Una pol¨¦mica precipitada
El asentamiento democr¨¢tico hace hoy posible la despolitizaci¨®n de los gobernadores civiles, pero, en opini¨®n del autor, precisamente por eso no pueden suprimirse s¨®lo por razones pol¨ªticas.
El Gobierno actual tiene planteado un serio problema con el futuro de los gobiernos civiles. De una parte, desde el ejercicio de la responsabilidad gubernamental, es improbable que la cabeza del poder ejecutivo central quiera prescindir del concurso de unas instancias administrativas que, liberadas de algunas de sus m¨¢s pesadas e injustificadas cargas pol¨ªticas, siguen resultando un elemento sumamente importante en la vida cotidiana de la Administraci¨®n central. De otra, se hace evidente que, para los socios nacionalistas del Gobierno de Felipe Gonz¨¢lez, tiene algo de cuesti¨®n de principios, casi de honor, la supresi¨®n de esos gobiernos civiles.El Estado de las autonom¨ªas ha supuesto y debe seguir suponiendo un profundo reajuste de la Administraci¨®n perif¨¦rica del Estado. No es probable, sin embargo, que ese reajuste termine afectando, cuando menos por causas "naturales", a unos gobernadores civiles cuyas funciones resultan hoy nada desde?ables. La Administraci¨®n central sigue utilizando el marco provincial para la prestaci¨®n de sus servicios. La eficaz coordinaci¨®n de la misma en este escal¨®n territorial ha sido hasta ahora una de las grandes justificaciones, junto al cuidado de la seguridad ciudadana y la colaboraci¨®n permanente con las administraciones locales y provinciales, para el mantenimiento de la figura del gobernador.
Conforme se ha ido desarrollando el Estado de las autonom¨ªas y la funci¨®n de planificaci¨®n y coordinaci¨®n se ha ido perfilando como el lugar para la acci¨®n preferente de la Administraci¨®n central, se ha puesto de manifiesto el significado de un tradicional pero acaso ahora m¨¢s importante cometido de los gobiernos civiles: ser canales permanentes de comunicaci¨®n e informaci¨®n, haciendo posible de este modo la realizaci¨®n eficaz de esa funci¨®n planificadora y coordinadora de la Administraci¨®n del Estado en sentido estricto. Todas estas funciones pueden ser realizadas en algunos casos por esos supergobernadores que son, entre otras cosas, los delegados del Gobierno en las comunidades aut¨®nomas. Pero lo que estos delegados pueden realizar adecuadamente en algunos supuestos, por ejemplo en las comunidades auton¨®nomas uniprovinciales, puede seguir necesitando en otros el concurso de los gobernadores provinciales.
El asentamiento del Estado democr¨¢tico hace hoy posible la vieja reivindicaci¨®n de nuestros administrativistas, aunque no solamente de ellos, a favor de la despolitizaci¨®n del cargo de gobernador. Como tantas veces se ha se?alado, citar aqu¨ª a E. Garc¨ªa de Enterr¨ªa parece una cortes¨ªa obligada, los problemas que tradicionalmente persiguieron a nuestro orden pol¨ªtico liberal fueron la causa fundamental de las debilidades que caracterizaron a unos gobernadores siempre mejores servidores de la situaci¨®n pol¨ªtica que el Estado. Para fortuna de todos, este problema, en buena medida, puede quedar hoy superado. Sin embargo, la menci¨®n a la politizaci¨®n del pasado nos introduce, de modo casi inevitable, en la dimensi¨®n pol¨ªtico-simb¨®lica de la cuesti¨®n en este momento.
Los subdelegados de Fomento creados en 1833, prefectos y jefes superiores al calor de la Carta de Bayona y de las Cortes de C¨¢diz, gobernadores civiles desde 1834, han sido una pieza clave del orden liberal y liberal-democr¨¢tico espa?ol hasta el estallido de la guerra civil de 1936. Como los prefectos franceses, aunque sin su envidiada profesionalidad, nuestros gobernadores aspiraron -en medio de los agobios generados al calor de una compleja y bulliciosa resistencia a ese orden liberal y democr¨¢tico- a posibilitar el "gobierno directo" propio de los nuevos tiempos, expresando con ello una continuidad de fondo con las tendencias reformadoras de la ¨²ltima etapa del antiguo r¨¦gimen, empe?adas tambi¨¦n en facilitar el marco administrativo y pol¨ªtico demandado por una renovada sociedad.
