La muerte de un grande
El autor traza una semblanza de la singular personalidad humana y literaria del escritor uruguayo Juan Carlos Onetti, recientemente fallecido en Madrid, a quien conoci¨® desde sus comienzos en el periodismo del Montevideo de los a?os cincuenta Conoc¨ª a Onetti, all¨¢ por 1954 o 55, en la vieja Redacci¨®n del diario Acci¨®n, dirigido por Luis Batlle Berres, un gran estadista uruguayo a quien a?os despu¨¦s dedicar¨ªa su novela El astillero. De ¨¦l recogi¨® la narraci¨®n que luego transform¨® en el formidable cuento El infierno tan temido, construido sobre una historia de un funcionario de la radio que tambi¨¦n dirig¨ªa don Luis.
Onetti ven¨ªa de Buenos Aires, donde hab¨ªa trabajado a?os en Reuter y escrito sus primeros trabajos literarios. Un transitorio pasaje por Montevideo, en 1939, le trajo a la jefatura de Redacci¨®n de Marcha, donde ejerc¨ªa -seg¨²n sus palabras- "el alacraneo literario, nacionalista y antiimperialista, claro... sobre la inexistente literatura nacional". Marcha fue un legendario semanario, de honda huella en la vida cultural uruguaya -y rioplatense-, donde se ejerc¨ªa con un rigorismo casi fan¨¢tico la cr¨ªtica literaria y art¨ªstica en general. Nada bien quedaba que un joven universitario o aspirante a intelectual no la llevara debajo del brazo, m¨¢s all¨¢ de concordar o no con un nacionalismo izquierdizante que preconizaba entonces la "tercera posici¨®n", independiente y equidistante de Estados Unidos y la Uni¨®n Sovi¨¦tica.
Pues bien, nosotros le recibimos en Acci¨®n, un diario muy militante del punto de vista pol¨ªtico. Eramos colorados y batllistas, lo que en t¨¦rminos europeos querr¨ªa decir liberal pol¨ªtico y socialdem¨®crata en el resto. Antifranquistas fan¨¢ticos, hac¨ªamos del combate a las dictaduras un cap¨ªtulo de fe, luch¨¢bamos por la industrializaci¨®n del pa¨ªs y nos consider¨¢bamos herederos de la gran tradici¨®n reformadora que hab¨ªa empezado en el pa¨ªs, a principios de siglo, don Jos¨¦ Batlle y Ord¨®?ez. Onetti no escrib¨ªa de pol¨ªtica, sino de informaci¨®n internacional, aparte de algunas notas que hac¨ªa sobre temas generales. Ven¨ªa precedido ya de una fama de escritor misterioso y de alta calidad. En Buenos Aires, sin embargo, no hab¨ªa alcanzado el gran p¨²blico. Se le consideraba un escritor para escritores. En Montevideo, comenzaba a ser un mito y contaba con la admiraci¨®n sin tasa de los j¨®venes intelectuales, el dramaturgo Carlos Maggi, el periodista Manuel Flores Mora, el cr¨ªtico ?ngel Rama (todos ellos, colaboradores de Acci¨®n), quienes le rodeaban como a un gur¨². Entre esos admiradores de aquel tiempo bien puede recordarse tambi¨¦n al cuentista Mario Arregui y al cr¨ªtico Emir Rodr¨ªguez Monegal, quien reuni¨® una vez a Onetti y Borges, que no se conoc¨ªan, en un desalentador encuentro del que no sali¨® nada parecido a una amistad.
Su figura alta, desgarbada, algo desali?ada, con un rostro taciturno, trist¨®n, enmarcado con gruesos lentes, pas¨® a ser familiar. Entraba a la Reacci¨®n con paso cansino y aire distra¨ªdo, como desapegado de la cotidianidad. Sobre la trabajaba, pero todos intu¨ªamos que era para ¨¦l un sacrificio impuesto por la necesidad. Los m¨¢s j¨®venes a¨²n, como yo entonces, hab¨ªamos le¨ªdo ya La vida breve, Los adioses y la impresionante persecuci¨®n de Para esta noche, su novela m¨¢s vinculada al tiempo de los dem¨¢s, pues fue un tributo a la lucha antitotalitaria en tiempos de la II Guerra Mundial.
