El gato y el aut¨®mata
De toda la variada, antiqu¨ªsima y creciente familia de los mendigos de Madrid -los drogadictos, los vagos, los explotadores de ni?os dormidos (deber¨ªan ir a la c¨¢rcel), los cuentistas, los arrodillados, los que no tienen para gasolina, los que han perdido el ¨²ltimo autob¨²s, los hambrientos, los tullidos y los aut¨¦nticos, los mendigos de la Biblia-, los que con todo respeto me parecen un hallazgo son los aut¨®matas: esos actores cuyo arte, tan antiguo- que se dir¨ªa de vanguardia, consiste en moverse, incluida la inmovilidad y la mudez, como mu?ecos mec¨¢nicos. En Par¨ªs hay muchos, y llevan su habilidad hasta el, arte gracias a la complicidad de innumerables camareros y taberneros que les reconocen su parte en el ¨¦xito de un happening colectivo con dos o tres siglos en cartel.En Madrid fundar la tradici¨®n les est¨¢. resultando m¨¢s dificil. Al principio, cuando alg¨²n mimo sin trabajo decidi¨® hacer eso que hab¨ªa visto en Montmartre en un viaje de fin de carrera (ingenieros), tuvo que resignarse a que lo sacaran a escobazos de los restaurantes pues los patrones se cre¨ªan que era una subespecie del cobrador del frac, contratado por la competencia con la misi¨®n de espantarles la clientela. Bien es verdad que esos primeros aut¨®matas empezaron intent¨¢ndolo en aquellos restaurantes de cotilleo que proliferaron hace unos a?os, ?recuerdan?, y, sencillos saltimbanquis, no pod¨ªan imaginar que no eran aut¨®matas de arte sutil lo que todos nosotros pretend¨ªamos ver aparecer por la puerta, sino m¨¢s bien financieros de revista, bronceados bucaneros y hero¨ªnas de telediario. Entonces se resignaron a tres o cuatro comprensivas tabernas de Malasa?a, demasiado absortas ahora en las ¨²ltimas grietas antes de la ruina absoluta y la llegada de constructores y titiriteros con mucho mejor conocimiento de los gustos del p¨²blico, y a dos o tres rincones de Callao, en la Gran V¨ªa, donde por alguna misteriosa raz¨®n todav¨ªa los dejan en paz.
Digo que los aut¨®matas son un hallazgo porque consiguen un notable equilibrio de efectos. Como mendigos ancianos, mutilados o inmigrantes, logran que nos sintamos culpables, y como int¨¦rpretes nos convierten en espectadores: consiguen as¨ª los dos objetivos de los grandes grupos de personas que piden dinero por la calle, si exceptuamos a las se?oritas del cuerpo de sanidad, a los vendedores ambulantes y a los guardias de tr¨¢fico, que de todas formas tampoco piden mucho, y menos con este calor. Los aut¨®matas consiguen la piedad debida a la desgracia ajena cuando llega a ser una maldici¨®n b¨ªblica, y tambi¨¦n la admiraci¨®n que suscitan otros artistas y notablemente los m¨²sicos, lo que raya en escandalosa injusticia como sabe cualquiera que haya intentado sacar de un viol¨ªn cualquier sonido capaz de caminar solo, aunque, sea de aqu¨ª a la puerta: desde luego tiene mucho m¨¢s m¨¦rito que permanecer quieto, por muy quieto que se permanezca, y moverse unos cent¨ªmetros en ¨¢ngulo recto en cuanto suena un duro en el platillo.
Pero en este pa¨ªs todos tenemos algo de nuestro bisabuelo ¨¦l lazarillo de Tormes y, orgullosos de nuestro linaje, no hay talento que nos impresione mucho tiempo. As¨ª nos va. Recuerdo que siempre que pasaba por Callao, el ¨²ltimo invierno, me deten¨ªa unos instantes a observar al artista de guardia, e incluso le pon¨ªa algo en su taquilla s¨®lo por la curiosidad de comprobar la perfecci¨®n de su arte, y si se hac¨ªan o no progresos en el automatismo madrile?o. (La verdad es que no se hacen demasiados). Tambi¨¦n comprobaba que el oficinista apresurado iba dej¨¢ndose en el metro la capacidad de asombro, y que el p¨²blico disminu¨ªa como un helado fuera del congelador. Pronto habr¨ªa que inventarse otra cosa.
Entonces lleg¨® la noche que no s¨¦ si salvar¨¢ a los aut¨®matas -espero que no, as¨ª no-, y en la que fue engendrado este art¨ªculo. Como siempre, me detuve a observar la estatua de la parada del metro: aunque se le notaban los trucos como a un actor de doblaje, vi pronto entre el contaminado crep¨²sculo del asfalto que dos ojos le brillaban en el hombro. Me acerqu¨¦ un poco y entonces pude distinguir, m¨¢s all¨¢ del ruido del tr¨¢fico y de la salida de los cines, a un peque?o gato de no m¨¢s de unas semanas que se agarraba del alt¨ªsimo pe?asco del hombro del muchacho subido en. la barandilla del metro, y. miraba hacia abajo como si ese fuera el l¨ªmite del mundo y estuvieran a punto de asomar los monstruos que atormetaban antes el sue?o de los marinos. Se agarraba con las u?as a la camiseta gris del actor principal, ten¨ªa los pelos de punta como los gatos de los tebeos y manten¨ªa la inmovilidad perfecta de la que su amo era incapaz. Esa noche termin¨¦ de comprender lo que es el miedo.
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