Los metales y el barro
Dentro de cada uno de nosotros, o m¨¢s bien en esa parte irreductible del alma que reside en lo m¨¢s exterior, en la palma de las manos y en las yemas de los dedos hay una nostalgia no siempre oculta de las materias originarias, un desagrado del trato continuo con el pl¨¢stico, con el, lin¨®leo, con el aluminio, con esa membrana de asepsia y de irrealidad que envuelve casi todas las cosas, incluidas algunas de las m¨¢s sagradas, como los libros que ya no podemos hojear y las frutas que no podemos oler porque vienen precintadas en el interior de una funda de pl¨¢stico. Igual que el paladar y el olfato a?oran sabores y olores perdidos, el tacto echa de menos la verdad inmediata y ¨²ltima de los metales, de la madera, de la arcilla, del granito, del m¨¢rmol; pero no es s¨®lo el tacto quien a?ora, tambi¨¦n la mirada busca satisfacer una avidez de superficies heridas por la luz, modeladas por la penumbra, por la sugesti¨®n inm¨®vil de presencia y de peso.El a?o pasado, en un museo americano, asist¨ª a una exposici¨®n en la que hab¨ªa carteles que invitaban a hacer exactamente aquello que se proh¨ªbe en todas las exposiciones: "Por favor, tocar", le¨ªa uno, y aquella petici¨®n era primero una sorpresa y despu¨¦s un halago para las manos, para su avidez y su nostalgia, porque lo que se mostraba en aquellas salas era una historia de los materiales usados en sus herramientas, en sus m¨¢quinas y en sus edificio por los hombres, y uno pod¨ªa concederse el lujo de tocar el milagro de las cosas m¨¢s comunes y ciertas, los ladrillos de barro rojo y cocido, el m¨¢rmol pulido y fr¨ªo de las losas, el granito brillante y ¨¢spero de los sillares con los que se construyeron los rascacielos de los a?os veinte, el hierro. de las vigas, el acero de los cables que sostienen el puente de Brooklyn, el bronce de las estatuas, la porcelana vidriada, los hilos de cobre de los primeros tel¨¦fonos, la madera de los remos y de las quillas de los barcos, la lona de las velas: uno ve¨ªa y tocaba la evidencia y el lujo m¨¢ximo de lo real, y cuando luego iba a otro museo menos hospitalario le daban ganas de tocar las esculturas y los lienzos para saber de verdad c¨®mo eran, para percibirlos con la inmediatez con que se perciben el calor, el fr¨ªo, la aspereza o la humedad. en los dedos.
Uno de los m¨¢s sutiles placeres que prodiga el tacto es el de tocar el m¨¢rmol de cualquiera de las 120 columnas que hay en el Patio de los Leones de la Alhambra. En San Pedro. de Roma yo pude tocar una vez la Piedad vaticana de Miguel ?ngel, pero cuando volv¨ª unos a?os m¨¢s tarde un lun¨¢tico armado con un martillo la hab¨ªa asaltado, y ya estaba inaccesiblemente protegida por un muro de cristal blindado. En el Museo Brit¨¢nico uno dar¨ªa cualquier cosa por seguir con las yemas de los dedos los caracteres inscritos en el basalto negro de la Piedra Roseta, o el m¨¢rmol funerario y helado de los sarc¨®fagos, que debe de tener la misma frialdad de las mesas de m¨¢rmol donde se llevan a cabo las autopsias, pero nunca se atreve, en parte por miedo a provocar un esc¨¢ndalo de alarmas, en parte por una especie de respeto sagrado, de recelo ante la profanaci¨®n: en los museos cada objeto est¨¢ encerrado en una vitrina de cristal invisible, en el hermetismo de una c¨¢psula de tiempo..
Tampoco me he atrevido esta ma?ana a tocar en la galer¨ªa Marlborough de Madrid ninguna de las esculturas de Pablo Gargallo, ordenadas como piezas de ajedrez en medio de un espacio blanco, arrebatadas con ademanes de profec¨ªa o aposentadas en sus pedestales con una magn¨ªfica serenidad, con un aire, a veces, de fotograf¨ªas, instant¨¢neas, de retratos al minuto hechos en bronce o en hierro. Mirar ahora, a los sesenta a?os de su muerte, las esculturas de Pablo Gargallo es asombrarse ante la evidencia de un arte que ya casi parece imposible, y en el que est¨¢n presentes por igual las rupturas y los atrevimientos del cubismo, las sabidur¨ªas acad¨¦micas del siglo XIX y la memoria de los griegos. La Mujer del espejo, que fue modelada en 1934, tiene al mismo tiempo la majestad de las estatuas antiguas y un erotismo satinado y tr¨¦mulo como de fotograf¨ªa de revista de moda. Su retrato de Picasso, del que se muestra en la exposici¨®n de ahora el modelo en escayola, posee el descaro de una caricatura de peri¨®dico y la sugesti¨®n de voluntad y turbulento erotismo de una cabeza de fauno modelada hace 2.300 a?os.
Doy vueltas alrededor de una escultura, las veo desplazarse, reunirse, alejarse las unas de las otras a lo largo de las paredes blancas, seg¨²n yo voy movi¨¦ndome: la escultura, como la m¨²sica o la novela, sucede en e tiempo, se, prolonga durante unos minutos y vuelve al final sobre s¨ª misma, igual que una canci¨®n. Uno mismo modela la figuras al mirarlas y completa los espacios vac¨ªos. ?Pero no habr¨¢ abusado el arte moderno de la tentaci¨®n de la elipsis, de los juegos de manos intelectuales de una especie de ascetismo ensa?ado de la negaci¨®n? Un lienzo en blanco y rasgado en el centro por una cuchilla de afeitar un tubo fluorescente colgado en la pared de un museo, no sin un etiqueta canonizadora al lado son o tomaduras de pelo o calle Jones sin salida.
Pablo Gargallo tambi¨¦n usa la abstracci¨®n y el vac¨ªo, pero los usa de tal modo que resaltan la presencia gloriosa de lo material, de las cosas m¨¢s terrenales y m¨¢s gozosas de tocar que existen; los cuerpos, los minerales y los metales, los gestos de las manos y de las miradas y la pura celebraci¨®n de existencia y destreza manual que hay en un retrato hecho con l¨¢minas de cobre o en una figura de terracota tan esbelta como una de aquellas vasijas de arcilla roja en las que los griegos transportaban el vino. En una escultura egipcia es tan sagrado el granito o el basalto con el que est¨¢ hecha como la divinidad que representa. Las figuras de Pablo Gargallo, de las que admiramos a primera vista la modernidad inmediata y vigorosa de los a?os treinta, atesoran m¨¢s hondo el misterio arcaico de la metalurgia y la alfarer¨ªa, la nostalgia inmemorial de cuando el trabajo y la sabidur¨ªa de las manos daban una forma inteligible al mundo. Por eso cuesta tanto resistir la tentaci¨®n de tocarlas.
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