Tratado de billar
"Tienes la p¨®lvora mojada", me dijo mi chica al atardecer, y pese a la lluvia sal¨ª de casa con la idea de vagabundear un rato por ah¨ª. Soy Guillermo de Ajenjol¨ª, alias El Fino, uno de los pocos jugadores profesionales de billar americano que existen en Madrid. El mejor, en mi opini¨®n. Vivo entre bares que organizan campeonatos locales (unas 5.000 de inscripci¨®n, cinco o seis eliminatorias, unas 50.000 de premio) y hasta ahora he sabido sobrevivir con cierta decencia. La p¨®lvora mojada, s¨ª; algo de eso hay. El juego del billar me compensa, sin embargo, otro tipo de dolores: por ¨¦l perd¨ª una novia, mis estudios de qu¨ªmica y dos o tres amigos que poco a poco debieron ir leyendo en mi conducta un desali?o innoble. En s¨ª mismo, el billar constituye para m¨ª un atajo sin trampas por el que voy recorriendo mis cambios de edad; un mundo que responde con tal honestidad a las leyes de la f¨ªsica, ce?ido a un tapete rectangular, de color oscuro, marcado por seis troneras, donde las bolas chocan y se deslizan de acuerdo a mi voluntad y en el que el taco se acopla entre mis dedos como un hueso m¨¢s. En este reino s¨®lo cabe un objetivo: ganar (el placer o el esp¨ªritu deportivo que pueda adjuntar esta labor no es cosa m¨ªa), de tal manera que una vez abierta la partida, mi contrincante se transforma a mis ojos en un piojo a aniquilar, mientras mi mente ha de esforzarse por recordar que existe un l¨ªmite: las reglas, o, m¨¢s correctamente, que nadie me vea transgredirlas. Mi af¨¢n de victoria no se detiene ante detalles convencionales. Desear¨ªa que mi rival se partiese el espinazo tras un resbal¨®n inoportuno, o que un atracador le pasase a cuchillo por sorpresa, o ajusticiarle yo en persona, y olvidarle luego, una vez muerto o retirado de la partida. As¨ª est¨¢n las cosas. Por suerte, estos anhelos permanecen siempre ocultos en mi m¨¢s oscura intimidad, lo que me evita todo trato con psiquiatras, psic¨®logos y dem¨¢s charlatanes de sal¨®n. Frecuento entre 15 y 20 locales, donde soy bastante conocido, y apostar¨ªa un lujo a cuatro bandas a que tambi¨¦n soy, por unanimidad, un ser bastante detestado. Pero no armo broncas, no insulto, no me veo implicado jam¨¢s en desorden alguno, y unido esto al hecho de que bebo numerosos cubalibres y los pago en efectivo y sin demora, los propietarios no son reacios a mi persona. A trav¨¦s del billar, a lo largo de los a?os, he ido conociendo las diversas caras de esta ciudad. El barrio de Arg¨¹elles se caracteriza por sus locales de atm¨®sfera blanda y juvenil; all¨ª, entre farolitos y asientos de dise?o, los jugadores suelen alardear como papamoscas despu¨¦s de ejecutar una jugada que ellos suponen genial, y que en realidad cualquier iniciado ya dominaba en sus primeros d¨ªas de parvulario. Malasa?a y sus alrededores no le van a la zaga, con el agravante de que en estos lugares todav¨ªa te puede tocar en suerte un sujeto con cola de caballo y mochila a la espalda, sacado quiz¨¢ de un calendario, que despu¨¦s de perder te desea suerte en la vida para alejarse a continuaci¨®n silbando y manteniendo intacto, al parecer, su mundo espiritual. Incomprensible. Y desmoralizador. Poco m¨¢s al norte, tomando como epicentro la plaza de Alonso Mart¨ªnez, el asunto se anima algo. De vez en cuando aparece ante m¨ª un joven vividor, un alev¨ªn de la mala leche, a¨²n por cuajar, que muestra rasgos esperanzadores en lo referente al odio que todo jugador profesional debe mantener hacia su contrincante. Pero no hay raz¨®n para el optimismo. Se trata tan s¨®lo de una ilusi¨®n aislada, brutalmente cercenada seg¨²n se accede a Chamart¨ªn y a la Castellana. Y es que en estos pagos, sin concesiones, la falta de rigor se impone como proceder general. A menudo, en plena partida de campeonato, un camarero con pajarita se acerca y te ofrece canap¨¦s de salm¨®n en una fuente de cer¨¢mica o comunica a uno de los jugadores que tiene el coche en doble fila. A veces, incluso, un inal¨¢mbrico suena junto a la repisa de las tizas. En fin, domingueros del tapete. Y me pregunto volviendo a casa, bajo la lluvia de marzo, por qu¨¦ raz¨®n he de desgranar mi magia entre tanto mediocre; y me respondo entonces que por dinero. Y por si alguien quisiera saber m¨¢s de m¨ª, o tal vez apostar al billar conmigo, har¨¦ saber que soy adusto, malencarado, alto y solitario, y que en la sombra de las esquinas mi silueta recuerda muy vagamente a la de un chacal.
es escritor.
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