La normalidad y la barbarie
La memoria hist¨®rica es cosa de aguafiestas. Tal es la conclusi¨®n que pod¨ªa extraerse de la mayor¨ªa de las intervenciones en el programa de una televisi¨®n p¨²blica sobre el Valle de los Ca¨ªdos con ocasi¨®n del 20-N. Era una propuesta l¨®gica, viniendo de voceros franquistas que tan bien han asimilado, con 30 a?os de retraso, la iniciativa de reconciliaci¨®n nacional que en 1956 hiciera p¨²blica el partido comunista. Tambi¨¦n cab¨ªa justificar esa defensa por parte del escultor Juan de ?valos, responsable de algunos elementos destacados en la pl¨²mbea obra maestra del nacionalcatolicismo, y por eso mismo apegado a su conservaci¨®n. Pero, para sorpresa general, super¨® a todos en ardor el alcalde local, de siglas PSOE, rechazando vehementemente toda condena hist¨®rica pronunciada contra el monumento y propugnando, en cambio, un apoyo decidido a su promoci¨®n tur¨ªstica. Para los tiempos que corren, le sugerir¨ªamos la organizaci¨®n de un atractivo circuito por la Europa negra que uniese la visita del Valle con las de Auschwitz, Dachau y Mauthausen, degustaciones en determinadas cervecer¨ªas de M¨²nich y la saludable ascensi¨®n al Gran Sasso, de donde el Duce fuera liberado por Skorzeny: ser¨ªa un ¨¦xito. Pero, al margen del humor, realmente negro, que encierra el intento de hacer de Cuelgamuros algo parecido a Eurodisney, en la intervenci¨®n destacaba la idea, compartida por los contertulios derechistas, de que era preciso ratificar el borr¨®n y cuenta nueva con el franquismo, visto en todo caso como periodo en el cual se gest¨® la modernizaci¨®n de que hoy disfrutamos. En un pa¨ªs donde la derecha franquista constituye s¨®lo la opci¨®n pol¨ªtica residual de una minor¨ªa de nost¨¢lgicos, ?para qu¨¦ perturbar la normalidad con los fantasmas del pasado?Por desgracia, los hechos se encargaron casi inmediatamente de demostrar lo infundado de ese diagn¨®stico de tranquilidad general, as¨ª como de esa desconexi¨®n entre los brotes totalitarios de hoy y el referente pret¨¦rito de los fascismos. Cierto que los grupos de j¨®venes violentos, hinchas de equipos de f¨²tbol o bandas de skin heads no leen a Rosenberg ni a Gentile -como advert¨ªa la voz en off del telediario de Altares, aludiendo a las teor¨ªas nazis, para extraer la tranquilizante conclusi¨®n de que la ideolog¨ªa no cuenta-, pero tampoco fueron grandes lectores en su d¨ªa los miembros de las SA o de las escuadras negras en Italia. Es adem¨¢s comprensible que el fascismo de hoy sea un simple reflejo del pasado. Resulta demasiado evidente que, a partir de la evocaci¨®n del r¨¦gimen de Franco, no puede surgir de forma inmediata una movilizaci¨®n en el fin de siglo. Los caminos son otros, y en esto los ultrasur madridistas fueron pioneros: fundirse en una orientaci¨®n social con apoyo de masas y radicalizar¨ªa, manteniendo viva la llama sagrada, gracias a la tolerancia de unos directivos felices por contar con tan eficaces agentes del miedo esc¨¦nico. Ya al margen del f¨²tbol, tambi¨¦n son nuevos los chivos expiatorios de las bandas violentas: no quedan rojos, luego los golpes y las pu?aladas se las reservan para los nuevos grupos, las minor¨ªas condenadas en el inconsciente colectivo: inmigrantes, homosexuales, drogadictos. A fin de cuentas, y en esto enlazan con sus abuelos, son chicos de orden.
As¨ª que por poner las cosas en su sitio respecto del Valle de los Ca¨ªdos, como intentaron entre interrupciones Nicol¨¢s S¨¢nchez Albornoz y Eduardo Pons Prades, no se introduce ning¨²n virus del pasado en la sana conciencia social espa?ola de hoy. Ni se trata err¨®neamente de conjugar el improbable regreso de personajes como Arrese, Gir¨®n o Serrano Su?er, en forma de ep¨ªgonos. El prop¨®sito es otro, y algunas de sus consecuencias son f¨¢ciles de enumerar. Incluir la bas¨ªlica en el contexto del arte fascista, dentro de su variante nacionalcat¨®lica; precisar que su construcci¨®n fue todo lo contrario de una reconciliaci¨®n entre los espa?oles, al hacerse sobre la base del trabajo esclavo de los vencidos, a?os despu¨¦s de terminada la guerra; enlazar el aterrador vac¨ªo est¨¦tico del interior de la bas¨ªlica con el ideol¨®gico de los dos l¨ªderes sepultados en este monumento franquista a la muerte; ver en el abrumador despliegue de vol¨²menes de las esculturas y de la cruz exteriores la met¨¢fora del peso de la Iglesia oficial sobre la Espa?a de la posguerra, incapaz, no obstante, como aqu¨¦llas, de transmitir un aut¨¦ntico sentimiento cristiano. Son propuestas interpretativas que me parecen aplicables a otras manifestaciones del franquismo y que, desde luego, podr¨ªan extenderse, de forma similar, a las de otros totalitarismos (estalinismo incluido).
