Las nubes
Como nos record¨® Pedro La¨ªn en su memorable curso sobre el cuerpo humano, dos versos de Ovidio declaraban que el opifex rerum, o art¨ªfice y demiurgo de todas las cosas, "dio al hombre rostro elevado y le orden¨® mirar al cielo y levantar la cara atenta hacia los astros". Desde siempre, esta contemplaci¨®n del cielo y de sus objetos y habitantes, facilitada por la posici¨®n erecta del hombre, ha sido la gran expectaci¨®n de los seres humanos, buscando los augures en aqu¨¦llos las se?ales del destino , y los campesinos, guiados por las fases de la Luna, los mejores momentos para sembrar y recolectar sus cultivos. En el cielo colocan todas las religiones a sus dioses, y en el cielo han tenido los poetas su fuente de inspiraci¨®n, explotadores literarios como son de la Luna y las estrellas, cuyo robo para sus poemas, dec¨ªa Ram¨®n G¨®mez de la Serna, "s¨®lo se descubrir¨¢ al fin del mundo". Los astr¨®nomos, pacientes observadores del universo, tienen en los confines celestes su apasionante tarea escudri?adora, desde el formidable Tycho Brahe, que hacia sus mediciones a simple vista, y a simple vista descubri¨® la primera nova stella explosionante, hasta los actuales astrof¨ªsicos, con su tecnolog¨ªa asombrosa, los cuales -seg¨²n explicaba hace unos d¨ªas el profesor Cayetano L¨®pez en un mod¨¦lico art¨ªculo period¨ªstico- parecen cada vez m¨¢s convencidos, humildemente, "de que todos los cuerpos celestes que vemos y nos maravillan no suponen m¨¢s que una porci¨®n insignificante de toda la materia presente en el cosmos". Tambi¨¦n son transe¨²ntes del cielo los p¨¢jaros y las aves, en particular las migratorias, que van dibujando con sus vuelos una geograf¨ªa a¨¦rea llena de signos y mensajes para los entendidos. Y hoy d¨ªa, los objetos volantes no identificados, los ovnis, nos traen la ilusi¨®n y el temor de que existan otras civilizaciones en alg¨²n rinc¨®n del orbe.Para m¨ª, son las nubes uno de los objetos celestes m¨¢s entra?ables y misteriosos, y me detengo muchas veces a admirar sus colores y sus formas, tan variadas y variables, tan expresivas y sugerentes. Hay gentes, de muy diversa condici¨®n, aficionadas a las nubes, a convivir con ellas, a entender sus avisos, sus promesas y amenazas. Goethe, por ejemplo, fue un enamorado de ellas. "Soplaba un airecillo muy grato, casi estival", contaba Eckermann de uno de sus paseos cotidianos con Goethe por los alrededores de Weimar, "y del suroeste ven¨ªa un viento suave. Resbalaban por el di¨¢fano cielo algunas leves nubes de tormenta y, all¨¢ en lo alto, flotaban deshaci¨¦ndose algunos cirros. Observamos con atenci¨®n y notamos que tambi¨¦n las nubes bajas se desvanec¨ªan... Esto dio pie a Goethe para hablar largamente sobre el ascenso y descenso del bar¨®metro, a lo que llamaba afirmaci¨®n y negaci¨®n del agua...".
