Carlota Fainberg
Antonio Mu?oz MolinaCap¨ªtulo 1
Relato deYo ya no creo que vuelva nunca a Buenos Aires -dijo con menos tristeza que melodramatismo el hombre que beb¨ªa pensativamente una Diet Pepsi a mi lado, frente al ventanal donde la nieve ca¨ªa tan espesa que no era posible ver nada, a la luz declinante de las dos de la tarde, una luz tan neutra y tan ajena a la hora del d¨ªa como la de los tubos fluorescentes que iluminaban las grandes b¨®vedas del aeropuerto- Se lo promet¨ª a mi mujer, claro est¨¢, cuando los dos nos sinceramos y se lo cont¨¦ todo. Pero tu me comprendes, el verdadero motivo no es ¨¦se. Mi mujer no es tonta, ella sabe que las oportunidades no paran de presentarse, y que un hombre por muy buena voluntad que tenga es dif¨ªcil, si es hombre, que pueda controlarse siempre. Es que no quiero estropearme el recuerdo, ?me explico? La magia de esos d¨ªas.Llevaba varias horas con ¨¦l y acababa de darme cuenta de que no sab¨ªa su nombre. Me lo hab¨ªa dicho, incluso se hab¨ªa apresurado a darme su tarjeta, antes de que nos sent¨¢ramos en los taburetes del falso bar ingl¨¦s en la terminal de tr¨¢nsitos del aeropuerto de Pittsburg, pero yo no prest¨¦ atenci¨®n, o me olvid¨¦ del nombre nada m¨¢s o¨ªrlo, y ahora me encontraba en la circunstancia absurda de estar recibiendo las confesiones sentimentales o sexuales de un desconocido que se comportaba como si fu¨¦ramos amigos de toda la vida. As a matter of fact, como dicen aqu¨ª, nos hab¨ªamos visto por primera vez hacia las once a.m., en un puesto de prensa, o m¨¢s bien ¨¦l hab¨ªa visto sobresalir del bolsillo de mi gabardina una edici¨®n atrasada del Pa¨ªs Internacional, e inmediatamente se hab¨ªa dirigido a m¨ª en espa?ol, con la seguridad absoluta, seg¨²n dijo m¨¢s tarde, de que ¨¦ramos compatriotas.
-T¨² haz caso de lo que me dice la experiencia, Claudio -yo no me acordaba de su nombre, pero ¨¦l manejaba ya fluidamente el m¨ªo- Un espa?ol reconoce a otro mucho antes de o¨ªrlo hablar, nada m¨¢s vi¨¦ndole la pinta.
Me disgust¨® que una persona tan vulgar se concediera tales prerrogativas sobre lo que ¨¦l llamaba mi pinta: si alguien as¨ª me identificaba tan r¨¢pidamente como compatriota suyo, era que tal vez yo compart¨ªa sin darme cuenta una parte de su vulgaridad, de su ruda franqueza espa?ola. Tambi¨¦n debo a?adir que con los a?os me he acostumbrado a las formalidades y a las reservas de la etiqueta acad¨¦mica norteamericana, y que ya me siento inc¨®modo, o m¨¢s exactamente, embarrassed, ante cualquier despliegue excesivo de simpat¨ªa. Hay otra consideraci¨®n que no debo eludir: en los viajes soy del todo incapaz de relacionarme con los otros, apenas salgo de casa hacia el aeropuerto o la estaci¨®n de ferrocarril es como si me sumergiera en el agua vestido con un traje de buzo, y cualquier amenaza de conversaci¨®n me incomoda. Pertenezco a lo que los soci¨®logos llaman aqu¨ª el tipo cocoon. Abro con avaricia cualquiera de los libros que he escogido para el viaje, o mi peque?o ordenador, mi imprescindible lap top, me pongo las gafas de cerca, y por lo, que a m¨ª respecta pod¨ªa estar igualmente en mi despacho del departamento, en una de esas tardes de final de semestre en las que ya apenas quedan estudiantes y reina en las aulas, en los lawns y en los corredores un silencio de verdad claustral.
