El desaf¨ªo nacionalista
En una Europa en la que los enfrentamientos nacionalistas de nuevo configuran la mayor amenaza, le he o¨ªdo al honorable Pujol, prudente y astuto, distinguir entre nacionalismos buenos y malos. En la oscuridad m¨¢s impenetrable quedaban los caracteres propios de cada uno, aunque no dejase la menor duda de que el nacionalismo bueno era el suyo, y el malo, el de los dem¨¢s.En efecto, resulta dif¨ªcil explicar un nacionalismo sin la existencia de otro. Precisamente en la confrontaci¨®n es donde se manifiesta la virulencia, nacionalista, hasta el punto de que, sin contrario, ninguno ha conseguido reciedumbre. Al retar al otro, el nacionalismo se crece, pero tambi¨¦n se agria; se robustece a la vez que empieza a descarriar. El nacionalismo alem¨¢n de finales de siglo s¨®lo se entiende encarado al franc¨¦s, y a la inversa. Por las mismas fechas, el espa?ol descubre a la p¨¦rfida Albi¨®n. Lo peor del nacionalismo -tanto de los sedicentes buenos como de los que se reputan malos- es que a la larga ninguno sobrevive sin enemigo exterior.
En la pen¨ªnsula Ib¨¦rica, en m¨¢s de una ocasi¨®n el nacionalismo espa?ol ha reforzado los nacionalismos perif¨¦ricos: la ¨²ltima vez lo hizo el franquismo, sin cuya represi¨®n no se explica que resucitaran con tanto vigor. Hoy pareciera m¨¢s bien como si los nacionalismos perif¨¦ricos estuvieran empe?ados en despertar a un nacionalismo hisp¨¢nico que, despu¨¦s de haberse primero identificado y luego hundido con el franquismo, cre¨ªamos que ya no levantar¨ªa cabeza.
Sobrecoge pensar en la mera posibilidad de que renazca. El enfrentamiento de un nacionalismo espa?ol redivivo con los nacionalismos perif¨¦ricos tendr¨ªa consecuencias tan terribles para una convivencia pac¨ªfica de los espa?oles que la sola hip¨®tesis de que algo as¨ª pudiera ocurrir deja todo en el aire, desde la unidad del Estado hasta el sistema democr¨¢tico de gobierno. Aun a riesgo de exagerar -aunque en este tema es dif¨ªcil pecar por exceso de previsi¨®n-, convendr¨ªa denunciar los primeros s¨ªntomas y, a ser posible, proponer alg¨²n remedio ahora que a¨²n estamos a tiempo.
Dig¨¢moslo sin ambages, la estructuraci¨®n territorial del Estado contin¨²a siendo uno de los problemas m¨¢s peliagudos de los que tenemos planteados; de nada sirve seguir guard¨¢ndolo debajo de la alfombra, con el pretexto de que sea demasiado intrincado, o por las implicaciones -algunas arduas de asumir, otras imprevisibles- que conlleva. Lo ¨²nico seguro es que la pol¨ªtica del avestruz practicada en los ¨²ltimos tres lustros no nos ha aproximado a una soluci¨®n, m¨¢s bien al contrario.
El anterior juicio implica dos afirmaciones que creo comparten muchos, pero que en p¨²blico manifiestan pocos: la primera, que no es de recibo que con el tiempo transcurrido no hayamos logrado cerrar el proceso de organizaci¨®n auton¨®mica del Estado y que, por tanto, sigamos sin saber qu¨¦ perfil -m¨¢s o menos federal, m¨¢s o menos centralista- tendr¨¢ el Estado resultante, si es que resulta alguno. Podr¨ªa ocurrir, bien que el proceso se haga interminable, y tengamos que soportar por tiempo indefinido la presi¨®n de un autonomismo siempre insatisfecho, o bien que se rompa el Estado y de uno salgan varios. El que los dos t¨¦rminos de esta disyuntiva a muchos nos parezcan poco deseables no quiere decir que no haya que tomarlos en consideraci¨®n. Desde la primera ni?ez hemos aprendido que tambi¨¦n suceden las cosas con las que menos cont¨¢bamos, o aquellas que m¨¢s nos disgustan.
La segunda afirmaci¨®n supone que la organizaci¨®n territorial del Estado que hace el t¨ªtulo VIII de la Constituci¨®n no se distingue, para decirlo de la manera m¨¢s suave, por su acierto o brillantez, fuesen las que hayan sido las razones subyacentes, y que, por tanto, cerrar el proceso exige una revisi¨®n sustantiva del texto constitucional.
