Los desdichados, los dichosos poetas
A lo largo de mucho tiempo, uno ha escrito mucho y ha publicado mucho; tiene uno cierto renombre, se le conoce, y se le reconoce alguna autoridad literaria. Sin duda a causa de ello, entre el correo que recibe le llegan a menudo,- desde procedencias distintas, libros de poes¨ªa, muchos libros de poes¨ªa. A veces, el autor de uno de esos libros es poeta amigo, que de antemano cuenta con el inter¨¦s y la devoci¨®n firme de este destinatario; pero con mucha mayor frecuencia no conoce, o no recuerda uno, el nombre del autor del libro recibido. Naturalmente, y aunque m¨¢s no sea por deferencia, por curiosidad, repasa sus p¨¢ginas y lee los versos en ellas impresos. En ocasiones, al hojear libros de poetas desconocidos, quiz¨¢ primerizos o quiz¨¢ ya retra¨ªdos u olvidados encuentra uno poemas de hermosa planta, expresiones logradas, acentos puros, inflexiones certeras, y hasta alg¨²n que otro verso especialmente admirable. Un solo verso feliz puede salvar un poema, justificar un libro acreditar a un poeta, e incluso crearle gran reputaci¨®n, promover la fama de su nombre Fortuna tal es rara, es rar¨ªsima Miles y miles de versos son los que se escriben sin que alcancen otro destino que el muy triste de caer en el vac¨ªo. Comprobarlo resulta desolador: pudiera, in fundir la sospecha de si acaso el poetizar no es en ¨²ltimo extremo una actividad f¨²til, un vano empe?o. Y partiendo de ah¨ª cabe todav¨ªa -lo que es peor- atribuir una catadura rid¨ªcula a esa legi¨®n versificante que, hoy como ayer y como siempre, insiste, tozuda, en ostentar sin disimulo su vanidad, castigando la as¨ª con s¨¢tiras crueles.Incontables fueron los poetas que proliferaban en nuestro Siglo de Oro (aunque con hip¨¦rbole, en "m¨¢s de veinte mil sietemesinos poetas" cifra Cervantes "el escuadr¨®n vulgar" en su Viaje del Parnaso). Formaban en verdad turbamulta, eran un a especie de plaga, y su excesiva presencia en la rep¨²blica de las letras daba frecuente ocasi¨®n a caricaturas que hac¨ªan del poeta objeto de irrisi¨®n. F¨¢cil ser¨ªa formar una antolog¨ªa, tan copiosa como lamentable, de semejantes s¨¢tiras -agudas algunas, aunque en su mayor¨ªa nos parezcan manidas- con las que unos a otros los literatos se ladraban y mord¨ªan, pues si "perro no come perro", el poeta puede en cambio devorar con su inquina al cong¨¦nere, y aun qui¨¦n sabe si abominar en ¨¦l del perfil de su propia imagen. Pero lo que en casos muy notorios fue ataque personal y nominativo contra tal o cual detestado, temido y envidiado colega, derivaba por lo com¨²n hacia la caricatura no personalizada, aunque tal vez alusiva a alguien en particular, de un cierto personaje ya t¨®pico, burla que pintaba con rasgos de sa?a feroz a esos pobres poetas an¨®nimos "que de serlo est¨¢n en duda". Este tipo -pronto convertido en estereotipo- del poeta desdichado y absurdo se encuentra repetido con profusi¨®n y escasas variantes en la amplia literatura de la ¨¦poca, poes¨ªa, novela, teatro...
