Cosecha de sangre en Gikor¨®
Espeluznante matanza de 1.180 tutsis a manos de hutus en un poblado de Ruanda
Hay una monoton¨ªa de la muerte que congela los labios e idiotiza la sonrisa. Es una expresi¨®n que abunda en Ruanda, un diminuto proyecto de pa¨ªs en el centro de ?frica, que parece haber convertido la sangr¨ªa en un m¨¦todo contra la superpoblaci¨®n. Pese a las matanzas, que se suceden como una maldici¨®n entre tutsis y hutus, sigue siendo el pa¨ªs m¨¢s densamente poblado de un continente que, para Occidente, no existe m¨¢s que por la sangre. El mi¨¦rcoles, a las 6.30 de la tarde, 1.180 tutsis cayeron bajo los machetes, las mazas, las lanzas, las granadas y los disparos de los extremistas hutus. La matanza fue en Gikor¨®, 40 kil¨®metros al este de Kigali, no lejos de la frontera con Tanzania. Ayer, en medio del amasijo de cad¨¢veres, miembros amputados y zapatos perdidos en un archipi¨¦lago de sangre, un brazo se mec¨ªa pidiendo dulcemente auxilio. Nadie, ni yo mismo, se lo prest¨®.Los italianos de la base naval de La Spezia parecen una panda de piratas. Amigables y nerviosos, armados hasta las cejas, salen de patrulla con pa?uelos en la cabeza y en la cara para rescatar a tres sacerdotes que han quedado aislados en el territorio sin ley en que se ha convertido Ruanda, la tierra de las mil colinas. A las puertas del edificio del aeropuerto de Kigali han dormido los tutsis del Frente Patri¨®tico Ruand¨¦s (FPR). Si aguzaban el o¨ªdo, los centinelas belgas les o¨ªan respirar. El amanecer despert¨® a los combatientes tutsis y hutus, que enseguida se pusieron a la tarea. La victoria parece al alcance del FPR. Son un Ej¨¦rcito disciplinado, que desprecia a los radicales hutus que, ampar¨¢ndose en la mayor¨ªa (85% de la poblaci¨®n) han cometido, esta vez, las mayores atrocidades.
Como la de la iglesia de Musha, en el poblado de Gikor¨®, donde el croata Danko Litric y el esloveno August Horvat, los dos sacerdotes cat¨®licos, hab¨ªan logrado crear desde hace seis a?os una especie de Yugoslavia bien avenida en Ruanda. Result¨® un pavoroso fiasco. Los dos curas, encerrados en la casa de la parroquia desde la tarde del mi¨¦rcoles, no pueden ocultar la amargura, las l¨¢grimas, el pavor. Ah¨ª, a la puerta de su humilde iglesia de ladrillos amarillos, est¨¢n tendidos los inocentes, sus feligreses.
"Imposible contarlos", dice el padre Horvat estrangulando una l¨¢grima que se le escapa por el rabillo del ojo. Sentado en el suelo de la furgoneta, escoltado por la artiller¨ªa italiana, huye de su cosecha. ?l no quer¨ªa que fuera de sangre, pero ah¨ª est¨¢n todos. Decenas de cad¨¢veres que, es cierto, no se pueden contar. Ni?as con la boca congestionada en un ¨²ltimo racimo de dolor, ni?os en posturas inveros¨ªmiles, ancianos despedazados, mujeres con el cr¨¢neo abierto. Aqu¨ª hay un brazo que ha perdido a su cuerpo, aqu¨ª restos de una mano. Abrazados, entrelazados, amontonados en una huida que no les llev¨® a parte alguna. Una muchedumbre destrozada. Un campo de cad¨¢veres, con zapatos hu¨¦rfanos, porque tambi¨¦n en Ruanda los muertos pierden los zapatos en el camino al m¨¢s all¨¢. El padre Litric, que logr¨® contactar con el contingente italiano para pedir auxilio, s¨ª tiene la cifra: 1.180 muertos. Adem¨¢s de en la iglesia y en el atrio, el centro cultural de Musha y una casa de C¨¢ritas se convirtieron en albergue de la muerte.
Dentro de la iglesia, la piedad ha huido un poco m¨¢s. Las moscas revoloteaban sobre los cuerpos inm¨®viles que hab¨ªan formado una especie de pira alrededor del altar, como si en el ¨²ltimo momento hubieran buscado una ayuda que no les pudo llegar. "Han sido los hutus. Todos los muertos son tutsis", dice el padre Horvat, que dice adi¨®s a los que quedan con una mano incapaz de bendecir. Como si ya fueran incapaces de llorar. Igual que el grupo de muchachos que, sentados al otro lado de la calle de la matanza, frente a la iglesia, con mazas y varas entre las piernas, contemplan en silencio a los italianos, que se muerden los labios y maldicen tanto horror. Pasa un Toyota cargado de guerreros en camiseta, y un cabo con una ametralladora pesada tiene que escupir para no pagar brutalidad con m¨¢s brutalidad. "Mira que no poder hacer nada contra esos bestias. Porque ¨¦sos han sido".
En medio del mar de sangre, ropa, miembros, cuerpos que gritan en silencio una oraci¨®n por Ruanda, un brazo se mueve. Es, un arco lento. De la masa violeta, y escarlata, asoma un brazo desnudo como un n¨¢ufrago perdido en el oc¨¦ano. "No podemos hacer nada. No es nuestro cometido", dice el comandante italiano. Al cabo de un rato, el brazo hace el camino inverso. Como una se?al silenciosa, una contrase?a para alguien que no quiere ver. Insisto ante los soldados, pero nadie mueve un dedo. Cuando regresamos de rescatar a un sacerdote belga en el pueblo de Umudugudu, el brazo se ha quedado por fin quieto, enhiesto, como el asta de una bande invisible. Y es que a los muertos ya no les quedan enemigos ni a las v¨ªctimas mas tormentos. Entonces se desata un viento tropical y rompe a llover contra las pistas de tierra y los campos de Ruanda.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.