No voy a entrar a discutir la oportunidad de plantear ahora un debate sobre la estructuraci¨®n auton¨®mica del Estado ni la necesidad de cerrar el proceso con las correspondientes modificaciones de la Constituci¨®n. El tema est¨¢ ah¨ª, y de nada ha servido colocar la cabeza debajo del ala, consider¨¢ndolo siempre inoportuno. Si lo menciono, rompiendo alg¨²n que otro tab¨², es porque constituye el tel¨®n de fondo desde el que hay que interpretar las se?ales que anuncian un cierto resurgir del viejo nacionalismo espa?ol.
Vale la pena observar que los s¨ªntomas han empezado a aflorar con mayor vigor desde que el PSOE perdi¨® la mayor¨ªa absoluta y sobrevive ¨²nicamente con el apoyo de CiU. ?Por qu¨¦ algo que, en principio, deber¨ªa ser normal en una democracia parlamentaria ha levantado tanto revuelo, ha puesto de manifiesto tantos resquemores y, de creer a algunos, hasta ha alimentado un cierto resentimiento anticatalanista, si no claramente anticatal¨¢n? Un factor este ¨²ltimo que conviene resaltar, puesto que en otras ocasiones ya se hab¨ªa manifestado como se?al inequ¨ªvoca de encontrarnos en el primer estadio de un difuso nacionalismo espa?ol. (Dejemos para otra ocasi¨®n el mostrar -y la cosa tiene su enjundia- por qu¨¦ el nacionalismo espa?ol tiende al anticatalanismo m¨¢s que al antivasquismo).
Aparte de los intereses coyunturales y las ambiciones estrat¨¦gicas que en pol¨ªtica cabe siempre detectar, el malestar que produce el apoyo catalanista al PSOE descubre un mar de fondo que agita una acumulaci¨®n inaudita de casualidades y sospechas. Se?alemos las m¨¢s obvias. Cuando el PSOE lleg¨® al poder, orgulloso del nacionalismo que le atribu¨ªan fuentes de Washington, para cerrar el proceso auton¨®mico tra¨ªa en la cartera una ley org¨¢nica no muy constitucional, que por suerte tuvo que dejar caer. Durante los largos a?os que disfrut¨® de la mayor¨ªa absoluta fren¨® lo que pudo el desarrollo auton¨®mico. Su disposici¨®n a acelerar la construcci¨®n del Estado de las autonom¨ªas se produjo justamente cuando necesit¨® los votos del nacionalismo catal¨¢n, y es entonces cuando por vez primera el presidente nombra a un ministro que sabe de qu¨¦ va la cosa y que no oculta su voluntad autonomista. La sospecha de que en el salto de Saulo a Pablo algo haya tenido que ver el af¨¢n de mantenerse en el poder, por muy mal¨¦vola que sea, resulta harto comprensible.
A ello se unen dos componentes bastante significativos que, en cierto modo, cuestionan la normalidad de la ayuda parlamentaria prestada, porque de alguna manera habr¨¢ que llamarla. Justamente en este punto radica el primer elemento sobre el que quer¨ªa llamar la atenci¨®n. Para sorpresa de todos, no se trata de una coalici¨®n, con responsabilidades de gobierno compartidas, tampoco de un pacto de legislatura en el que se hayan trazado las l¨ªneas generales de la pol¨ªtica convenida.
Nada m¨¢s normal en un r¨¦gimen parlamentario que dos o m¨¢s partidos convengan las condiciones para sostener a un Gobierno. No es, como dicen algunos, que nos falte cultura pol¨ªtica para entender compromisos, ni que a estas alturas a muchos les escandalice un acuerdo entre un partido que se dice de izquierda y otro que cree superada esta distinci¨®n (es decir, que es claramente de derechas). No, lo llamativo en este caso es que formalmente no se haya producido ning¨²n pacto y, por consiguiente, la ayuda sea puntual y gratuita, pero de d¨ªa a d¨ªa, sin obligaci¨®n alguna y mientras el otorgante lo considere oportuno, sin que adem¨¢s se conozcan las contraprestaciones que, en principio, por el hecho de haberlas, no es algo de lo que habr¨ªa que avergonzarse, sino tan s¨®lo de no hacerlas p¨²blicas: en abstracto, se habla de acuerdos en una pol¨ªtica econ¨®mica definida a grandes rasgos y en una auton¨®mica que queda a¨²n m¨¢s en la penumbra.