Repetici¨®n tan cansada podr¨¢ quiz¨¢ extra?arnos a los actuales lectores de obras cl¨¢sicas ?Por qu¨¦ -nos preguntamos- tanta animadversi¨®n contra los numerosos, quiz¨¢ enojosos pero al fin infelices e inofensivos poetas chirles? Se me ocurre pen sar que ella acaso delata lo que pudiera haber sido entonces una actitud ambivalente frente a la poes¨ªa misma. El poetizar, o siquiera versificar, formaba parte de la educaci¨®n human¨ªstica, y a todo joven distinguido deb¨ªa supon¨¦rsele una regular destreza en la pr¨¢ctica de ese arte. La poes¨ªa era en efecto altamente apreciada, saboreada, reverenciada; la poes¨ªa confer¨ªa prestigio social; y si a aquellos tiempos le llamamos el Siglo de Oro de nuestras letras es porque durante ellos se alz¨®, sobre el poblad¨ªsimo parnaso espa?ol, la pl¨¦yade que vendr¨ªa a tachonar luminosamente el firmamento po¨¦tico y que desde entonces contin¨²a luci¨¦ndonos y deslumbr¨¢ndonos hasta ahora. Es lo cierto, no obstante, que alrededor suyo se mov¨ªan, fastidiosos sin duda en sus afanes, los aspirantes leg¨ªtimos de cuyo espeso semillero pod¨ªa nacer por raro milagro el genio creador, pero tambi¨¦n los no pocos enga?ados en una falsa pretensi¨®n, los simples simuladores, los farsantes, el siempre crecido n¨²mero de los trastornados mentales, lun¨¢ticos y dementes, un conjunto heterog¨¦neo que si por una parte servir¨ªa como caldo de cultivo, era por la otra desagradable bodrio residual de la apol¨ªnea cocina. As¨ª pues, admiraci¨®n pasmada ante los frutos mayores del estro po¨¦tico, y encarnizada befa de los enojosos poetas desgraciados, como si tan s¨®lo un efectivo logro pudiera hacer perdonable la osad¨ªa de invocar a las musas.
Despu¨¦s de todo y si bien se considera, la poes¨ªa, en cuanto dedicaci¨®n, fue y siempre seguir¨¢ si¨¦ndolo empresa demasiado arriesgada. Como un lujo, como un adorno, como una gracia social -y as¨ª es como sol¨ªa ser tomada en aquel dichoso siglo- se la acog¨ªa con general agrado, con aplauso entusiasta. Pero como profesi¨®n y oficio... Exploremos una vez m¨¢s el inagotable venero cervantino, y leamos lo que a este prop¨®sito nos ense?a el Quijote. Encontramos ah¨ª a don Diego de Miranda, el caballero del Verde Gab¨¢n, hombre muy discreto, padre prudente, confes¨¢ndole al protagonista su preocupaci¨®n por un hijo muy querido, y que, sin embargo, preferir¨ªa ¨¦l no haberle tenido antes que verlo consagrarse a la "ciencia de la poes¨ªa" en lugar de aplicado, seg¨²n el deseo paterno, a los estudios de abogac¨ªa. Pues bien: si tales pod¨ªan ser las prevenciones de un providente y sensato progenitor en una sociedad donde el ejercicio po¨¦tico era no s¨®lo dedicaci¨®n respetada en la Corte y protegida y cultivada por la nobleza, cuyas academias permit¨ªan a hombres de extracci¨®n modesta codearse con los de muy superior estamento, sino que hasta lleg¨® a constituir una moda elegante, tan invasora como para penetrar y dominar en los salones de las damas, ?qu¨¦ reservas no podr¨¢ suscitar en la sociedad de nuestros d¨ªas, tan ajena a la apreciaci¨®n de los valores que la poes¨ªa incorpora? Durante el curso de mi vida he asistido a?o por a?o a su creciente desestima social , aunque todav¨ªa en los dos primeros decenios de mi edad, y dentro de los ambientes de la burgues¨ªa provinciana, la poes¨ªa segu¨ªa teniendo una cierta presencia heredada de la eclosi¨®n rom¨¢ntica. A la fecha de hoy, el poetizar ha llegado a convertirse en una actividad m¨¢s bien vergonzante, que se ejerce de forma casi clandestina, que se procura ocultar o disimular, que a lo sumo es tolerada con indiferente condescendencia a la manera de inocuo pasatiempo.
