Voz que no clama desde el desierto
No se podr¨ªa saber desde cu¨¢ntos miles de siglos el hombre habla. Lo ¨²nico que sabemos, con certeza, es que cuando de la boca de ese mam¨ªfero empez¨® a salir un soplo sem¨¢ntico, una voz que indicaba las cosas del mundo, nombr¨¢ndolas, comenz¨® a nacer el hombre. Nombrarlas no para s¨ª, sino, sobre todo, para los otros. Un aire que, "m¨¢s all¨¢ del cerco de los dientes", como dec¨ªa Homero, alentaba la construcci¨®n de la ciudad, el invento de la convivencia. El animal humano lo fue realmente porque acert¨® a levantar un universo te¨®rico, una ciudad de palabras, que recreaba el mundo y que, sin embargo, s¨®lo exist¨ªa en ese soplo que alimentaba la mente de los hombres.Pero esa voz, capaz de mirar el mundo y fundar el espacio colectivo, estaba amenazada de no vivir otro tiempo que el del efimero instante en que se pronunciaba. Y el hombre, sombra de un sue?o, en la frontera del ser y la nada, pretendi¨® superar el fugaz e incierto latido de su presencia en el mundo. El lenguaje que alimentaba su mente, y al que jam¨¢s podr¨ªa ya renunciar, dio el otro paso decisivo en la historia de nuestra cultura cuando, hace aproximadamente 2.700 a?os, alcanz¨® a posarse en un bloque de m¨¢rmol o en una tablilla de cera, donde el alfabeto fenicio, modificado por los griegos, hac¨ªa presente a los ojos aquel aire que no hab¨ªa tenido, hasta entonces, otro sustento que la voz y el o¨ªdo.
?sta fue, hasta nuestros d¨ªas, la otra gran revoluci¨®n de la cultura y de la t¨¦cnica: la escritura. Con ella surgi¨® tambi¨¦n la memoria. Una memoria que se escapaba ya del tiempo individual para inventar el futuro. Curiosa paradoja la de unas letras que, habl¨¢ndonos del pasado, tend¨ªan la silenciosa mano del texto al futuro de todos los posibles lectores, y s¨®lo pod¨ªa vivir en ellos y para ellos. El ef¨ªmero tiempo de los d¨ªas, madurando en el tiempo inmortal de la escritura. Una escritura que exig¨ªa, para volver a latir, los ojos de un lector que renovaba, con la variada experiencia de las letras, el tantas veces cansino y trivial mon¨®logo de su vida.
Desde entonces, la cultura humana ha dejado sobre la historia su legado m¨¢s insuperable y m¨¢s rico. Millones de libros, miles de bibliotecas, son testigos silenciosos y expectantes de una inmensa, inacabable, aventura. En un texto de Arist¨®teles se nos dice que 1a experiencia es una mezcla de sensaci¨®n y de memoria". Nada podemos sentir de nuevo, nada podemos ver, si no reposa en el hueco de todo lo que hemos vivido, de todo lo que hemos sido. Una memoria personal que da significado a nuestro mundo. Pero hay, adem¨¢s, otra forma colectiva de memoria: ese infinito cristal de los textos, solidificado sobre el rumor, el estr¨¦pito a veces, del mar de la historia, que empieza a fluir siempre y de nuevo cuando unos ojos se fijan en el espejo de las letras. Un espejo donde el hombre descubre su propio rostro, y desde donde otros ojos luminosos y vivos empiezan a leerle a ¨¦l tambi¨¦n, al solitario lector que entra, as¨ª, a formar parte de esa semilla inmortal que rueda por la historia y da felicidad. El d¨ªa en que nuestros ojos, alumbrados ¨²nicamente por los fogonazos de esperpentos electr¨®nicos, de im¨¢genes desde la nada, dejen de a?orar la serena visi¨®n de las letras habr¨¢ empezado, otra vez, la edad oscura de la piedra.
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