La voz de Billy Wilder
Aunque parezca mentira, todav¨ªa queda vivo un hombre que se acuerda del entierro en Viena del emperador Francisco Jos¨¦, una ma?ana nublada de 1916 en la que habr¨ªa una desolaci¨®n invernal de ciudad de retaguardia. A ese hombre, Billy Wilder, que entonces era un ni?o, su padre lo aup¨® a una mesa de caf¨¦ para que pudiera ver la procesi¨®n barroca y solemne por encima de las cabezas de los espectadores. La memoria erige milagros secretos en el tiempo: ochenta a?os despu¨¦s, a principios de esta d¨¦cada, mientras, conversaba en Los ?ngeles con su bi¨®grafo alem¨¢n, el entierro del emperador, con su m¨²sica l¨²gubre, su desfile de largos abrigos militares, chaqu¨¦s de luto, libreas rojas y pelucas empolvadas, reviv¨ªa en la imaginaci¨®n de Billy Wilder como un documental rancio, con el envaramiento entre c¨®mico y absurdo que tienen los personajes p¨²blicos en los noticiarios m¨¢s antiguos del cine.Es raro que alguien pueda conservar entre los recuerdos de su infancia lo que para todos nosotros es una imagen congelada y remota de los libros de historia, pero, sin duda, es m¨¢s raro a¨²n, o m¨¢s improbable, el destino de este hombre, el cat¨¢logo de sus vidas diversas: Billy Wilder, que hubiera debido convertirse en un modesto comerciante o funcionario jud¨ªo del Imperio Austroh¨²ngaro, ejerci¨® unos anos el periodismo en Viena y en el Berl¨ªn de la Rep¨²blica de Weimar (tan absurdo, brillante y hambriento como el Madrid del Max Estrella), y acab¨® siendo director de cine en un idioma ajeno al suyo y en una regi¨®n del otro lado del mundo, la California de los ¨²ltimos a?os treinta, donde los sue?os de novela de caballer¨ªas a los que debe su nombre ten¨ªan entonces un resplandor de cine en blanco y negro y de metalizadas superficies art d¨¦co. Podr¨ªa decirse que la vida exagerada de Billy Wilder es una traves¨ªa no s¨®lo desde Europa hacia Am¨¦rica, sino tambi¨¦n de aquel invierno funeral de la guerra europea al verano perpetuo de la costa oeste, o de las tenebrosidades de Murnau y de Fritz Lang a los musicales de la Metro, o de las sombr¨ªas escenas berlinesas de Max Beckmann y Grosz a los para¨ªsos acr¨ªlicos y azules de David Hockney.
Billy Wilder, que en Berl¨ªn amuebl¨® su apartamento de soltero con objetos de la Bauhaus y que sigui¨® siendo hasta hace muy poco un coleccionista arriesgado y certero de arte moderno, re¨²ne en su biograf¨ªa a zares, viajes, aventuras y pel¨ªculas suficientes como para abastecer las vidas completas de varios hombres y para ense?¨¢rnoslo todo sobre la historia del cine y la del siglo XX. Estuvo en un palco de un teatro a unos metros de Adolfo Hitler, y se acuerda de la mirada de Marilyn Monroe y de la del doctor Sigmund Freud, quien, por cierto, le ech¨® de su casa al enterarse de que era periodista. Naci¨®, como proclamaba de s¨ª mismo Rafael Alberti, con el cine: que se acuerde de los tiempos en que las pel¨ªculas eran atracciones de feria es como si Graham. Greene hubiera podido acordarse en su vejez de la primera publicaci¨®n del Quijote. El cine ha tenido una historia tan veloz, un proceso tan r¨¢pido de invenci¨®n, clasicismo, amaneramiento y decadencia que un solo hombre ha podido ser testigo de su nacimiento, maestro de su plenitud y superviviente de sus mejores d¨ªas.
Una ancianidad extrema
Billy Wilder vio dirigir pel¨ªculas a Erich von Stroheim y escribi¨® guiones para Emst Lubitch. No habr¨ªa sido m¨¢s alucinante que Francis Bacon hubiera trabajado como aprendiz en el taller de Vel¨¢zquez. Ahora es un anciano de 88 a?os que lleva m¨¢s de veinte sin hacer una pel¨ªcula, pero que acude cada ma?ana a su oficina con la misma puntualidad que si tuviera ante s¨ª una impetuosa carrera de cineasta norteamericano. Seguramente sabe que la gente tiende a hablar de ¨¦l en pasado, como si ya estuviera muerto. Tiziano, Picasso, Joan Mir¨®, alcanzaron una ancianidad extrema y murieron con los dedos pr¨¢cticamente manchados de pintura fresca. Con una edad muy parecida a la de Billy Wilder, Juan Carlos Onetti acaba de terminar una novela. El cine, que es un arte cuajado y fortalecido en el poder¨ªo industrial del capitalismo, carece tan absolutamente de piedad o de escr¨²pulos como la fabricaci¨®n de armas, de modo que el talento de Wilder est¨¢ condenado al silencio y a la esterilidad por la descarnada raz¨®n de que ninguna compa?¨ªa de seguros acceder¨ªa a cubrir con su p¨®liza un rodaje dirigido por un hombre de m¨¢s de 70 a?os. Reducido a la inactividad, deslenguado y c¨ªnico, superviviente de la mejor edad de la inteligencia y de los infiernos m¨¢s inhumanos del siglo -la mayor parte de su familia desapareci¨® en los campos de exterminio nazi-, Billy Wilder accedi¨® a concederle una entrevista a su ex compatriota Hellmuth Karasek, y el resultado es un libro, Nadie es perfecto, que no acaba de ser una biograf¨ªa ni un volumen de memorias, pero que tiene en sus mejores p¨¢ginas la vivacidad y el desorden de una conversaci¨®n apasionada.
Billy Wilder se acuerda de todo. Habla con esa impertinencia de los viejos que se han que dado sin m¨¢s ejercicio posible que el de la rememoraci¨®n y que adem¨¢s carecen del escr¨²pulo o de la necesidad de callar. Durante meses, d¨ªa tras d¨ªa, en su oficina de Hollywood, delante de una grabadora, la voz de Billy Wilder, que habla todav¨ªa ingl¨¦s con un acento alem¨¢n de reci¨¦n inmigrado, fue dejando testimonio incansable en el que la iron¨ªa prevalece sobre cualquier otra emoci¨®n, incluidas la de la vejez y la del oprobio del tiempo. Gracias a esas cintas, a ese libro reci¨¦n publicado, la enciclopedia del siglo XX que es la memoria de Billy Wilder no se perder¨¢ del todo dentro de unos a?os. Inoculados por ella, algunos nos acordaremos del entierro del emperador Francisco Jos¨¦ en un blanco y negro de pel¨ªcula antigua, igual que nos acordamos del Jack. Lemmon enamorado y solo, y muerto de humillaci¨®n y de fr¨ªo en una acera de Nueva York, a las tantas de la madrugada.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.