Estos gobernadores, expresi¨®n en cierta medida de los logros y de las limitaciones de nuestro Estado contempor¨¢neo, han debido enfrentarse de antiguo a la hostilidad de los nacionalismos perif¨¦ricos. Nunca ha estado claro si la hostilidad hacia ellos ten¨ªa fundamento propio, o se limitaba a ser reflejo de la incomodidad de fondo con el Estado liberal espa?ol. Sea por una cosa o por la otra, o porque los gobernadores -como las provincias mismas- simbolizan de alg¨²n modo la precariedad y juventud de tanta reciente o recient¨ªsima conciencia nacional y regional, lo cierto es que su cabeza ha sido y es un premio insistentemente demandado por Converg¨¨ncia i Uni¨® y el PNV; han contado para ello, por cierto, con el concurso de opiniones t¨¦cnicas merecedoras de todo respeto y con el incondicional entusiasmo del "segundo c¨ªrculo" catalanista, dispuesto a no abandonar jam¨¢s el terreno que le ha marcado su cada vez m¨¢s te¨®rico adversario.
Insisto en que la situaci¨®n es inc¨®moda para el Gobierno central. No dudo de que, en su seno, se har¨¢n o¨ªr voces dispuestas a ceder en esto, y en lo que haga falta, a las justas e injustas pretensiones de los nacionalismos vasco y catal¨¢n. Lo primero es lo primero. Pero no dudo tampoco de la existencia en el Ejecutivo nacional de opiniones m¨¢s ponderadas y medidas, conscientes del calado de un asunto que no puede constituir un tab¨², pero que tampoco puede quedar reducido a materia con la que dar gusto a quienes no pierden ocasi¨®n de poner en compromiso la vida del Estado.
De insistir en una discutible y precipitada pretensi¨®n liquidadora de los gobiernos civiles, el Gobierno deber¨ªa andarse con alg¨²n cuidado en el tipo de argumentos y racionalizaciones que utilice al efecto. Apelar a la necesidad de profesionalizar la Administraci¨®n -como si alguien le impidiese modificar sus criterios de nombramiento de altos cargos- o realizar vagas referencias a las demandas del Estado social y democr¨¢tico de derecho supone, con toda probabilidad, ir demasiado lejos en la infravaloraci¨®n de la inteligencia media de los espa?oles. Hacer una llamada al ahorro de gasto p¨²blico podr¨ªa ser mejor ocurrencia; pero habr¨ªa que demostrar la entidad de ese ahorro en el supuesto de una sustituci¨®n de los gobernadores por unos eventuales subdelegados, y habr¨ªa, muy especialmente, que convencer a los espa?oles de que el ahorro en el gasto p¨²blico solamente es posible en relaci¨®n a la Administraci¨®n del Estado entendida en sentido estricto, como si el gasto de las comunidades aut¨®nomas, de los ayuntamientos y de la Administraci¨®n institucional quedara cubierto por el manto de un misterioso plan de financiaci¨®n en el que nada tuvieran que ver los contribuyentes.
Quedar¨ªa en pie, por ¨²ltimo, la posibilidad de dar una vuelta de tuerca al subconsciente antifranquista (mejor al subconsciente que a la conciencia, para que quepamos todos), de modo que los gobernadores civiles quedaran convertidos en criaturas de la dictadura. Bien mirado, si el Estado y la naci¨®n espa?ola han podido ser presentados como la obra de Franco, m¨¢s f¨¢cil ser¨¢ la presentaci¨®n a esta luz de los gobernadores. Es un camino. Pero alguien deber¨ªa ir pensando que la capacidad de manipulaci¨®n de las ¨¦lites pol¨ªticas, incluso descansando en el apoyo parcial de otras ¨¦lites sociales, tiene l¨ªmites. Y que en los temas relacionados con la vida del Estado y de la naci¨®n espa?ola, esos l¨ªmites est¨¢n a punto de traspasarse.
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