La trampa posmalthusiana
Existen abundantes indicios, tan recientes como innecesarios de recordar, que parecen apuntar en una misma direcci¨®n: la inminente voluntad pol¨ªtica de controlar el crecimiento del Estado del bienestar. Es cierto que este recorte es denunciado desde hace tiempo por las cavernas antigubernamentales de izquierda y derecha: y con tanta insistencia que, como en el cuento del pastor y el lobo, ya no podemos creerlo. Pero puede que esta vez vaya en serio. Supongamos por un momento, a t¨ªtulo de hip¨®tesis, que fuese as¨ª: ?qu¨¦ razones podr¨ªan conducir a un Gobierno a hacerse semejante haraquiri electoral? Cabe pensar, si nos ponemos en plan maquiav¨¦lico (como suele hacer la concepci¨®n conspiratoria de la historia), que, al desaparecer con el fin de la guerra fr¨ªa las razones que aconsejaron al capitalismo extender la concesi¨®n de los derechos sociales a toda la poblaci¨®n trabajadora (con la esperanza de que ¨¦sta prefiriese la socialdemocracia domesticada al comunismo revolucionario), ya no le resulta necesario seguir haci¨¦ndolo m¨¢s, puesto que el fantasma del comunismo ha desaparecido y ya no hay miedo a que el pueblo proteste o se rebele; por lo tanto, ?a qu¨¦ fin seguir soborn¨¢ndole con tan car¨ªsimos como in¨²tiles derechos sociales? En efecto, el Estado del bienestar naci¨® tras el fin de la II Guerra Mundial, y lo hizo tanto para paliar la posguerra, previniendo keynesianamente la reaparici¨®n de crisis depresivas, como para desarmar ideol¨®gicamente al adversario socialista de la naciente guerra fr¨ªa: por lo tanto, vencido y superado el socialismo real, ?por qu¨¦ no descafeinar del todo una socialdemocracia tan r¨ªgida y costosa como ya felizmente innecesaria? Este maquiavelismo es desde luego veros¨ªmil, pero si no se sostiene es por razones electorales: puesto que los votantes tienen poder de veto, nunca permitir¨ªan el recorte de sus derechos adquiridos. Por lo tanto, el gobernante que se propusiese (por las razones que fuese) llevar a cabo el recorte deber¨ªa estar tambi¨¦n dispuesto a suicidarse pol¨ªticamente. Lo cual, sin embargo, tampoco es descartable. Imaginemos alguien que, tras lustros de gobernar victoriosamente, decide retirarse de la pol¨ªtica asumiendo el coste de controlar el Estado del bienestar, a sabiendas de que un gobernante normal no puede hacerlo por razones electorales, pero sabiendo tambi¨¦n que alguien tiene que hacerlo, dado que as¨ª lo exigir¨ªa la realidad social. Pero ?es cierta esta necesidad? En este sentido, el principal argumento aportado es la llamada crisis fiscal del Estado del bienestar, cada vez m¨¢s veros¨ªmil conforme crece el envejecimiento poblacional. Por lo dem¨¢s, si reconocemos la creciente mundializaci¨®n del comercio, advertiremos que los Estados protectores europeos ya no pueden competir con las ciudades-Estado de la cuenca del Pac¨ªfico, que vac¨ªan nuestros mercados de trabajo a fuerza de dumping social. Por lo tanto, hay que reducir costes: y quiz¨¢ deba comenzarse por controlar ese lujo cada vez m¨¢s insostenible que representar¨ªan los derechos sociales. Pero a¨²n hay algo m¨¢s, pues es posible que exista una especie de trampa malthusiana (o posmalthusiana, si recordamos que la trampa de Malthus s¨®lo se da en los inicios del desarrollo econ¨®mico), capaz de agotar los recursos econ¨®micos de una sociedad por el crecimiento excesivamente insoportable de sus gastos sociales.
La trampa malthusiana cl¨¢sica, que es la trampa premoderna de la pobreza, se da cuando los excedentes econ¨®micos (alimentaci¨®n incluida) crecen a menor velocidad (por ejemplo, en progresi¨®n aritm¨¦tica) que la poblaci¨®n (que crecer¨ªa en progresi¨®n geom¨¦trica). Es sabido que Europa escap¨® de esa trampa, e inici¨® el desarrollo econ¨®mico asociado a la revoluci¨®n industrial, gracias al modelo europeo del matrimonio (elevad¨ªsimo celibato y muy tard¨ªas nupcias) que permiti¨® controlar el crecimiento de la fecundidad. Pues bien, una vez completado el desarrollo econ¨®mico posindustrial, y cuando ya nos hall¨¢semos en una sociedad plenamente desarrollada (o posmoderna), la trampa posmalthusiana volver¨ªa a plantearse de nuevo por envejecimiento demogr¨¢fico.
Sin embargo, el c¨ªrculo vicioso ya no se establecer¨ªa ahora entre poblaci¨®n y recursos, sino esta vez entre derechos sociales y excedentes econ¨®micos: cuanto m¨¢s crece la econom¨ªa (por ejemplo, en progresi¨®n aritm¨¦tica), a m¨¢s velocidad crece todav¨ªa la demanda de derechos sociales (casi en progresi¨®n geom¨¦trica). Pero la consecuencia ser¨ªa la misma: el bloqueo y colapso del crecimiento econ¨®mico, pues todo el excedente generable deber¨ªa consumirse en costear el insaciable crecimiento de los gastos sociales (sin resto de ahorro productivamente reinvertible). Por lo tanto, para romper este c¨ªrculo vicioso, capaz de ahogar toda nuestra capacidad de crecimiento, resultar¨ªa preciso encontrar alguna soluci¨®n pol¨ªtica (equivalente al modelo europeo de matrimonio) que nos permitiera escapar del callej¨®n sin salida.
