Para¨ªsos letales
Es posible que la apresurada glorificaci¨®n p¨®stuma del cantante Kurt Cobain devuelva a las drogas una parte del prestigio cultural que disfrutaron desde- la mitad de los setenta, cuando parec¨ªa que no fumar hach¨ªs era una contumaz decisi¨®n reaccionaria, y que la hero¨ªna, cantada por Lou Reed y los Rolling e investida de una tenebrosa literatura por William Borroughs, era un atributo del genio, un rasgo admirable y terrible de las perdiciones m¨¢s resplandecientes. Me acuerdo de la portada que tuvo en Espa?a aquella novela irrespirable de Burroughs, Junkie o Yonqui, en la que muchos le¨ªmos por primera vez esa siniestra palabra: se ve¨ªa un antebrazo desnudo y una aguja hipod¨¦rmica hinc¨¢ndose en ¨¦l. Entonces todo aquello parec¨ªa ex¨®tico, incluso literario. Se aseguraba que bajo los efectos de la marihuana y del hach¨ªs pod¨ªan escribirse p¨¢ginas geniales: sin el opio -y sin el alcohol-, Allan Poe no habr¨ªa escrito sus mejores cuentos; sin la hero¨ªna, Janis Joplin, Jimi Hendrix y Jim Morrison no habr¨ªan alcanzado las maravillas de desgarrada emoci¨®n que nos estremec¨ªan al escuchar sus canciones. Las drogas eran para la m¨²sica pop lo que hab¨ªa sido la absenta para la poes¨ªa de Verlaine o de Rub¨¦n Dar¨ªo, el fuego del genio, la energ¨ªa simult¨¢nea de las iluminaciones y la destrucci¨®n. En una canci¨®n de Lou Reed, Waiting for my man, la espera y la b¨²squeda del traficante se convert¨ªa para el adicto en un tormento parecido al de las incertidumbres del amor. En Madrid, creo que en 1980, Lou Reed se inyect¨® una dosis de hero¨ªna delante del p¨²blico enaltecido de un concierto.
No quiero imaginar a qu¨¦ lapidaci¨®n p¨²blica se habr¨ªa arriesgado entonces quien hubiera tenido el valor, o la simple decencia, de afirmar que aquella exhibici¨®n era una salvajada. Eran los tiempos en que una parte de la clase intelectual espa?ola hab¨ªa descubierto el romanticismo de las drogas y de la delincuencia, as¨ª como las virtudes del trasnoche alcoh¨®lico. Para ser alguien no bastaba con escribir o pintar o dirigir pel¨ªculas: para ser alguien de verdad hab¨ªa que emborracharse cada noche con una perfecta regularidad funcionarial, divagando hasta la madrugada, con un progresivo espesor en la lengua y un radicalismo a cada minuto m¨¢s feroz en las opiniones y en los ademanes. Las noches cultas de las ciudades estaban pobladas de profetas, de iluminados y de genios que conversaban sin o¨ªrse, y que tampoco se ve¨ªan con claridad los unos a los otros, por culpa de las turbiedades del alcohol y del humo, pero casi todos eran genios de la botella, y a la ma?ana siguiente se despertaban con resaca y sin recordar ninguna de las genialidades que hab¨ªan dicho, y dejaban ya para otro d¨ªa el comienzo del cuadro, la pel¨ªcula o la novela genial sobre la que hab¨ªan estado disertando la noche anterior.
Del hecho evidente de que Faulkner y Scott Fitzgerald fueron grandes novelistas alcoh¨®licos se deduc¨ªa absurdamente que para ser novelista hab¨ªa que ser alcoh¨®lico: por los bares nocturnos suelen deambular zombies que lograron la maestr¨ªa en lo segundo, sin aproximarse a lo primero ni de lejos. La adicci¨®n a la hero¨ªna de Lou Reed o Eric Clapton parec¨ªa no una desgracia que estuvo a punto de destruirlos a los dos, sino una prueba de las virtudes creativas que la hero¨ªna despertaba. Charlie Parker y Billie Holiday hab¨ªan sido notoriamente borrachos y yonquis: el cad¨¢ver hinchado de Parker, muerto a los 35 a?os, parec¨ªa el de un viejo cuando le hicieron la autopsia. ?No era su muerte prematura, su destrucci¨®n anticipada, el testimonio definitivo de su genio, de su superioridad sobre quienes vivieron y siguieron tocando muchos m¨¢s a?os que ¨¦l?
Casi al final de su vida, Charlie Parker o¨ªa con horror a muchos j¨®venes m¨²sicos que le confesaban haberse hecho heroin¨®manos por una voluntad apasionada de parecerse lo m¨¢s posible a ¨¦l. El gran Dizzy Gillespie, que fue su amigo y su c¨®mplice y cuyo talento en modo alguno era inferior al de Parker, montaba en c¨®lera cada vez que alguien reiteraba en su presencia el romanticismo insalubre del alcohol y de las drogas: a los setenta y tan tos a?os, Dizzy era un hombre laborioso y jovial que tocaba la trompeta con energ¨ªa espl¨¦ndida casi todas las noches, y que llevaba su vida entera desmintiendo, con sus palabras y su m¨²sica, la leyenda s¨®rdida de la alianza entre la hero¨ªna, el alcohol y el jazz. Por supuesto que Billie Holiday se inyectaba cualquier cosa y beb¨ªa hasta derrumbarse: pero si no lo hubiera hecho, su voz no habr¨ªa sido tan pat¨¦tica en los ¨²ltimos discos, tan rota y lamentable como esas ¨²ltimas fotograf¨ªas que alimentan devociones morbosas, cuando s¨®lo deber¨ªa despertar la piedad que merece todo enfermo muy grave.
Parece, sin embargo, que al gunos lugares comunes son indestructibles. Ahora, Clapton y Reed vuelven convertidos en hombres maduros, aseados y serenos, ya que tuvieron la voluntad o el dinero necesarios para salvarse de los infiernos donde otros sucumbieron. Ahora la hero¨ªna es una rutina ria y sucia danza de la muerte que pudre las zonas de sombra de las ciudades, y el alcohol una epidemia salvaje que deja un rastro de v¨®mitos y de adolescentes tirados por las aceras cada fin de semana. Pero yo observo que algunos literatos vuelven a esgrimir la borrachera como un rasgo de talento y de audacia, y que en los elogios p¨®stumos de ese cantante que acaba de suicidarse, la hero¨ªna casi adquiere otra vez su desacreditada belleza de signo del martirio. En una fotograf¨ªa en color y a toda p¨¢gina, este peri¨®dico muestra a Kurt Cobain disfrazado de mendigo borra cho, con las rodillas flojas y una botella en la mano, envuelto en harapos que supongo de lujo: si ¨¦sta es la clase de nuevo hero¨ªsmo que se nos avecina, los yonquis que uno ve deambular como muertos vivientes, y los adolescentes que se intoxican con ginebra de garrafa y vino pele¨®n en tetrabrik las noches de los viernes, no atestiguan un desastre contra el que nadie hace nada, sino la pujanza de nuestra vitalidad cultural.
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