªas, con m¨¢s pujanza acaso que en cualquier otro sitio, se forjan y difunden poderosas corrientes de opini¨®n, se revisan continuamente los c¨®digos ¨¦ticos de la sociedad y se articulan las vidas privadas hasta crear esa vaga afinidad colectiva del esp¨ªritu que define la mentalidad de una ¨¦poca. Ya al entrar en el ¨¢mbito coloquial y fragante de una peluquer¨ªa, y al despojarse del gab¨¢n, y no digamos cuando llega el instante supremo de salir a escena y ocupar el sill¨®n, y al ser investido institucionalmente con el babero y al ofrecer despu¨¦s el cogote indefenso, uno siente que el particular que uno es ha devenido de pronto ciudadano. Rigen all¨ª normas de conducta tan misteriosas como inapelables: la opini¨®n del que est¨¢ en el sitial (si es que no tribuna) vale siempre m¨¢s que la de los que aguardan turno junto a un velador atestado de prensa, aunque menos sin duda que la del peluquero, cuya veteran¨ªa doctrinal y su mismo rango de anfitri¨®n le otorgan una supremac¨ªa casi hegem¨®nica. Suyo es el privilegio de subir o bajar el volumen de una radio que, como referencia menor de actualidad, emite un programa de pol¨ªtica de vaudeville, y suya la gracia de cambiar el tercio y pasar a otro tema. Ante ese panorama, uno piensa a veces que si se humanizase la preceptiva burocr¨¢tica y hubiera que hacer constar en los curr¨ªculos no s¨®lo las escuelas, institutos y universidades donde se han realizado estudios y cursillos, sino tambi¨¦n las peluquer¨ªas a las que se ha venido asistiendo con constancia y provecho, yo por mi parte habr¨ªa de empezar alardeando de ese establecimiento c¨ªvico que humildemente se titula as¨ª: Gin¨¦s. Peluquer¨ªa de caballeros.Con Gin¨¦s me ha tocado vivir sucesos tan excitantes como el 23-F o la primera victoria socialista. O, mejor dicho, con los Gineses, porque son dos hermanos gemelos y uno nunca sabe qu¨¦ Gin¨¦s le ha ca¨ªdo en suerte hasta el final de la faena, ya que uno corta al estilo cl¨¢sico, muy escrupuloso con la raya y con mucho volumen escult¨®rico, y el otro, juvenil y al desgaire, y como entre los h¨¢bitos de la casa no figura el de escoger al art¨ªfice, es el azar quien decide si uno saldr¨¢ de all¨ª con aire muchachero o de gal¨¢n de medio siglo. Pero, fuera de eso, son iguales en todo, no s¨®lo en el aspecto, sino tambi¨¦n en la opini¨®n y en el car¨¢cter. Los dos son optimistas, charlatanes y fr¨ªvolos. A veces disertan a dos voces, como los detectives Hern¨¢ndez y Fern¨¢ndez, y si uno dice, por ejemplo: "Hace muy buen d¨ªa", el otro remacha: "Yo dir¨ªa a¨²n m¨¢s: un d¨ªa espl¨¦ndido", y hacen cantar celestialmente sus tijeras. En todo encuentran motivos de regocijo y esperanza. Cuando el 23-F, sentenciaron: "No hay mal que por bien no venga". Si alguien comenta que no le gustan los programas de televisi¨®n, Gin¨¦s dice: "Pues no la vea", y el otro Gin¨¦s a?ade: "Eso, eso: ap¨¢guela"; si alguien se conduele de la miseria de los pa¨ªses pobres, ellos dicen: "No se lamente: ofrezca un donativo"; o aconsejan a coro, si a otro le da por confesar que ning¨²n partido pol¨ªtico le convence: "Nada m¨¢s f¨¢cil: ?vote en blanco!"; o zanjan, si el de m¨¢s all¨¢ se queja del juego de su equipo de f¨²tbol: "Nada, nada, h¨¢gase socio de otro club y se acab¨® el problerna". Una vez que un cliente coment¨® abrumado al leer el peri¨®dico: "Atracos, guerras, amenazas, asesinatos, violaciones... ?Siempre las mismas malas noticias!", ellos discreparon risue?os: "No crea, no crea, busque bien y ver¨¢ que la bolsa ha subido y la cosecha de naranjas ha sido superior", y se pusieron a silbar a d¨²o un aire de zarzuela. Porque los hermanos Gin¨¦s son as¨ª: razonables, moderados, objetivos, pr¨¢cticos, emprendedores y risue?os.