?Por qu¨¦ crecen a mayor velocidad los gastos sociales que los excedentes econ¨®micos necesarios para costearlos? Sobre todo, porque los derechos sociales son considerados por los ciudadanos como si fuesen derechos individuales (cuando no lo son); esta perversa privatizaci¨®n de los derechos sociales hace que la demanda individual de m¨¢s y mejores derechos sociales resulte literalmente insaciable. Todos y cada uno de los ciudadanos demandan m¨¢s y mejor educaci¨®n, m¨¢s y mejor sanidad o m¨¢s y mejor jubilaci¨®n, a cuyas prestaciones p¨²blicas se creen con leg¨ªtimo derecho personal.
Aparece as¨ª la tragedia de los bienes p¨²blicos (Olson) o comunales (Hardin), que se agotan inexorablemente conforme van siendo crecientemente explotados por sus consumidores individuales; y esto sucede tanto en los ecosistemas naturales como en las autopistas, los hospitales, la seguridad social o las universidades. As¨ª, cada ciudadano privado, en nombre de sus derechos individuales, se comporta como un free rider (par¨¢sito racional que se apropia de los beneficios colectivos sin contribuir a costearlos), explotando en su propio inter¨¦s los derechos sociales ajenos. ?ste es, por ejemplo, el caso de la ense?anza superior (costeada por los impuestos que pagan todos los asalariados, pero disfrutada s¨®lo por una minor¨ªa de privilegiados), como perversa ilustraci¨®n de la par¨¢bola que san Mateo atribuy¨® a Jesucristo: "A quien tiene m¨¢s se le dar¨¢, y a quien no tiene todo le ser¨¢ quitado".
Esta confusi¨®n entre derechos individuales y sociales es demasiado tr¨¢gica para tolerarla tan a la ligera como se hace. Los derechos individuales son derechos de actuaci¨®n (de expresi¨®n, voto, asociaci¨®n, etc¨¦tera), que implican la no intervenci¨®n del Estado (dado que no los puede prohibir), mientras los derechos sociales son derechos a la percepci¨®n de bienes p¨²blicos (a la educaci¨®n, la salud, la jubilaci¨®n, etc¨¦tera), que exigen la necesaria intervenci¨®n del Estado para procurarlos (mediante pol¨ªticas redistribuidoras de igualdad de oportunidades). Pero la tragedia reside en que los derechos individuales s¨ª pueden universalizarse absolutamente, dado que son reconocidos a todos por un solo acto estrictamente jur¨ªdico, mientras con los derechos sociales esto no resulta posible, pues cada reconocimiento particular exige costosos actos econ¨®micos.
Todos tenemos igual derecho individual a votar, pero no todos tenemos igual derecho social a recibir atenci¨®n sanitaria gratuita: los pobres tienen m¨¢s derecho que los ricos, y los enfermos m¨¢s derecho que los sanos. Y el que a un accidentado se le proporcione una silla de ruedas no implica que haya que hacerlo tambi¨¦n con todos los dem¨¢s sujetos ilesos. De ah¨ª la imposibilidad de universalizar los derechos sociales, pues mientras s¨ª resulta posible universalizar la protecci¨®n frente al riesgo (de accidente o enfermedad), socializando colectivamente el coste de su probabilidad de ocurrencia individual, no resulta posible hacerlo con
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aquellas oportunidades de ¨¦xito (como la educaci¨®n superior, por ejemplo) que generan ventajas comparativas en los procesos de selecci¨®n social.
Esta desgraciada confusi¨®n pol¨ªtica entre derechos individuales y sociales adquiere particular gravedad en la cuesti¨®n de la jubilaci¨®n. El sistema de financiaci¨®n por reparto implica hacer de la protecci¨®n a la vejez un derecho social que no puede universalizarse y que debe reservarse a aquellas situaciones de carencia que precisen protecci¨®n frente al riesgo. El repartir o no, a qui¨¦n hacerlo y por cu¨¢nto son cuestiones pol¨ªticas que s¨®lo pueden decidirse y revisarse por mayor¨ªa parlamentaria, por lo que deben consistir en pensiones no contributivas que exigen redistribuci¨®n de la renta: algo s¨®lo financiable con cargo a impuestos.
En cambio, el sistema de financiaci¨®n por capitalizaci¨®n conlleva considerar la jubilaci¨®n como un derecho individual universalizable, que permite ahorrar una cuota de los ingresos personales para invertirla a largo plazo y poder percibirla en la vejez multiplicada proporcionalmente. Pero siendo un derecho personal, individualmente adquirido, el Estado no puede recortarlo ni repartirlo, limit¨¢ndose a reconocerlo y administrarlo (raz¨®n por la cual estas pensiones no pueden ser financiadas con cargo a impuestos, al ser s¨®lo producto acumulado de la cotizaci¨®n personal).
Estas dos modalidades, la cat¨®lica de reparto del rancho com¨²n, y la protestante del autista merecimiento, pueden combinarse para multiplicar sus respectivos efectos de redistribuci¨®n igualitaria (la cat¨®lica) y de incentivaci¨®n del propio esfuerzo (la protestante). Pero nunca deben confundirse entre s¨ª (como sucede al reivindicar como un derecho individual la universalizaci¨®n del reparto), so pena de que la trampa posmalthusiana estalle.
Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociolog¨ªa de la Universidad Complutense.
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