Santa Man¨ªa de la Cabeza
Santa Mar¨ªa de la CabezaPaseo del mismo nombre
Madrid
Muy se?ora m¨ªa e impulsora de mis delirios:
El que suscribe, Valent¨ªn Barbadillo Mardones, de 50 a?os, casado, agn¨®stico, profesor de lat¨ªn, crucigramista, coleccionista de sellos y de ausencias, a usted, con taimada lucidez, expone:
Que cada siete a?os celebro con sutiles desatinos el hecho de que usted se convierta en fiesta de guardar, como ocurri¨® la semana pasada. No puedo ocultar mi simpat¨ªa por usted. Yo, se?ora, tengo escrita una tesis donde demuestro que usted no se llama Mar¨ªa, sino Man¨ªa. Mis investigaciones concluyen con este estrambote: una man¨ªa de la cabeza es de las pocas cosas serias que se pueden tener en este mundo. De hecho, casi todos los grandes hombres est¨¢n como cabras; y las grandes mujeres tambi¨¦n, aunque se les nota menos.
Usted, como esposa de san Isidro y patrona consorte de Madrid, est¨¢ sugiriendo a los gatos el cultivo de la locura. Usted, se?ora, es un gui?o al desvar¨ªo. Digo yo si no ser¨ªa conveniente que el alcalde, tan p¨ªo, y Leguina, tan imp¨ªo, llegaran a un acuerdo contra natura y proclamaran que todo madrile?o tiene derecho a perpetrar un par de desprop¨®sitos al a?o en honor de santa Man¨ªa de la Cabeza. Las autoridades deber¨ªan nombrarle a usted abogada del delirio y patrona de las obsesiones.
Don Francisco de Quevedo, se?ora m¨ªa, alardeaba de man¨ªa a pasteleros, alguaciles, zurdos, pelirrojos, narizotas, m¨¦dicos, verdugos, peluqueros y otros sujetos igualmente dignos de investigaci¨®n. Yo no me atrevo con tantos, porque no soy valiente, se?ora; soy s¨®lo Valent¨ªn. Tengo ¨²nicamente dos man¨ªas, pero las cuido como a mis ojos: abomino de los hombres y maldigo de las mujeres. Sin embargo, no soy tan mis¨¢ntropo como dicen mis detractores: me llevo razonablemente bien (y alargando distancias) con todos los deshollinadores, algunos herreros, ciertas vicetiples y un dos por ciento de los afiladores ambulantes. Es decir, que, a lo tonto, me llevo bien con gran parte de la humanidad. Me agrada la gente que habla poco, pero no me f¨ªo de ellos. Tolero a los bar budos (aunque sospecho, que algo intentan ocultar) . No me junto con cantineros, ni con noct¨¢mbulos, ni con artistas, ni con la juventud. Los viejos me pare cen buena gente, pero saben demasiado. Desconf¨ªo de los que madrugan (?su conciencia les impide dormir?) y de los que se acuestan con las gallinas (?acaso no se llama a eso bestialismo?). He de manifestar, no obstante, que me crispan los castizos que van por ah¨ª dando. la vara con el chotis, el cheli y el mimetismo.
Deseo transmitir a usted, se?ora, un saludo de los modistas, sibilina casta que ha vuelto a engatusar a la humanidad con el Wonderbra , diab¨®lico artilugio. Las mujeres est¨¢n obsesionadas con los pechos, y los hombres, tres cuartos de lo mismo. O m¨¢s. Para no suscitar torpes pensamientos, las ubres deben andar sueltas y a su bola, como las de las vacas, los nudistas y algunas tribus salvajes. La lujuria es el sost¨¦n del mundo; el sujetador, en cambio, encabrita a la lascivia endocrina e incita a estar siempre pensando en lo mismo, en lo ¨²nico incluso. Y eso es muy aburrido, aunque pat¨¦tico. Tambi¨¦n hay que tener cuidado con los bajitos, los muy altos, los que no saben mear y los que visitan demasiado el cuarto de ba?o. Ampare usted, se?ora, a los que llevan pajarita o perilla, o peluqu¨ªn, o alzas en los tacones, o gomina, o zapatos sin calcetines, o cabeza sin tornillos. Vigile a los manitas que lo mismo planchan un huevo que fr¨ªen una corbata. Interceda ante el Alt¨ªsimo, se?ora, para que los madrile?os disfrutemos de m¨²ltiples man¨ªas de la cabeza, pero sin que nos hagan da?o. As¨ª sea.
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