Con eso y todo, pienso que la vocaci¨®n l¨ªrica es una potencia innata del esp¨ªritu humano, que se manifiesta contra cualquier obst¨¢culo; y as¨ª cuando, en tal o cual ocasi¨®n de contacto con j¨®venes escolares, alguno de ellos termina por revelarme t¨ªmidamente a fuerza de rodeos y reticencias sus aficiones po¨¦ticas, no puedo dejar de evocar la ¨¦poca de mi propia juventud, en que todav¨ªa la sociedad prestaba alg¨²n reconocimiento, siquiera renuente, a las artes de la versificaci¨®n. Much¨ªsimos ¨¦ramos quienes nos declar¨¢bamos propensos al cultivo de las letras, aunque a la postre s¨®lo unos cuantos persever¨¢semos en esa adicci¨®n: casi todos iban qued¨¢ndose por el camino, o m¨¢s bien retroced¨ªan antes de emprenderlo, tal vez con renuncia a desarrollar verdaderas dotes y talentos. No podr¨ªa precisar si fue ya en mi primer a?o de universidad o m¨¢s bien todav¨ªa durante los cursos del bachillerato, cuando uno de mis compa?eros me confi¨® su proyecto de escribir un soneto dedicado a actualizar, convenientemente reelaborado, el fabuloso episodio de la violaci¨®n de Leda por el divino cisne. Pretend¨ªa mi
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Los desdichados, los dichosos poetas
Viene de la p¨¢gina anterioramigo comparar -en met¨¢fora degradante, seg¨²n la pr¨¢ctica vanguardista- al disfrazado J¨²piter con esa bestia m¨ªtica de la moderna higiene: el bidet, sobre cuya cabalgadura debi¨® el muchacho de haber visto -supongo yo- montada a alguna barata meretriz; y ya ten¨ªa medio fraguado un primer verso, algo as¨ª como: "Blanco cisne de amor, decapitado", cuyas s¨ªlabas contaba y recontaba con los dedos. Creo que no lleg¨® a pasar m¨¢s all¨¢ del primer cuarteto... Quiz¨¢ el entusiasta novicio hubiera llegado a algo, pero, como tantos otros, debi¨® de renunciar pronto a la profesi¨®n, pues nunca m¨¢s tuve noticia de su vida y po¨¦ticos milagros. Por aquel tiempo, tambi¨¦n yo hab¨ªa escrito muchos versos, de los que nunca me resolver¨ªa a publicar sino un solo poema, de cuya reproducci¨®n me he abstenido siempre despu¨¦s, atenido en lo sucesivo a la prosa. Igual que en aquel entonces, abundan ahora los muchachos que, una promoci¨®n tras otra y al margen de la vulgar corriente, rinden en secreto un culto fervoroso a la poes¨ªa; como por consiguiente tambi¨¦n son numerosos los poetas hechos y derechos que, pese a todo, hacen cada d¨ªa imprimir y publicar sus versos.
Ahora como siempre, el impulso hacia la creaci¨®n l¨ªrica -no importa si carente de est¨ªmulos sociales y recluida en el seno de la intimidad- sigue actuando desde el fondo ¨²ltimo de muchos seres humanos con la esperanza de alcanzar aquel momento privilegiado en que lo inefable se nos revela o, cuando menos, parece anunciarnos su conmovedora inminencia. Pues la expresi¨®n po¨¦tica tiende ante todo, no tanto a proporcionarle p¨²blica notoriedad al poeta (por m¨¢s que ¨¦sta pueda ser su leg¨ªtima aspiraci¨®n) como a impostar su canto con las vibraciones de ese acento personal ¨²nico que proclama la autenticidad del ser. Por m¨¢s que este, canto suyo acaso no despierte eco alguno o -clamando en el desierto- ni siquiera alcance a llegar nunca a o¨ªdos de nadie, la voz inconfundible del poeta registrada en la clave de sus versos ser¨¢, para su propia confortaci¨®n, testimonio definitivo que justifique y confiera sentido al hecho absurdo de la existencia.
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