Siberia quiere algo en que creer
Los ra¨ªles del Transiberiano corren entre las ruinas de un imperio y las sombras de un nuevo pa¨ªs incierto
Las ruinas del imperio sovi¨¦tico y los cimientos de un nuevo orden a¨²n dificil de identificar se funden desordenadamente en la ruta que se extiende a ambos lados del ferrocarril transiberiano cuando el tren deja atr¨¢s la ciudad de Irkutsk, en las cercan¨ªas del lago Baikal, y se pierde en el este de Siberia, a lo largo de las fronteras con Mongolia y China.El tren, que tarda una semana en ir de Mosc¨² a VIadivostok, est¨¢ casi vac¨ªo. Esta es una ¨¦poca dif¨ªcil incluso para los chelnoki, los comerciantes que vienen y van con gigantescos fardos, trayendo ropa barata desde China y llevando sierras y utensilios de aplastar ajos desde Rusia. El negocio de los ¨²ltimos a?os ha ido menguando por los nuevos aranceles de importaci¨®n rusos y por las tarifas de transporte encarecidas. Adem¨¢s, las autoridades rusas tratan de contener la invasi¨®n de vecinos asi¨¢ticos con un r¨¦gimen de visados m¨¢s severo.
Entre Irkutsk y Chit¨¢, ciudad fundada por cosacos y que fue centro del exilio de los decembristas en el siglo XIX, hay casi una jornada de ferrocarril. En el camino est¨¢ Ul¨¢n Ud¨¦, la capital de la Rep¨²blica de Buriatia, donde la resistencia sovi¨¦tica se plasma en una gigantesca cabeza de Lenin. La cabeza, de rasgos orientales, est¨¢ en la plaza central. En las fachadas hay letreros que invitan a la emulaci¨®n socialista y a la compra de acciones en los nuevos fondos de inversi¨®n.
En la estaci¨®n de Ul¨¢n Ud¨¦ aguarda Valentina, una contable con 150.000 rublos de sueldo mensual que regresa a Vladivostok en tren porque no puede pagar los 250.000 rublos del billete de avi¨®n. Su amiga, Nadia, una ingeniera de una f¨¢brica militar, est¨¢ en paro, aunque figura en n¨®mina con un salario de 45.000 rublos. Su marido, tornero, no cobra desde hace tres meses. "No s¨¦ para qu¨¦ lucharon nuestros padres", afirma Nadia, que no se decide a seguir el ejemplo de mujeres como Galia. Esta compra y vende bonos de privatizaci¨®n y cambia d¨®lares en el mercado de Ul¨¢n Ud¨¦, adonde tambi¨¦n han llegado (a 5.000 rublos el kilo) los pl¨¢tanos de Ecuador que invaden el ¨²ltimo conf¨ªn de Rusia.
Galia es esposa de un oficial sovi¨¦tico que luch¨® en Afganist¨¢n. Con ¨¦l estuvo dos a?os en Polonia y tres en la Rep¨²blica Democr¨¢tica Alemana. "Leipzig s¨ª que era una ciudad", exclama.
En la estaci¨®n de Ul¨¢n Ud¨¦ est¨¢ tambi¨¦n Nikol¨¢i, de 19 a?os, que mata el tiempo con un libro de Jack London. Nikol¨¢i es un soldado profesional desde que, al t¨¦rmino de su servicio militar, firm¨® un contrato de tres a?os con el Ej¨¦rcito. No quiere volver a la f¨¢brica donde trabajaba de fresador. En el Ej¨¦rcito hay m¨¢s orden y le dan 150.000 rublos de sueldo.
"Son muchos los que quieren quedarse, pero no a todos los admiten", afirma.
Los pocos pasajeros que visitan el vag¨®n restaurante lo hacen con las maletas a cuestas. Tienen miedo a que les roben, aunque el Transiberiano, seg¨²n dice uno de los ferroviarios, es m¨¢s seguro que el expreso de Novosibirsk a Adler (en el mar Negro), que va escoltado por una patrulla del OMON, (las tropas de intervenci¨®n especial).
En el pasillo del vag¨®n, Nikol¨¢i, un soldado, profesional, fuma y ve desfilar un paisaje de colinas que no hab¨ªa contemplado antes. Siempre hab¨ªa viajado en avi¨®n, pero esta vez, tras enterrar a su madre en Novosibirsk, el billete no estaba a su alcance.
En el vag¨®n viaja Anatoli Pasjov, un fiscal de instrucci¨®n que se queja de la confusa legislaci¨®n vigente, en parte obsoleta y en parte por desarrollar. El aumento de los delitos y asesinatos ha multiplicado por diez el trabajo de PasJov, cuyo sueldo, afirma, no puede compararse al de los compa?eros de la promoci¨®n que ejercen de abogados para las nuevas compa?¨ªas privadas.
A bordo del Transiberiano, Elbr¨²s Der¨¢n, un coreano de 43 a?os, huye de Tayikist¨¢n. Lleva documento de la Embajada rusa en Dushanb¨¦, que acredita su condici¨®n de refugiado y las "condiciones insoportables" que le obligaron a marcharse. El documento va dirigido a las autoridades de la regi¨®n de Primorie (en el Lejano Oriente ruso) para que presten ayuda a la familia de Der¨¢n. "Todos mis vecinos se han marchado, los coreanos, los t¨¢rtaros, los jud¨ªos, los rusos... He vendido la casa por cuatro perras. En la URSS est¨¢bamos m¨¢s seguros y m¨¢s tranquilos. Tayikist¨¢n es un nuevo Afganist¨¢n", exclama. En el mismo departamento viaja Lubov Istiug¨¢nova, que se dirige a Anadir, en la pen¨ªnsula de Chukotka. Istlug¨¢nova, telefonista y cabo en el Ej¨¦rcito, tampoco est¨¢ en el tren por su voluntad. Si el Ministerio de Defensa hubiera pagado sus facturas al Ministerio de Comunicaciones, Istiug¨¢nova hubiera viajando en avi¨®n y no estar¨ªa luchando con los recuerdos en las horas infinitas de tren. De la cartera saca la foto de un ni?o, su hijo. Dice que muri¨® abrasado a los cuatro a?os al incendiarse uno de aquellos televisores sovi¨¦ticos que hac¨ªan explosi¨®n con facilidad. Alexandr, un ingeniero de minas buriato, de p¨®mulos salientes y mirada dulce, consuela a Lubov:. "Ahora los televisores tienen mecanismo de seguridad".
Alexandr ha descubierto el budismo de sus antepasados y lleva una bolsita de tierra de sus lugares de origen colgada al cuello. 'Esto para m¨ª es como la cruz para ustedes", afirma. Y los compa?eros del departamento lo miran respetuosamente, porque, en las ruinas del imperio, todos buscan algo en qu¨¦ creer. Y no lo encuentran.
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