Por cierto, era una figura extra?a. Su aspecto, el misterio que rodeaba su obra, su actitud alejada de cr¨ªticos y editores, todo lo ubicaba en la condici¨®n de un raro. Y, como si no faltara nada, su literatura era tambi¨¦n poco usual, por decir lo menos. Para los lectores tradicionales del r¨ªo de la Plata, acostumbrados a una narrativa donde el campo, la estancia, el gaucho, la ¨¦poca criolla, eran el gran escenario, Onetti se introduc¨ªa en la ciudad.
Para los lectores m¨¢s j¨®venes que estaban recibiendo el impacto de la fuerza selv¨¢tica de los R¨®mulo Gallegos, aquellos personajes decadentes, eternos perdedores, algo crapulosos a veces, eran una incitaci¨®n al des¨¢nimo. Se daba, adem¨¢s, como lo ha expresado muy bien Emir Rodr¨ªguez Monegal, un cierto anacronismo permanente.
En Buenos Aires Juan Carlos Onetti inaugur¨®, sin eco, una literatura que mucho despu¨¦s Ernesto S¨¢bato o Leopoldo Marechal, o en algo Julio Cort¨¢zar, retomaron , y quien era pionero qued¨® ubicado como continuador (porque no le conocieron a su tiempo).Algo parecido, dice Emir, debe de haber pasado en Venezuela con Juntacad¨¢veres, que fue relegada en un concurso ante la obra de un joven peruano de 30 a?os, Mario Vargas Llosa, que presentaba La casa verde. Es natural: ?qu¨¦ se pod¨ªa pensar de aquel nost¨¢lgico relato de malevos y prostitutas en un pueblo perdido ante la fuerza, el br¨ªo, de una narraci¨®n que nos tra¨ªa la Latinoam¨¦rica emergente? "Su anacronismo es el de todo precursor".
Por aquellos a?os se le nombr¨® director municipal de Bibliotecas y ten¨ªa despacho en un peque?o castillito de reposter¨ªa, frente al lago del montevideano parque Rod¨®. El periodismo le llev¨® a Bolivia, a la primera elecci¨®n de Paz Estensoro, y en un incidente una bala le perfor¨® su aludo sombrero gris. De todo lo cual, despu¨¦s y como siempre, se hizo una leyenda de la que nadie se re¨ªa m¨¢s que Onetti.
Quiso el destino que una desgraciad¨ªsima circunstancia (haber sido procesado en Uruguay, en tiempos de nuestra dictadura, por haber integrado un jurado que premi¨® un cuento considerado subversivo) le trajera a Espa?a y que ello le hiciera conocer en este ambiente, donde al ponerse atenci¨®n sobre su obra r¨¢pidamente se vio que se trataba de lo que hoy, al morir y despedirlo, sabemos todos: un maestro de la literatura castellana. En Madrid vivi¨® tambi¨¦n intemporalmente, como oda su vida. En un piso, en un cuarto. ?Estaba en Madrid? Bien se sabe que ni a ceremonias en su homenaje asist¨ªa. Lo mismo ocurr¨ªa en Montevideo. ?l no era un hombre adaptable f¨¢cilmente a un mundo como el nuestro. Quiz¨¢s a ninguno otro, como todos los seres excepcionales. Por so construy¨® uno propio -su ciudad ideal de Santa Mar¨ªa- y tom¨® de la vida real personajes solitarios y desgraciados para encontrar, con ternura, hilos de amor en medio de la decadencia, de la degradaci¨®n.
?l insist¨ªa en reportajes en que era un indiferente. La verdad es que fue un t¨ªmido, de ah¨ª su encierro. Pero en el fondo no fue indiferente a nada. Ni a la vida, porque de ella extrajo lo mejor de su obra. Ni a la pol¨ªtica, porque era un batllista convencido del esp¨ªritu de justicia del viejo Batlle. Ni a la amistad, porque no fue hombre de amistad f¨¢cil pero s¨ª constante. Ni a la Am¨¦rica Latina, a la que sent¨ªa. Ni a Espa?a, con la que ten¨ªa un profundo agradecimiento. Ni a¨²n a su viejo Montevideo, al cual nunca quiso volver (ni cuando reconstruimos nuestra vieja democracia y, habiendo sido electo presidente, le invit¨¦ a los actos), pero al cual retorn¨® literariamente en las dos memorables p¨¢ginas finales de Cuando ya no importe, su ¨²ltima novela y premonitorio testamento.
fue presidente de Uruguay. Es abogado y periodista.
Babelia
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