'Tangentopoli' y nosotros
Tangentopoli ha suscitado justificada expectaci¨®n en ¨¦ste como en otros pa¨ªses, porque no resulta frecuente asistir al desmantelamiento de un sistema pol¨ªtico por v¨ªa de proceso penal.No estoy convencido, sin embargo, de que el asunto est¨¦ siendo objeto entre nosotros de la clase de atenci¨®n que realmente merece. Un inter¨¦s que tendr¨ªa que estar tan lejos de la tentaci¨®n de la f¨¢cil asimilaci¨®n mec¨¢nica como de la confortable tendencia a ver en el fen¨®meno algo ex¨®tico, una curiosidad para antrop¨®logos de la pol¨ªtica.
Porque, en efecto, reflexionar sobre Tangentopoli es hoy cualquier cosa menos un lujo cultural. Y, en particular, hacerlo desde la Espa?a de aqu¨ª y ahora me parece una aut¨¦ntica necesidad. Dir¨¦ por qu¨¦.
El extraordinario grado de perversi¨®n de las pr¨¢cticas pol¨ªticas y econ¨®micas, el incre¨ªble nivel de degradaci¨®n del tejido institucional alcanzado durante la dilatada experiencia de gobierno de la Democracia Cristiana italiana y sus socios es fruto, sin duda, de una compleja trama de elementos. Pero de todos ellos hay uno que surge ahora desde el fondo de tan negra experiencia con ejemplar capacidad explicativa y un alto potencial ejemplificador.
Se trata del representado por una vieja l¨®gica harto familiar en pol¨ªtica: la de que hay (siempre) alg¨²n fin capaz de justificar el recurso a cualquier medio. En este caso, un fin muy de segunda posguerra: frenar el ascenso del partido comunista, y un medio de larga vigencia hist¨®rica y, ?ay!, previsible futuro: eludir pr¨¢cticamente todos los controles sobre el ejercicio del poder para, en primer y ¨²ltimo t¨¦rmino, perpetuarse en ¨¦l.
El resultado de semejante din¨¢mica dejada a su suerte, como ya es notorio, ha llevado en el -en t¨¦rminos de tiempo hist¨®rico- breve espacio de algunos decenios a resultados que habr¨ªan despejado alguna perplejidad de KeIsen al acortar de forma dr¨¢stica la distancia emp¨ªrica entre el Estado y las bandas de ladrones.
En efecto, la banalizaci¨®n de las reglas del juego, la abolici¨®n de los l¨ªmites, abri¨® las puertas la generalizaci¨®n de la corrupci¨®n en todas sus modalidades posibles. En particular la del partido pol¨ªtico, ¨®rgano y factor ideal de democracia, transmutado en puro y simple productor, y gestor de beneficios il¨ªcitos por v¨ªa de financiamieno ilegal.
Y no es que, como ha tratado de sugerirse, lo buscado fuera -aun con una irregularidad formal disculpable- la obtenci¨®n de los fondos precisos para el desarrollo de las funciones constitucionalmente atribuidas al pr¨ªncipe moderno. Aqu¨ª no cabe siquiera la dudosa coartada de que recursos econ¨®mios de origen ilegal resultasen m¨¢s tarde blanqueados por la bondad de su destino final. No. Porque, como Tangentopoli ense?a, los protagonistas e estas vicisitudes acabaron metidos hasta los ojos en una clase de porquer¨ªa de imposible lavado.
En efecto, no es fruto de la casualidad que, en general, el control de los partidos implicados -y as¨ª, en buena parte, la composici¨®n de las C¨¢maras- haya terminado por estar, efectivamente, en manos de quienes controlaban, de hecho, las fuentes de financiamiento ilegal. Y que tales sujetos velasen, tambi¨¦n generalmente y a la vez, con id¨¦ntico celo y desverg¨¹enza, por sus propios intereses personales; como lo ilustra de forma paradigm¨¢tica el caso del onorevole Craxi.
Tangentopoli es, al decir de Ferrajoli, el nombre del Estado y la econom¨ªa, del no-Estado de derecho italiano de estos a?os. Con la expresiva etiqueta se alude a un fen¨®meno masivo de ilegalidad. De una ilegalidad que no ha conocido l¨ªmites. O, mejor dicho, que ha encontrado al fin uno inesperado: el representado por la objetiva falta de espacio para seguir creciendo en rapacidad a expensas de lo que podr¨ªa quedar ya de sociedad sana, que es lo que, en definitiva, hizo dar con el asunto en el juzgado.
As¨ª las cosas, no parece exagerado decir que habr¨¢ siempre algo de Tangentopoli all¨ª donde se reduzca la eficacia reguladora de las reglas del juego democr¨¢tico. All¨ª donde haya sujetos con responsabilidades de poder dispuestos a justificar su propia colocaci¨®n por encima de la legalidad constitucional, o decididos a relativizarla en funci¨®n de objetivos extralegales, mediante la atribuci¨®n arbitraria a ¨¦stos de una relevancia excepcional. Porque, ?d¨®nde el l¨ªmite, si es precisamente la misma idea de l¨ªmite la que se cuestiona?
Arist¨®teles fue harto expresivo al identificar en el poder un componente de animalidad -algunos traductores ha optado directamente por el t¨¦rmino bestia- que tendr¨ªa que ser necesariamente contrastado con un momento de racionalidad que el autor ve¨ªa representado en la ley. Siglos despu¨¦s, Hobbes constatar¨ªa que el poder llega siempre hasta donde le dejan. Esa din¨¢mica expansiva, escribi¨®, s¨®lo cesa con la muerte.