El an¨¢lisis se asocia aqu¨ª con la intransigencia. No cabe olvidar ni traducir la barbarie en evocaciones sentimentales. Aun cuando los programas dobles, la Cabalgata fin de semana, Diego Valor y la tableta Okal fueran entra?ables, eso no borra el horror te?ido de mediocridad que presidiera las condenas de muerte en la posguerra, la destrucci¨®n de tantas vidas profesionales, la suma de miedos, las ejecuciones ejemplares, de Grimau a Puig Antich y al 25 de septiembre, que salpicaron la normalidad, otra normalidad, la de la vida cotidiana bajo el franquismo.
La reconciliaci¨®n ha sido un saludable ejercicio de convivencia, pero no conviene permitir que se cuele en el presente ning¨²n elemento que permita legitimar, ni ideol¨®gica ni simb¨®licamente, la aspiraci¨®n al totalitarismo.
Porque esta propensi¨®n est¨¢ ah¨ª, como en los pa¨ªses de nuestro entorno europeo, y busca su legitimaci¨®n simb¨®lica en el pasado. Con elementos comunes y rasgos propios. En nuestro caso tenemos por ahora la ventaja de que carece de soporte pol¨ªtico, y por eso resulta lamentable el intento de algunos publicistas consistente en asimilar Partido Popular, franquismo y fascismo. Pero la ausencia de voto fascista, y de organizaciones de masas, no excluye el riesgo creciente de movimientos sociales de esa inspiraci¨®n, con entidad suficiente como para acabar de cuando en cuando con la vida de un joven, lisiar a otro y, en definitiva, ir llenando de inseguridad y miedo la vida de nuestras ciudades. Los s¨ªntomas son lo suficientemente graves como para preguntarse por sus ra¨ªces y exigir una pronta reflexi¨®n a los poderes p¨²blicos sobre las soluciones.
Los problemas de fondo son claros, y lo ¨²nico que cabe es discutir sobre su peso relativo en la generaci¨®n de la violencia. ?sta se encuentra, por lo dem¨¢s, lo suficientemente extendida en nuestros medios urbanos como para avalar la hip¨®tesis de que las bandas violentas de tipo nazi-militarista son s¨®lo una forma de cristalizaci¨®n espec¨ªfica de aqu¨¦lla. La actuaci¨®n en profundidad es de tipo socioecon¨®mico. Esa dimensi¨®n no borra, sin embargo, la presencia de los factores que inciden sobre la cristalizaci¨®n. Del papel de los antecedentes hist¨®ricos ya hemos dicho algo. Hay adem¨¢s un aspecto de sobra conocido y reiterado, pero que no parece suscitar preocupaci¨®n alguna: la presencia obsesiva de la violencia urbana en cuanto protagonista atractivo de las relaciones sociales en los medios de comunicaci¨®n de masas. Los or¨ªgenes del fen¨®meno son muy antiguos: ya la sociedad victoriana descubri¨® en los relatos novelescos sobre el crimen un buen elemento de consolaci¨®n para la presencia constante de ese mismo crimen, y de las causas socioecon¨®micas que lo generan, en la vida londinense. Para el hombre imaginario de cine y televisi¨®n, el recurso funciona igual y con eficacia creciente. ?Por qu¨¦ angustiarse ante una noticia de violaci¨®n si cabe transformar el acto en algo tan divertido como nos muestra Kika? Gracias a las bandas criminales pueden existir las mil versiones de Harry el Sucio, de modo que el espectador descubre las estupendas consecuencias de que delincuentes y polic¨ªas act¨²en vulnerando la ley. No cabe extra?arse de que una juventud sometida al bombardeo constante de la violencia-generadora-de-espect¨¢culo asuma, por lo menos una parte de ella, esas pautas de comportamiento.
A continuaci¨®n entra en juego el tema de la visibilidad, momento en que el alev¨ªn de movimiento social se la juega literalmente, ya que tiene que afirmarse frente a los valores del resto de la sociedad y ganarse su supervivencia, en este caso imponiendo su normalidad; es decir, la de su violencia sobre los dem¨¢s. S¨®lo
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