Una versi¨®n de Carver
Sal¨ªa del cine despu¨¦s de ver esa pel¨ªcula de Robert Altman, Vidas cruzadas, o Short cuts, y al mirar en torno m¨ªo iba encontrando por la calle personajes y borradores o fragmentos de historias de Raymond Carver. Este verano ha hecho seis a?os que muri¨®: su literatura, igual sus cuentos que sus poemas, tiene la peculiar virtud de volverse inmediatamente soluble en la imaginaci¨®n y la sensibilidad del lector, escap¨¢ndose al confinamiento del libro para adquirir una presencia definida en medio de las cosas. Admiramos a Carver igual que podemos admirar a otro escritor de rango semejante, pero nuestro trato con ¨¦l va m¨¢s all¨¢ de la admiraci¨®n, o m¨¢s ac¨¢, hacia dentro de nosotros, de manera que al terminar uno de sus cuentos y apartar los ojos del libro la realidad se parece a lo que est¨¢bamos leyendo, y el estado de ¨¢nimo que nos explica un poema acaba el nuestro o induci¨¦ndonos a descubrir en nosotros mismos un rasgo de ternura pudorosa o desolaci¨®n absoluta que no habr¨ªamos percibido de no ser por la mediaci¨®n de los versos.En el arte de Raymond Carver hay siempre una severa pedagog¨ªa de la mirada: su estilo nos ense?a no s¨®lo a comprender a los personajes a los que ¨¦l retrata, sino a encontrar esas atribuladas existencias humanas en la realidad a la que solemos prestar tan poca atenci¨®n que no nos damos cuenta de los tesoros, que contiene. Hace unos a?os, saliendo un mediod¨ªa de octubre de la inolvidable, exposici¨®n de Edward Hopper, que se celebraba en la Fundaci¨®n Juan March, vi frente a m¨ª, al cruzar una calle, uno de esos tr¨¢gicos edificios deshabitados de Hopper, con buhardillas de pizarra y una c¨²pula con ojos de buey, con una fachada de opulento academicismo burgu¨¦s devastada y m¨¢s bien siniestra por el abandono. Poco despu¨¦s, un muro e ladrillo rojo al fondo de un jard¨ªn, herido por el sol, me despert¨® una sensaci¨®n crom¨¢tica de felicidad que me habr¨ªa sido accesible si no hubiera visto esos mismos rojos en un cuadro de Hopper.
En los mejores cuadros a lo que se prende no es a mirar mirar las cosas. Para lo que m¨¢s sirven los cuentos y los poemas de Carver, aparte de para aplastarlo a uno de melancol¨ªa, es para aprender que la literatura es un acto de atenci¨®n, un apasionarse instintivamente por las vidas que ocurren y se cruzan alrededor de uno, y por las palabras que o¨ªmos a los desconocidos. Onetti contaba que la primera inspiraci¨®n para su h¨¦roe proxeneta Larsen o Juntacad¨¢veres fue una pregunta que escuch¨® por casualidad entre el ruido y el humo de un caf¨¦: ?Vino ya Junta? El aire de fragmentariedad que suelen poseer los cuentos de Carver proviene sin duda de su condici¨®n de historias presenciadas o escuchadas por azar, y tambi¨¦n de una vocaci¨®n perseverante de imitar a la naturaleza y a los mejores maestros: un cuento de Carver parece al mismo tiempo fragmento en estado puro de realidad y un cuento de Ch¨¦jov.
Al salir del cine, a la una de la madrugada, un hombre solo, digno, alcoh¨®lico, sentado en un banco junto a una bolsa de pl¨¢stico llena de harapos y cartones dejaba de ser un figura irrelevante de la noche de la ciudad para convertirse en el due?o de una historia, en el protagonista de un destino tan laborioso como el m¨ªo; una pareja se cruz¨® conmigo; ¨¦l, furioso, con la cabeza baja y los pu?os apretados, iba diciendo: "Ten¨ªas que dar el espect¨¢culo, ten¨ªas que hacer que se fijara en ti todo el mundo". Qu¨¦ habr¨ªa hecho la mujer, a qu¨¦ extremos de odio secreto y vejaci¨®n mutua se ir¨ªan viendo arrastrados los dos esa noche.
Donde apenas vi a Raymond Carver fue antes, en el cine, durante la pel¨ªcula de Altman. En un cuento unas pocas l¨ªneas de di¨¢logo bastan para sugerir la intensidad m¨¢xima de un sentimiento, de una p¨¦rdida o de una desgracia. En esta pel¨ªcula, esa misma escena que uno recordaba del libro es representada con todo el lujo de los colores del cine, con la pantalla enorme y el so nido dolby y el glamour de los actores, pero misteriosamente falta lo que hab¨ªa en aquellas l¨ªneas tan despojadas que ni siquiera parec¨ªan literatura. En los cuentos de Carver todos los pormenores de la vida adquieren una relevancia sagrada, porque ¨¦l sabe que las cosas mejores o las m¨¢s terribles suceden en los lugares y en los instantes cotidianos; a sus personajes, a¨²n a los m¨¢s perdidos, todo les importa y los hiere: a los personajes de la pel¨ªcula no les importa nada, aunque fijan sin demasiado esfuerzo que s¨ª. Y no les importa nada, en parte, porque desconocen casi todos la necesidad y la penuria, la extenuaci¨®n del trabajo inseguro y mal pagado, esa pobreza residual de clase obrera norteamericana que el es paisaje de fondo y la tonalidad sombr¨ªa de los mejores cuentos de Carver: ascendi¨¦ndolos de clase social, Robert Altman ha vaciado a los personajes de Carver de la realidad triste de sus vidas, de su entereza evang¨¦lica en medio del infortunio.
Una sola vez en toda la pel¨ªcula reconoc¨ª y escuch¨¦ a Raymond Carver: cuando Jack Lemmon, viejo, amargado, nos t¨¢lgico, perfectamente vulgar, como un viajante sin ¨¦xito, con pantal¨®n veraniego mil rayas, zapatos blancos calados y dentadura postiza, narra el d¨ªa de muchos a?os atr¨¢s en que por culpa suya y de la mala suerte su mujer lo expuls¨® de casa. Durante unos minutos, Jack Lemmon logr¨® la maravilla que lo reconcilia a uno con el cine y le hace darse cuenta de que en cualquier arte es posible por igual la maestr¨ªa: Jack Lemmon era ¨¦l mismo, y un personaje de solado de Edward Hopper y de Raymond Carver, y un hombre cualquiera que se hubiera sentado junto a m¨ª en la barra de un bar y empezara a contarme o contarle a otro bebedor la historia triste de su vida.
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