Actualidad de las estatuas
Antes de llegar al paseo de Recoletos, los descomunales bronces neum¨¢ticos de Botero ya se hab¨ªan posado en dos de las avenidas m¨¢s selectas del mundo, los Campos El¨ªseos de Par¨ªs y la Park Avenue de Nueva York, pero ha sido solo en Madrid donde se ha levantado un conato de mot¨ªn contra ellos. En Park Avenue, con su gigantismo de rascacielos y su trepidaci¨®n de especuladores financieros y de multimillonarios que viven m¨¢s fortificados que se?ores feudales en las torres de apartamentos, es muy probable que las estatuas de Botero pasaran desapercibidas, o que al menos. perdieran la parte m¨¢s ostensible de su monumentalidad. En cuanto a la avenida de los Campos El¨ªseos, es tan ancha, tan triunfal, tan escenogr¨¢fica, tan poblada de arboledas y de tiendas de lujo, que no hay estatua que no se vuelva trivial y hasta invisible en ella, o que no quede aplastada comparativamente por el tama?o del Arco de Triunfo, de modo que es posible que esos gordos que ahora tanto enigman a los taxistas de Madrid quedaran reducidos en los Campos El¨ªseos a una escala de decoraci¨®n interior con aspiraciones de manufactura art¨ªstica.En la plaza de Cibeles, sin embargo, en el paseo de Recoletos, las estatuas de Botero adquieren una magnitud de hinchados artefactos a¨¦reos o de hongos mutantes, y se interponen ostentosamente entre la mirada y el paisaje ilustrado y horizontal que tiene esa parte de la ciudad, en la que por cierto ya hay una poblaci¨®n admirable de estatuas, capitaneada o presidida por la figura flaca y arrogante de don Ram¨®n del Valle-Incl¨¢n, que, comparado con las diosas peponas de Botero, parece m¨¢s flaco y ermita?o todav¨ªa, m¨¢s caminante hambriento y glorioso por Madrid, por el Madrid fantasma de las estatuas y de los muertos antiguos.
Es rara, si uno lo piensa, esa pasi¨®n universal por las estatuas, por erigirlas o por derribarlas, por levantarles pedestales para que presidan plazas en las que, sin embargo, casi nadie las mira, o por someterlas al escarnio de los martillazos y las mutilaciones. Parece que en la Roma imperial era tan desmesurado el n¨²mero de estatuas que se aproximaba mucho al de ciudadanos reales, y quedaba tan poco espacio disponible y eran tantos los poderosos que aspiraban a la notoriedad del bronce y del m¨¢rmol que de vez en cuando las autoridades proced¨ªan a una eliminaci¨®n sistem¨¢tica y selectiva de ellas. En tiempos de confusi¨®n pol¨ªtica, las estatuas de los emperadores se fabricaban con la cabeza desmontable, de modo que la perd¨ªan al mismo tiempo que era decapitado el modelo real, haciendo m¨¢s barata y r¨¢pida la sustituci¨®n.
De todos los agasajos del poder absoluto, el que m¨¢s complace a los tiranos parece ser el de las estatuas, que multiplican su n¨²mero y aumentan su tama?o al mismo ritmo que crece la megaloman¨ªa del que manda y la indignidad de sus aduladores. En las alucinantes avenidas desiertas de Pyong Yang, las estatuas gigantes del dictador octogenario Kim II Sung levantan frente a nadie un gesto de admonici¨®n y amenaza. Lo primero que hacen las multitudes sublevadas es derribar las estatuas de las plazas p¨²blicas: a lo largo de toda la Europa del Este, desde la ca¨ªda del muro de Berl¨ªn, se ha venido produciendo un cataclismo gradual de estatuas, una mortandad de h¨¦roes y tiranos esculpidos una epidemia que despoblaba las plazas y los pedestales de figuras inm¨®viles, de ce?udos y oratorios gigantes, de soldados herc¨²leos con bayonetas: y espadas, con hoces y martillos y antorchas. El fascismo y el estalinismo, que ampliaron a una escala industrial las crueldades y las arbitrariedades de la dominaci¨®n pol¨ªtica, agrandaron tambi¨¦n a la misma escala monstruosa las dimensiones de las esculturas, como si de ese modo quisieran establecerlas indestructiblemente en la eternidad. A los pueblerinos medrosos que a principios de los setenta ¨ªbamos gregariamente de excursi¨®n al Valle de los Ca¨ªdos, el tama?o de las figuras de los evangelistas que hay al pie de la cruz nos abrumaba y nos somet¨ªa con todo el peso mineral del r¨¦gimen de Franco.
Pero tambi¨¦n hay estatuas civilizadas y razonables, igual. que hay pa¨ªses y personas que lo son, y uno de los placeres de caminar por una ciudad es el placer de descubrir sus estatuas p¨²blicas, especialmente las estatuas del siglo XIX, los literatos mis¨¢ntropos y pensativos y los tribunos con levita, los militares a caballo, que suelen tener un aire menos de arrogancia que de reflexi¨®n o de melancol¨ªa, las jamonas aleg¨®ricas que representan el Comercio o las Bellas Artes o la Navegaci¨®n o la Posteridad. El aficionado a las ciudades colecciona con la misma atenci¨®n las estatuas y las arquitecturas que va encontrando en sus caminatas: yo recuerdo la estatua de Soren Kierkegaard. sobre la fachada de una iglesia de Copenhague, la de Balzac en el patio del Museo de Arte Moderno de Nueva York, la de Fernando Pessoa junto al caf¨¦ A Brasileira de Lisboa, la estatua ecuestre del general Robert Lee rodeada de nieve en un parque de Virginia y la del libertador Artigas en la plaza de la Independencia de Montevideo, la estatua solemne y triste de don Benito P¨¦rez Gald¨®s en el parque del Retiro. Me acuerdo de estatuas que no he visto nunca, como la de Carlos Marx en el cementerio londinense de High Gate, y de otras que no existen, como la, estatua a caballo de Juan Mar¨ªa Brausen en la ciudad inventada de Santa Mar¨ªa, o la del soldado de la Confederaci¨®n en el Jefferson de William Faulkner.
Las estatuas representan la actualidad del pasado, y cuando las sublevaciones las derriban es para sepultarlas en los vertederos del olvido, pero en el Madrid de ahora hay estatuas que tambi¨¦n anuncian amenazadoramente el porvenir. El. alcalde de clara con una beatitud perfectamente boteril que una de las esta tuas de Botero se quedar¨¢, en la ciudad, y mientras tanto avanza el proyecto, tambi¨¦n municipal, de erigir en el Retiro un monumento a la Sant¨ªsima Virgen. La est¨¦tica de la izquierda gubernamental ha oscilado en la ¨²ltima d¨¦cada entre el populismo m¨¢s inepto y la m¨¢s vacua vanguardia: la derecha que se nos avecina no parece proponer m¨¢s innovaciones que las mantecosidades abotijadas de Botero y el revival de la devoci¨®n mariana.
Babelia
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