Cuando aquel hombre me interpel¨®, se?alando el peri¨®dico en tenue papel biblia que sobresal¨ªa de mi bolsillo, mi primer impulso fue ocultarlo, y el segundo fingir que no comprend¨ªa, pero estaba claro que era demasiado tarde para escabullirse de aquella situaci¨®n sin indignidad. Muy inc¨®modo, aunque sonriendo, le dije que s¨ª, que era espa?ol, y esa coincidencia le hizo calurosamente suponer que habr¨ªa otras, y que yo tambi¨¦n estar¨ªa esperando que fuese anunciado el vuelo de United Airlines hacia Miami. Contest¨¦ que no, si bien no le dije el vuelo que yo estaba esperando, pero dio igual, porque ¨¦l me pregunt¨® cu¨¢l era, y yo no tuve en aquel momento la entereza de negarle esa informaci¨®n con una muestra adecuada de antipat¨ªa anglosajona: el avi¨®n que yo deber¨ªa haber tomado varias horas antes volar¨ªa, si alguna vez terminaba la tormenta de nieve, hasta Buenos Aires, y fue al pronunciar ese nombre cuando sin yo saberlo estuve perdido del todo, porque result¨® que mi compatriota conoc¨ªa esa ciudad como la palma de su mano, palma que ahora decididamente me tendi¨®, m¨¢s bien volcada hacia abajo, en una especie de din¨¢mica horizontalidad, seg¨²n ten¨ªan por costumbre hace a?os los ejecutivos y los delegados de ventas espa?oles.
Previendo horas de calma y lectura yo me hab¨ªa resignado sin dificultad al contratiempo del blizzard, que seg¨²n los mapas de los meteor¨®logos borraba bajo una lenta espiral todo el nordeste de los Estados Unidos. Ya nevaba muy fuerte cuando viaj¨¦ a Pittsburg en un tren r¨¢pido, confortable y casi vac¨ªo desde la estaci¨®n de Humbert, Pennsylvania, que est¨¢ muy cerca (al menos en t¨¦rminos norteamericanos) del Humbert College, donde yo trabajo. Podr¨ªa haber pedido a un compa?ero del departamento o a un graduate student que me diera un ride hasta la estaci¨®n: prefer¨ª llevar mi coche y dejarlo en un aparcamiento subterr¨¢neo pr¨®ximo a ella, evitando as¨ª la circunstancia siempre unpleasant de pedir un favor. A¨²n no hab¨ªa aceptado la posibilidad de que el mal tiempo me obligara a cancelar un viaje tan deseado, pero a¨²n antes de llegar al aeropuerto los weather forecasts ya se mostraban, como de costumbre en este pa¨ªs, infalibles. El blizzard iba a ser de los que hacen ¨¦poca. En el momento del check in me palpitaba ligeramente el coraz¨®n: me daba cuenta de que no podr¨ªa soportar, que me anularan el viaje, que mi imaginaci¨®n no aceptaba la expectativa del regreso a la estaci¨®n depresiva. de Humbert, al aparcamiento, al olor de la calefacci¨®n de mi coche, a los patios vac¨ªos y cubiertos de nieve del Humbert College, a mi casita de Humbert Lane.
Me constaba que en la conferencia de Buenos Aires, mi paper sobre el soneto "Blind Pew" de Borges era esperado no sin cierto suspenso. A una indudable satisfacci¨®n profesional superpon¨ªa mi instinto latino la avidez por una ciudad con calles y aceras en la que la gente caminara y por un tibio oto?o austral que me resarciera o al menos me consolara del despiadado invierno de Pennsylvania, que no s¨®lo hab¨ªa batido todos los r¨¦cords del siglo en cuanto a su crudeza, sino que tambi¨¦n amenazaba con sobrepasarlos en su duraci¨®n. No soy hombre al que le venga grande la soledad ni que se deje abatir por la monoton¨ªa invernal del Humbert College, que otros han encontrado y encuentran insoportable. Pero aquel spring semester fue el m¨¢s arduo de mi ya prolongada experiencia en Am¨¦rica, y cuando recib¨ª la carta, con membrete de la Universidad Nacional San Mart¨ªn, en la que se me confirmaba la invitaci¨®n a la Conference sobre Borges, no exagero si digo, con oportuno casticismo, que vi el cielo abierto, y que r¨¢pidamente puse bajo asedio ben¨¦volo a Morini, el chairman del departamento, hasta conseguir un go ahead no por oficioso menos significativo para m¨ª: en fechas cercanas se dirim¨ªa mi ascenso a la condici¨®n de full professor, y cualquier m¨¦rito que pudiera a?adir a m¨ª curriculum cobraba una importancia, nunca mejor dicha, decisiva.
