El abrazo de la lectura
El libro se abre ante nosotros como se abre de piernas la amante entregada y posesiva. Como abren los brazos para acogernos el amigo y el familiar.En mi prehistoria se abrieron para m¨ª los brazos diminutos, d¨¦biles y sucios de los primeros cuentos de calleja. Ya entre ellos se observaban diferencias sociales. Los m¨¢s baratos cab¨ªan en la palma de la mano, su letra era casi ilegible y ten¨ªan las mejillas manchadas de tiznones como de carb¨®n o de tinta de escribir palotes, curvas y garrotes. No parec¨ªan pensados para que los leyeran los ni?os, sino las abuelitas, desoj¨¢ndose, al borde de la cuna. En cambio, los m¨¢s caros, en octavo, se le¨ªan con facilidad y ten¨ªan letras de oro en la portada.
Vinieron despu¨¦s los libros de aventuras. Cuando a¨²n no se ha llegado a la adolescencia, cuando a¨²n no nos han amaestrado y no nos han inyectado en el cerebro la suficiente cantidad de resignaci¨®n, nos asombra dolorosamente la monoton¨ªa de la existencia. ?C¨®mo es posible -se pregunta el ni?o-, haber pasado ocho a?os padeciendo esta s¨®rdida repitici¨®n cotidiana?. Los libros de aventuras, con su mentira piadosa, le abren las puertas de la esperanza.
Los libros escondidos. Los libros secretos. Hay que tenerlos debajo de los libros de texto. Leerlos cuando no nos ven nuestros mayores o los profesores, en el colegio. Son libros de aventuras, novelas folletinescas, policiacas. Y muy pocos anos despu¨¦s -no a?os, meses-, novelas pornogr¨¢ficas. Qu¨¦ inefable placer me proporcionan esas lecturas. Aldous Huxley dijo: "una org¨ªa real nunca excita tanto como un libro pornogr¨¢fico". Y con esto no intento sugerir a nadie que abandone las org¨ªas.
Pero tambi¨¦n el libro tiene enemigos entre los de su propia especie. En mi caso personal, fueron los libros de texto del bachillerato. Qu¨¦ repulsi¨®n, qu¨¦ aversi¨®n me inspiraron. Odio al libro, odio a la lectura, odio al conocimiento. Por fortuna, hab¨ªa en Madrid much¨ªsimos puestecillos callejeros en los que vend¨ªan a mitad de precio noveluchas de segunda mano, o de tercera o cuarta, sobadas y requetesobadas, noveluchas de aventuras, policiacas y tambi¨¦n verdes. Aquellos puestecillos hicieron que se conservara vivo mi amor al libro, que los catedr¨¢ticos escritores habr¨ªan conseguido asesinar. En la guerra de libros -como no puede ocurrir en las guerras de verdad-, ganaron los pobres.
Aparecieron despu¨¦s los que algunos consideran enemigos del libro: el cine, la radio, la televisi¨®n... son, es cierto, otros medios de difusi¨®n de la poes¨ªa, y tambi¨¦n de la m¨²sica y de las artes pl¨¢sticas. Pero, aunque enemigos en cierto aspecto, es dificil que derroten al libro, ni creo que pongan en ello inter¨¦s, El libro les lleva la ventaja de la corporeidad, de la cercan¨ªa. El libro lo tengo, lo poseo, puedo incluso darle achares, no mirarlo, no leerlo y, sin embargo, conservarlo. No es ef¨ªmero. Puedo tambi¨¦n tenerlo en las manos, acariciarle el lomo como a un perro amigo, hojearlo, sobarlo, puedo besar algunos de sus renglones si me han conmovido. Tanto si es un libro lujoso, encuadernado en suave piel, como si es un libro popular, de los que se doblan y se pliegan sumisos para ser leidos en la cama, con los que uno puede acostarse sin muchas dificultades ( ... )
Echo una mirada a la biblioteca. Cu¨¢ntos libros en ella que ha devorado el olvido. Y cu¨¢ntos que ya no podr¨¦ leer. Quiero decirles a esos libros que no leer¨¦ nunca, que no se sientan despreciados. S¨ª s¨¦ que no los leer¨¦ es porque estoy en esa edad en la que al tiempo se le ve volar como a un gorri¨®n asustado, en la que se nos escapa como agua en un cesto, en la que huye como algunos queridos recuerdos. Pero al decir adi¨®s, que un libro me abra sus brazos y repose sobre mi pecho.
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