El segundo elemento se vincula al anterior. El que no se haya formalizado pacto alguno, pese a que parezca consustancial con un r¨¦gimen parlamentario que se quiere transpa
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El desaf¨ªo nacionalista
Viene de la p¨¢gina anteriorrente -y no es porque al PSOE le falten ganas o no haya insistido lo suficiente-, parece que algo tiene que ver con la condici¨®n nacionalista de CiU. El PSOE recibe una ayuda puntual -no se sabe por cu¨¢nto tiempo ni a qu¨¦ precio- de un partido mayoritario en su territorio que representa un nacionalismo moderado en las formas, pero enormemente ambiguo, aunque no por ello menos consecuente, en los fines. La peculiaridad de la ayuda confirma la sospecha de que el nacionalismo catal¨¢n, por razones de principio, no quiere gobernar en Madrid.
Importa mucho no confundirse en este punto: Pujol no es Camb¨®. Preguntado el presidente de la Generalitat qu¨¦ pensaba sobre la posibilidad de llegar con el apoyo del Partido Popular a presidente del Gobierno espa?ol, contest¨® que ¨¦l era el presidente de la Generalitat de Catalu?a, y como catal¨¢n hab¨ªa colmado sus aspiraciones y "no se planteaba ser presidente del Gobierno espa?ol o del Gobierno franc¨¦s". Indudablemente, tiene un valor simb¨®lico el que un nacionalista catal¨¢n forme parte de un Gobierno espa?ol, y no creo que suceda, al menos mientras que Pujol contin¨²e siendo el l¨ªder indiscutible de su partido.
El que, en cambio, el presidente Gonz¨¢lez haya aceptado un apoyo sin garant¨ªa alguna, ni siquiera para el futuro inmediato, muestra toda su debilidad y dependencia. Si a ello a?adimos el car¨¢cter secreto de las negociaciones, la sospecha de que los socialistas est¨¢n dispuestos a hacer grandes concesiones al nacionalismo catal¨¢n a cambio de su apoyo, o, como se ha dicho, que se han convertido en sus rehenes, adquiere alguna verosimilitud. El apoyo de CiU al Gobierno, corresponda o no con los hechos -en pol¨ªtica importan sobre todo las apariencias; o, dicho de otro modo: lo que se cree que es es lo que es-, muestra as¨ª un tilde de presi¨®n a favor de un salto cualitativo hacia una estatalizaci¨®n propia de Catalu?a que no es nada bueno para la consolidaci¨®n del Estado de las autonom¨ªas y, con ¨¦l, la de la democracia en Espa?a.
Pues bien, en estas condiciones, para que todos los rayos de J¨²piter cayeran sobre nuestras cabezas no faltaba sino que el PP intentase sacar partido a tan difuso malestar y, agarr¨¢ndose al nacionalismo que' los socialistas acaban de tirar por la borda, presente a su vez un proyecto nacional para Espa?a. ?A ver si ellos pueden ser nacionalistas y nosotros no! Y por mucho que los populares tambi¨¦n se reclamen del viejo nacionalismo liberal de Ortega y Aza?a, terminar¨ªa por aplastarlos la losa del nacionalismo franquista, que es el recio y brusco que cuaja en estas tierras cuando se ponen mal las cosas.
Para terminar, apuntemos el remedio con la brevedad debida. Contra el mal del nacionalismo no sirve recurrir a otro -los nacionalismos se refuerzan, a la vez que se repelen hasta acabar en la m¨¢xima irracionalidad-, sino que habr¨¢ por fin que desplegar un proyecto coherente para todos los ciudadanos espa?oles, pertenezcan a la naci¨®n o a las naciones que quieran. Frente al concepto ambiguo de naci¨®n -concierne a la ¨®rbita de las identidades m¨ªsticas- importa desarrollar el de ciudadan¨ªa, uno modestamente jur¨ªdico, al que se le puede atribuir un cat¨¢logo bastante preciso de derechos y deberes.
Tenemos problemas graves en mejorar la productividad de nuestras industrias; el sector educativo, universitario y profesional constituye un cuello de botella que amenaza nuestro futuro; nos topamos con enormes dificultades en la organizaci¨®n de la Seguridad Social a niveles m¨ªnimamente satisfactorios, y un largo etc¨¦tera, pero, por favor, el problema de Espa?a no e una cuesti¨®n nacional que exigir¨ªa un proyecto nacional.
Claro que tampoco el concepto rom¨¢ntico de naci¨®n y dem¨¢s lindezas nacionalistas ayudan a resolver los problemas de Catalu?a o del Pa¨ªs Vasco, pero dejemos que sean ellos los que lleguen a verlo as¨ª, ojal¨¢ antes de que sea demasiado tarde y nos veamos sumergidos en conflictos irreversibles. A lo mejor, un d¨ªa, los nacionalistas, de este o del otro lado, desisten de diferenciar entre nacionalismos buenos y malos; aunque me temo que mientras el nacionalismo arranque votos -y arrastra todo lo que roce la m¨ªstica irracional de las identidades colectivas- existir¨¢n sus portavoces y profetas.
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