En la vida los grandes cataclismos de felicidad o de desgracia son mucho menos frecuentes de lo que sugieren las novelas y el cine. Seg¨²n mi experiencia, cuentan mucho m¨¢s en la biograf¨ªa de cualquiera esos peque?os disappointments que malogran las ocasiones de satisfacci¨®n no demasiado espectaculares, pero s¨ª muy modestas y por lo tanto muy s¨®lidas, que suelen present¨¢rsenos a la mayor parte de nosotros. En el aeropuerto de Pittsburg, cuando me vi m¨¢s o menos arrastrado por un compatriota inoportuno a tomar un caf¨¦ -o algo m¨¢s, seg¨²n ¨¦l dijo- en un sospechoso oak bar donde ya estaban instalados, o apalancados, como se dice ahora en Espa?a, dos gordos tristes y ostensiblemente rednecks bebiendo cerveza, me di cuenta de todo lo que hab¨ªa esperado disfrutar de la lectura y de la simple expectativa del viaje en las horas que faltaban para que saliera mi vuelo, y de la desconsideraci¨®n con que aquel hombre me hab¨ªa arrebatado una parte del tiempo que me pertenec¨ªa, y que ya no iba nunca a serme devuelto.
Furioso en secreto, expoliado de unas horas irrepetibles de mi vida, acept¨¦ que me invitara a algo, no una cerveza, desde luego, sino un milk shake y mov¨ª la cabeza afirmativamente mientras ¨¦l me hablaba y sonre¨ª mir¨¢ndolo sin fijeza y sin atenderlo, aunque inclin¨¢ndome hacia ¨¦l, de esa manera en que todos sonre¨ªmos y decimos que s¨ª con la cabeza en los parties, as¨ª que aunque acept¨¦ su tarjeta y la le¨ª antes de guardarla y o¨ª su nombre cuando nos estrechamos la mano no llegu¨¦ a enterarme de c¨®mo se llamaba, o me enter¨¦ y se me olvid¨®, o ni siquiera eso, las s¨ªlabas del nombre que sonaron en mi o¨ªdo no llegaron a alcanzar esa zona de la corteza cerebral donde se interpretan las percepciones auditivas. Yo creo que s¨®lo empec¨¦ a hacerle algo de caso o me lo tom¨¦ m¨¢s en serio un poco despu¨¦s, cuando se qued¨® callado frente al ventanal donde arreciaba la ventisca y dijo algo que sin ¨¦l saberlo suger¨ªa una curiosa intertextuality con mi soneto de Borges.
-Pero da igual que yo no vuelva, es como si hubiera un tesoro esper¨¢ndome siempre.
Antonio Mu?oz Molina (?beda, Ja¨¦n, 1956) se ha convertido en apenas ocho a?os en uno de los narradores espa?oles m¨¢s s¨®lidos. Su carrera literaria ha sido mete¨®rica: su primera novela, Beatus Ille (1986) obtuvo el Premio ?caro, El invierno en Lisboa gan¨®, en 1988, el Premio Nacional de Literatura y el de la Cr¨ªtica. Con El jinete polaco logr¨®, en 1992, el Planeta y otra vez el Nacional de Literatura. Ha escrito adem¨¢s Beltenebros, un primer libro de relatos, Nada del otro mundo, y este a?o ha publicado El due?o del secreto.
Rodrigo. Nacido en T¨¢nger, en 1950, y catalogado dentro del movimiento realista, su obra es m¨¢s compleja: basta enfrentarse a sus esculturas, que incorporan luz, para comprender que este dibujante obsesivo es uno de los artistas m¨¢s innovadores, incorformistas y refinados de nuestro panorama art¨ªtico.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.