Carta Magna y nacionalismos
Hace unos pocos d¨ªas, el se?or Pujol afirmaba que el patriotismo es un rasgo propio de los pueblos que se respetan a s¨ª mismos, de los pueblos serios. No s¨¦ si sus palabras fueron exactamente ¨¦stas, pero ¨¦ste era su sentido, a menos que me fallen m¨¢s de lo que yo supongo, el o¨ªdo, la intelecci¨®n y la memoria.Como en muchas otras ocasiones, me sent¨ª en ¨¦sa totalmente identificado con el pensamiento del honorable presidente de la Generalitat. El patriotismo, el amor a la patria, o en t¨¦rminos menos idealistas, la disposici¨®n a sacrificar en alguna medida el inter¨¦s propio a lo que se considera necesario o bueno para la comunidad pol¨ªtica de la que se forma parte, es seguramente un fundamento indispensable de la convivencia en las sociedades que no sean puramente tribales. Lo malo es que esa virtud es frecuentemente indiscernible de un notorio vicio; tan indiscernible, que la una y el otro no son, se dir¨ªa, sino caras de una misma moneda.
Para los nacionalismos, frecuentemente ni siquiera eso: nacionalismo y patriotismo no son, sino dos modos distintos de designar un mismo amor. Para los no nacionalistas, la distinci¨®n es posible, porque para ellos el nacionalismo no es manifestaci¨®n de amor a lo propio, sino de,odio a lo ajeno, pero tambi¨¦n ellos miran con desconfianza el simple patriotismo porque de la afirmaci¨®n de lo propio se pasa casi insensiblemente a la negaci¨®n de lo distinto. Se trata, m¨¢s bien, de una querella de palabras, de una pura logomaquia en la que no tiene mucho sentido perderse. Yo creo, como seguramente cree el se?or Pujol, que es posible un nacionalismo puramente patriota, un sentimiento de amor que no intente conseguir el bien de lo propio a costa del sacrificio de lo ajeno, de la dominaci¨®n o la explotaci¨®n de otros pueblos.
La dificultad viene de la necesidad de conciliar en el interior de cada uno de nosotros diversos nacionalismos, algo que, me temo, todav¨ªa no hemos logrado aqu¨ª. Vivimos en un sistema en el que a los partidos nacionales les est¨¢ prohibido ser nacionalistas y los partidos nacionalistas se proh¨ªben a s¨ª mismos ser nacionales. Se soporta mal que se ponga en entredicho el apoyo que aqu¨¦llos reciben de ¨¦stos, en tanto que ¨¦stos se niegan a transformar ese apoyo en una participaci¨®n directa y abierta en el Gobierno de la naci¨®n. La experiencia vivida tras las elecciones de 1993, confirma, me parece, los temores de quienes fuimos entonces decididamente partidarios del Gobierno de coalici¨®n o, cuando menos, del pacto de legislatura.
La situaci¨®n, aunque grave, no es, sin embargo, desesperada. Alg¨²n camino se ha recorrido desde 1978 para ac¨¢ y cabe esperar, en consecuencia, que con el paso del tiempo, dentro quiz¨¢ de otros 15 a?os, aquellos que, tienen, adem¨¢s de la espa?ola, otra lealtad nacional, sean capaces de combinar ambas tan armoniosamente que la combinaci¨®n no despierte recelo alguno en los que son s¨®lo espa?oles. Que quienes reducen ahora todas sus fuerzas a la afirmaci¨®n y salvaguardia del hecho diferencial dediquen tanto esfuerzo a luchar por lo com¨²n, que quienes son s¨®lo hombres del com¨²n acepten, sin esfuerzo, lo diferencial como parte de ¨¦ste.
Para eso hace falta talento y buena voluntad. Pero, sobre todo, claro est¨¢, hace falta tiempo. Para ganarlo es indispensable que, cuando menos, se acepten sin reserva ninguna las reglas del juego y que se juegue siempre de acuerdo con esas reglas. Que, como compendio de ellas, se acepte sin sombra de reservas la Constituci¨®n y se la respete escrupulosamente tanto en su letra como en su esp¨ªritu. Est¨¢ llena de defectos, para nadie es seguramente la mejor de las Constituciones posibles, pero es la nuestra. Tiene, sobre cualquier otra, la inmensa superioridad de existir.
El respeto a la Constituci¨®n no es contradictorio con el deseo de reformarla. Nuestra Constituci¨®n, como cualquier otra, puede ser modificada. No se hizo el hombre para el s¨¢bado, sino el s¨¢bado para el hombre; ni el pueblo para la Constituci¨®n, sino la Constituci¨®n para el pueblo. Pero si se desea su reforma, hay que acometerla. Si por reforma de la Constituci¨®n se entiende la de cualquiera de las determinaciones que en ella se contienen, la alemana ha experimentado ya alrededor de 140, sin que ello haya hecho menguar su autoridad. Pero han sido reformas, no nuevas lecturas de un texto indefinidamente abierto.
Si se me permite la irreverencia de pasar de los Evangelios a Alfredo de Musset, me atrever¨ªa a decir que las Constituciones, como las puertas, pueden estar abiertas o cerradas, pero que s¨®lo cuando est¨¢n abiertas puede pasarse a su trav¨¦s.
Las competencias de las comunidades aut¨®nomas de base nacional pueden incrementarse mediante la modificaci¨®n del Estatuto, que es casi lo mismo, aunque dada la t¨¦cnica utilizada por los redactores de Guernica y Sau no imagino f¨¢cilmente qu¨¦ m¨¢s competencias cabr¨ªa atribuirles sin violentar la Constituci¨®n. Lo que me resisto a acepar es que esa ampliaci¨®n pueda acerse de cualquier otra forma, lo que es peor a¨²n, sin ninguna otra forma, simplemente mediante una nueva interpretaci¨®n. Por eso, me produce siempre una profunda inquietud la actitud de quienes creen posible el incremento indefinido de las competencias auton¨®micas negando, al mismo tiempo, la conveniencia de reformar la Constituci¨®n.
No se trata de un escr¨²pulo puramente formal; o quiz¨¢ s¨ª, quiz¨¢ se trate de un escr¨²pulo formal, pero asentado en la profunda convicci¨®n de que el respeto a las formas, que es siempre imporante, es absolutamente decisivo cuando se trata precisamente de la forma. constitucional, pues la forma es un elemento decisivo en la legitimaci¨®n del poder. De ah¨ª por ejemplo mi convicci¨®n de que es un uso aberrante el que por dos veces se ha hecho ya (y en ambas por acuerdo de los grandes partidos nacionales) de las posibilidades de transferencia o delegaci¨®n que ofrece el art¨ªculo 150.2 de la Constituci¨®n. De ah¨ª tambi¨¦n mi creencia de que juegan con fuego quienes hacen referencia frecuente a la posibilidad de satisfacer, sin cambio constitucional alguno, unos deseos de singularidad aparentemente ilimitados.
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