No s¨¦ muy bien si fue por cansancio ante aquel optimismo irrebatible, o por desavenencias est¨¦ticas con el Gin¨¦s cl¨¢sico, pero el caso es que al cabo de unos a?os dej¨¦ de frecuentarlos. Una ma?ana me sent¨ª intr¨¦pido y, con un sentimiento de culpa muy parecido al de una infidelidad conyugal, entr¨¦ en un local que ya otra veces me hab¨ªa llamado la atenci¨®n por el a?ejo color¨ªn de barber¨ªa que colgaba a un lado del dintel. Era un lugar m¨ªnimo y sombr¨ªo, con espejos ro?osos y cegatos, y por ¨¦l transitaba l¨²gubremente G¨¢lvez, un hombre oto?al con cara de legumbre en remojo que, nada m¨¢s investirme con el babero, me dijo: "C¨®mo se notan los a?os, ?eh?", y ante mi desconcierto me fue se?alando con el peine en mi propia cara las manchas de la piel, las arrugas, las carnes sedentarias, los pelos en la nariz y en las orejas, y acto seguido me arranc¨® uno de la cabeza y me lo puso ante los ojos: "Vea usted mismo: despuntado, lacio, descalibrado, fr¨¢gil y caedizo. Una ruina". Tres o cuatro clientes, o meros ociosos, que hac¨ªan vez y asamblea api?ados en una esquina, gru?eron y se conjuntaron en un profundo cabeceo de aflicci¨®n. As¨ª era G¨¢lvez, y as¨ª el esp¨ªritu de fatalidad y de infortunio que saturaba aquel ambiente. No hab¨ªa noticia o experiencia personal que no confirmara inapelablemente la decadencia y perversi¨®n de los tiempos. "?Ha le¨ªdo los peri¨®dicos de hoy?", me preguntaba desalentado, y no s¨¦ si secretamente euf¨®rico, nada m¨¢s ocupar el sitial, y a partir de ah¨ª todo era una sucesi¨®n de cat¨¢strofes y presagios funestos. Alguien ten¨ªa un familiar que hab¨ªa contra¨ªdo una enfermedad incurable, y de inmediato interven¨ªa el coro del rinc¨®n aportando otros casos terribles. " "?Y de los pol¨ªticos, qu¨¦ me dicen ustedes de esos sinverg¨¹enzas?", mudaba el tercio G¨¢lvez, suspendiendo la tijera en el aire hasta comprobar con satisfacci¨®n que el silencio se cargaba de elocuencia ominosa. "Y usted, ?en qu¨¦ trabaja?", me pregunt¨® un d¨ªa. "Pues ver¨¢: soy profesor de bachillerato", me disculp¨¦. "Mal asunto", dictamin¨® ¨¦l. "Los j¨®venes de hoy son todos unos golfos, y los profesores, salvo quiz¨¢ usted y alg¨²n otro, unos vagos". Cuando cay¨® el muro de Berl¨ªn, G¨¢lvez, que ya muchas veces hab¨ªa echado pestes del comunismo, coment¨®: "Se jodi¨® el invento. A partir de ahora, se acabaron las alternativas". Porque por todas partes, en efecto, reinaban la corrupci¨®n y la codicia, y no hab¨ªa modo de escapar a la encerrona de la historia. La bondad era s¨®lo arter¨ªa; la libertad, filfa y apariencia; la autoridad, oprobio y dictadura; la gallard¨ªa, arrogancia; a los diligentes los acusaba de agresivos, a los parsimoniosos de holgazanes, a los placenteros de libertinos y a los esc¨¦pticos de ap¨¢ticos. "Vamos hacia el abismo", aseveraba G¨¢lvez, y los del coro nos abism¨¢bamos en un cabeceo un¨¢nime de perdici¨®n y de evidencia.
Curs¨¦ unos cuatro a?os bajo el l¨²cido magisterio de G¨¢lvez, al que tanto debo, y si lo abandon¨¦ fue porque al cabo cre¨ª poder dominar por m¨ª mismo el arte de la pesadumbre, y tambi¨¦n porque sol¨ªa dejarme un corte taciturno a juego con su visi¨®n desolada de la realidad. As¨ª que me cambi¨¦ a Sierra's Esth¨¦ticien. Recuerdo que al entrar all¨ª por primera vez, me pregunt¨®: "?Qu¨¦ tipo de corte prefiere: estilista o top estilista?". Ofuscado, me decid¨ª por
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estilista. Sierra es un hombre joven, moderno, din¨¢mico y de pocas palabras. Ante su silencio incomprensible, y ya que est¨¢bamos en plena campa?a electoral, hice un comentario alusivo al objeto de incitar al maestro. "Mire usted, yo soy un profesional, y votar¨¦ al partido que considere m¨¢s profesional, porque en Espa?a, ?sabe usted lo que se necesita?". "Profesionales", aventur¨¦ t¨ªmidamente. "Profesionales, usted mismo lo ha dicho". Tal es, como enseguida supe, la perspectiva con que Sierra enjuicia el mundo. Cuando una revista public¨® las fotos procaces, obtenidas furtivamente, de una mujer famosa, ¨¦l resolvi¨® de inmediato el conflicto moral: "Esos periodistas han actuado profesionalmente". En la guerra del Golfo tom¨® partido por Estados Unidos porque su Ej¨¦rcito le parec¨ªa m¨¢s profesional que el iraqu¨ª. "Usted, Sierra", le dije, "tiene las ideas claras, ?eh?". ?l me mir¨® con ojos desapasionados, hizo una pausa y repuso lac¨®nico: "Es que usted est¨¢ hablando tambi¨¦n con un profesional". Y es muy cierto: corta muy bien el pelo, y es discreto, afable, servicial y met¨®dico: un gran profesional, sin duda alguna.
Sin embargo, tambi¨¦n acab¨¦ por abandonarlo, y desde entonces, por verg¨¹enza y por no tener que dar explicaciones de mi deslealtad, reh¨²yo las calles donde ejercen Gin¨¦s, G¨¢lvez y Sierra, de modo que esto me obliga a veces a dar grandes rodeos para salir o entrar en casa. He pensado incluso en mudarme de barrio, pero de momento lo que s¨ª he determinado es cortarme el pelo yo mismo, con todo lo que esta decisi¨®n supone de melancol¨ªa, de orfandad y de riesgo.
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