Los espa?oles de estos a?os, despu¨¦s de una experiencia de d¨¦cadas de poder a lo bestia, hemos tenido la oportunidad hist¨®rica de comprobar hasta qu¨¦ punto el animal es resistente al freno, incluso en condiciones de domesticidad. O en democracia, para entendernos.
Y aqu¨ª nuestra transici¨®n encierra una lecci¨®n que no habr¨ªa que desperdiciar, en la perspectiva de conocimiento abierta por la experiencia de Tangentopoli.
No me refiero a los primeros momentos de aqu¨¦lla. Y no porque no sean interesantes tambi¨¦n desde este punto de vista, sino porque me interesa m¨¢s lo sucedido a partir de 1982.
Como el lector recordar¨¢, ese a?o accedi¨® al Gobierno de este pa¨ªs un partido de izquierda, no contaminado por anteriores experiencias de poder. Un nutrido grupo de cuadros j¨®venes, con buen bagaje cultural y una disposici¨®n ¨¦tica de la que no cabe dudar, se aprestaba a llevar a cabo las reformas tanto tiempo deseadas. La pretensi¨®n de marcar distancias con lo anterior quiso incluso simbolizarse de manera dr¨¢stica mediante un decidido prop¨®sito de -como ahora se dir¨ªa- "judicializaci¨®n de la pol¨ªtica". T¨¢ctica, pues, incoada entonces, aunque nunca llegaran a presentarse las amenazadoras querellas.
No obstante, el impulso as¨ª manifestado apenas pudo encubrir un discurso, primero latente, y enseguida expl¨ªcito: cuando una mayor¨ªa obtiene en las urnas el apoyo representado por un extraordinario n¨²mero de sufragios, recibe al mismo tiempo poderes tambi¨¦n extraordinarios.
De este modo se hac¨ªa patente esa forma sutil de raz¨®n de Estado que es la creencia de hallarse en posesi¨®n de alg¨²n plus de legitimidad. La que corresponde al poder no s¨®lo leg¨ªtimo, sino tambi¨¦n bueno per se y, por tanto, l¨¦gibus solutus.
De ah¨ª a considerar potencialmente ileg¨ªtima cualquier idea de contrapeso s¨®lo hay un paso. Que, naturalmente, se ha dado en multiplicidad de ocasiones a lo largo de estos a?os. Tantas veces como el principie de divisi¨®n de poderes ha sido sustituido por la l¨®gica antag¨®nica del sistema de vasos comunicantes, a veces del t¨®tum rev¨®lutum.
Los ejemplos podr¨ªan multiplicarse: desde la reforma y sucesivas renovaciones del Consejo General del Poder Judicial hasta la amortizaci¨®n de la instituci¨®n parlamentaria como instancia de control; desde esa apoteosis de realpolitik que ha tenido por escenario la Fiscal¨ªa General del Estado hasta el nuevo privilegio procesal de art¨ªculo 412 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal; desde el aplazamiento sine die de la reforma contencioso-administrativa y el afianzamiento de la Administraci¨®n en viejos usos y abusos a la deslegitimaci¨®n de cualquier iniciativa judicial dirigida contra irregularidades producidas en el ¨¢mbito del poder; desde la oscura historia de los fondos reservados a algunos lamentables usos del derecho de gracia...
Como resumen, un dato que habla por s¨ª solo: algo tan elemental como la cobertura de ciertos cargos en instituciones de relevancia constitucional, en condiciones de limpieza democr¨¢tica y sin prevaricaciones partidistas, es hoy una posibilidad tan alejada de lo cotidiano como para necesitar de un impulso extraordinario.
Junto a esto, la evidencia de que el clima de transgresi¨®n no parece haberse limitado a lo pol¨ªtico, como lo acredita el desmoralizador goteo sobre la opini¨®n p¨²blica de la noticia de irregularidades de contenido econ¨®mico que tienen por escenario espacios p¨²blicos y a sujetos p¨²blicos como protagonistas.
Podr¨¢ decirse que ninguna de estas cosas, y ni siquiera Filesa, es Tangentopoli. Pero no cabe duda de que las vicisitudes evocadas constituyen fen¨®menos de ilegalidad de alarmante extensi¨®n e indicadores inequ¨ªvocos de una tendencia di¨¢fana a la absolutizaci¨®n del poder. As¨ª, no es dif¨ªcil imaginar cu¨¢l ser¨ªa el resultado de 30 a?os m¨¢s de ejercicio del mismo en un marco similar al de los 10 a?os transcurridos.
Con otra particularidad: en esa hipot¨¦tica Espa?a del futurible no cabr¨ªa el recurso extra ordinario a Colombos, Davigos ni Di Pietros, porque la astucia de la raz¨®n de Estado a que antes he hecho referencia ha tenido aqu¨ª un ¨²ltimo fruto indeseable: la producci¨®n de un poder judicial d¨¦bil, flanqueado, adem¨¢s, por un fiscal dependiente del Ejecutivo. Algo que, en palabras recient¨ªsimas de quien es tan poco sospechoso como el presidente Scalfaro, de llegar a darse hoy en Italia -como desean los pol¨ªticos bajo proceso-, "ser¨ªa un salto atr¨¢s de miles de a?os de cultura jur¨ªdica".
Perfecto Andr¨¦s Ib¨¢?ez es magistrado.
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