En el reino animal
Conforme anochec¨ªa sobre el Zool¨®gico de Madrid, la Casa de Campo iba cobrando una oscuridad y un peligro imaginado de selva, y a los padres m¨¢s rezagados que a¨²n recorr¨ªamos con nuestros hijos aquellas soledades nos daba el miedo antiguo a perdemos en un bosque, sobre todo cuando escuch¨¢bamos, en el silencio del paraje desierto y en la declinante luz gris, los rugidos de un tigre o de un le¨®n, el barritar tremendo de un elefante resonando en concavidades de hormig¨®n, el graznido de alg¨²n p¨¢jaro que desplegaba las alas sobre las copas de los ¨¢rboles con una brusca sacudida como las lonas al viento.Hab¨ªamos presenciado la melancol¨ªa mugrienta de los animales cautivos, su pereza insana y penitenciaria, su majestad de monarcas derribados, nos hab¨ªamos internado en l¨²gubres corredores de cemento en los que a veces se ve¨ªa, al fondo, en una penumbra erizada de rejas, a un gorila inm¨®vil, que nos miraba pasar con un brillo alerta y rencoroso en los ojos hundidos entre la pelambre, como un recluso en una celda de castigo. Pero fue caer la noche y quedarnos solos por aquellos caminos del zool¨®gico, y la oscuridad pareci¨® que devolv¨ªa al reino animal sus potestades arcaicas, y que ¨¦ramos nosotros, los humanos, quienes deb¨ªamos huir y protegemos, tan d¨¦biles y tan a merced de sus hocicos, sus pupilas y sus garras como los viajeros que se pierden de noche en los bosques poblados de lobos de los cuentos.
En el primer volumen de su abrumadora monograf¨ªa El presente eterno, que trata de los or¨ªgenes de la pintura y de la escultura, Sigfried Giedion explica que la preponderancia de la figura humana sobre la del animal en la religi¨®n y en el arte es sumamente tard¨ªa, una moda que en la tradici¨®n occidental apenas viene durando unos cuatro mil a?os. En las cuevas paleol¨ªticas y en las tumbas egipcias, donde la teolog¨ªa es una rama no de la literatura, sino de la zoolog¨ªa fant¨¢stica, se representa la gloria impenetrable y austera del animal sagrado, el bisonte, el ciervo, el toro, el chacal, el cocodrilo, el halc¨®n, el gato. En los m¨¢rmoles del Parten¨®n que se custodian en el Museo Brit¨¢nico bajo una luz de c¨¢mara frigor¨ªfica, las quijadas, las crines, los torsos levantados de los caballos poseen un ¨ªmpetu y una furiosa belleza muy superiores a las de los jinetes que los montan. La leona herida por la flecha de un cazador asirio es como el testimonio del fin de la primac¨ªa de los animales, el monumento funerario no s¨®lo de su reinado, sino de su presencia en el arte, en la imaginaci¨®n humana: derrotado el Minotauro, aniquilado por Teseo en el centro mismo de su dominio, la presencia del animal se disuelve en domesticidad y pasatiempo, en la pura invisibilidad de lo trivial: casi nadie espera en el gran perro solemne que hay en Las meninas.
Con el manillar y el s¨ªll¨ªn de una bicicleta reducida a chatarra, Picasso restableci¨® en el arte moderno la idolatr¨ªa de la cabeza del toro, que se le fue volviendo obsesiva seg¨²n pasaron los a?os, y ¨¦l mismo se vio confinado en la monstruosidad de una vejez nonegaria y plut¨®crata. En Madrid, estos d¨ªas, en dos exposiciones, los animales parece que vuelven como de la indignidad, de la decoraci¨®n o el exilio, y que recobran una fr¨¢gil primac¨ªa en el arte: el mono, el burro, el cerdo, la cabra, en las esculturas de bronce y en los cuadros ¨²ltimos de Miquel Barcel¨®, que dan una oquedad de cueva prehist¨®rica a las paredes de la galer¨ªa Soledad Lorenzo; el toro, el perro, la cabra y el ciervo en los cuadros de Juan Vida, en la galer¨ªa Almirante, donde la mirada atraviesa paisajes suburbanos y horizontes de lejan¨ªas y de ruinas industriales con un hipnotismo de travelling cinematogr¨¢fico.
Los animales de Miquel Barcel¨® son bestias d¨ªscolas que irrumpen en el estudio, se suben a las mesas y a las estanter¨ªas y provocan derrumbes polvorientos de libros, muerden con avidez y se llevan entre los dientes lo primero que encuentran, lo mismo un calendario que un pu?ado de hojas con bocetos. El cerdo, la cabra, el mono son la alegr¨ªa voraz y el contratiempo de lo inesperado, el tumulto de la casualidad que lo trastoca y lo desbarata sin escr¨²pulos todo y que, sin embargo, acaba agreg¨¢ndose a la obra de arte, igual que la luz o que la textura del lienzo, o que un paquete vac¨ªo de tabaco que se convierte en una mancha azul: en los cuadros, Miquel Barcel¨® se retrata a s¨ª mismo doblegado en el estudio sobre una hoja de papel, queriendo dibujar a toda velocidad lo que est¨¢ sucediendo, y de nuevo es aqu¨ª pertinente el ejemplo de Las meninas, que trata justo de eso, de la irrupci¨®n de lo imprevisto en las maquinaciones intelectuales de la pintura, del modo en que la causalidad interfiere y mejora la invenci¨®n.
Los animales de Miquel Barcel¨® tienen una cercan¨ªa invasora; los de Juan Vida est¨¢n mirando y pintados desde lejos, con una premiosidad de l¨¢minas en un libro escolar de ciencias naturales, con una distancia que es la que los separa de nosotros, la del reino inviolado en el que viven y desde el que nos miran sin que podamos saber nunca c¨®mo es lo que ven. En los cuadros de Juan Vida, extraviados en paisajes donde la naturaleza y la presencia humana han sido borradas por igual, seg¨²n el moderno principio de desolaci¨®n de los extrarradios, los animales pacen ensimismadamente o miran y permanecen quietos como estatuas de animales sagrados.
Hay siempre en torno a ellos en los horizontes en los que se pierden, una claridad ocre y rojiza, como ese fulgor opaco que adquieren las tierras deshabitadas bald¨ªas cuando se ha ocultado el sol y todav¨ªa es de noche. Hay veces en que delante de un cuadro se tiene la misma sensaci¨®n de familiaridad imposible que al entrar en una casa que nos recuerda la infancia: mirando los cuadros de Juan Vida, yo me di cuenta de que en ellos estaba pintado aquel anochecer de verano en que las arboledas y los roquedales de hormig¨®n de la Casa de Campo se me empezaron a convertir imaginariamente en las extensiones tenebrosas del reino animal.
Babelia
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