Son asimismo las nubes personajes frecuentes en los relatos de los novelistas. Forster -siguiendo la tradici¨®n de Shakespeare- describe a menudo el ambiente y el tiempo: "La casa estaba silenciosa y la niebla se agolpaba contra las ventanas como un fantasma exiliado". O Cela, en Esas nubes que pasan, dice que Ias nubes pasan sobre la ciudad altivas -a ve ces- como orgullosos caballeros enamorados; grises y taciturnas -en ocasiones- como abrumadores mendigos caminantes... Y tambi¨¦n Llamazares -por citar dos grandes escritores espa?oles de distintas generaciones-, que las utiliza en sentido metaf¨®rico al decir en Luna de lobos: "A las ocho, alta ya la nube azul de la ma?ana...", o "en la cumbre del puerto de L¨¢ncara, hacia las fuentes del arroyo Nogares, el reba?o de las merinas es una nube de lana tendida al sol". Pero ambos han podido hacer intervenir a las nubes en su pro sa porque han podido vivir o patear el campo, en la claridad del d¨ªa o cuando las tinieblas han apretado los clavos de la noche. Al hombre de la ciudad, en cambio, al habitante de estas urbes monstruosas donde se va albergando m¨¢s de la mitad de la humanidad, no le es f¨¢cil ver el cielo, salvo por el resquicio que dejan sus altos edificios. Las ciudades, para ser humanas, han de dejar ver desde cualquiera de sus rincones, compa?eras, la monta?a o la arboleda, como sucede con Oviedo o Gerona, por ejemplo. Las nubes -explican los expertos en climas- no faltan en otros planetas, como en Venus, donde cubren la totalidad de su superficie, pero es en la Tierra, al no cubrirla del todo, donde tienen un papel importante y variable. Si por un lado reflejan en parte la luz solar -su albedo- y favorecen con ello el enfriamiento de nuestro planeta, por otro dificultan que escape hacia la atm¨®sfera el infrarrojo emitido por las superficies m¨¢s c¨¢lidas, contribuyendo as¨ª a su calentamiento. Uno u otro efecto predomina seg¨²n el tipo de nube: c¨²mulos, cirros, estratos o las bardas, esas nubes oscuras que coronan las cimas lejanas del horizonte.
Esta presencia, a veces amable, a veces tr¨¢gica, que tienen las nubes en la vida cotidiana se refleja en la expresi¨®n popular de ciertas situaciones personales como estar en las nubes o poner (a alguien) por las nubes. E igualmente en creaciones po¨¦ticas o de fantas¨ªa. G¨®ngora las defin¨ªa, con una imagen bien moderna, como "los anales di¨¢fanos del viento". Y Clark, en uno de sus relatos de ciencia ficci¨®n, imagin¨® a las nubes como seres vivos, bastante malhumorados, que dirim¨ªan sus enconos empleando sus rayos y sus truenos. Quiz¨¢ anduvieran por all¨ª los daimon o demonios socr¨¢ticos, que eran -en palabras de Antonio Tovar- Ios seres vivos correspondientes al aire, m¨¢s ligeros que las densas nubes y formados de aire pur¨ªsimo y, por consiguiente, invisibles a los hombres, pues nada ofrecen en que pueda detenerse la vista humana".
Pero las nubes m¨¢s famosas son las que forman el coro de la comedia que hizo Arist¨®fanes con ese nombre, escrita por el dramaturgo griego para clavar a su contempor¨¢neo S¨®crates el acero del sarcasmo y la calumnia. "Nubes imperecederas, alc¨¦monos (...) desde nuestro padre Oc¨¦ano de profundo estruendo hasta las cimas de los alt¨ªsimos montes (...). Sacudamos de nuestra forma inmortal la lluviosa niebla y contemplemos, con mirada que mucho abarca, la Tierra...". (Traducci¨®n de Elsa Garc¨ªa Novo).
La ciencia ha venido ocup¨¢ndose de los fen¨®menos frecuentes que responden a un orden. Ahora est¨¢ descubriendo los fen¨®menos desordenados, como las turbulencias de las olas del mar y de las nubes del cielo. Es la nueva ciencia del caos que viene a aclarar tantas cosas inexplicadas. Recomiendo a los entusiastas de la actualidad que lean el reportaje que hizo sobre esta nueva regi¨®n de la ciencia James Gleick, un periodista cient¨ªfico de The New York Times, y del que hay una edici¨®n espa?ola con el t¨ªtulo Caos. Habla de Feigenbaum, el gran creador de esta ciencia del desorden y del azar, cuyas ideas nacieron viendo las nubes tormentosas en los alrededores de Los ?lamos, que "convert¨ªan la b¨®veda celeste en un espect¨¢culo que parec¨ªa un reproche sutil a los f¨ªsicos".
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