La dignidad de Espa?a
A un interlocutor extra?ado de que un pol¨ªtico de convicciones tradicionales y patri¨®ticas como De Gaulle hubiera propuesto la soluci¨®n referendaria para Argelia, un colaborador del general respond¨ªa que ¨¦ste, tras sopesar los sentimientos mayoritarios de la poblaci¨®n del territorio africano, consider¨® que hacer abstracci¨®n de los mismos era contrario a la dignidad de Francia. Ser¨ªa hoy injusto reducir los lazos de Francia con Argelia a la explotaci¨®n colonial e ignorar que, durante mucho tiempo, resistentes antifascistas y militantes antirracistas, incluido el propio general, se reconoc¨ªan en la pluma conmovida del oran¨¦s Albert Camus, para quien cab¨ªa un posible destino en com¨²n y resultaba punzante la renuncia al mismo. Sin embargo, si la historia de Francia pasaba por Argelia, no se agotaba en Argelia y el refer¨¦ndum se adopt¨® en conformidad a la identidad de Francia y, desde luego, en su nombre, nombre a tal efecto perfectamente reconocido tanto por los responsables como por la poblaci¨®n argelina.Hace unos meses, un pol¨ªtico catal¨¢n acompa?aba una declaraci¨®n relativa a sus convicciones federalistas con una referencia a su ausencia de reservas para usar el vocablo "Espana", y calificaba de "cursiler¨ªa" el conocido recurso ("Estado espa?ol") que trata de soslayarla. Dado el compromiso del se?or Guti¨¦rrez- D¨ªaz con la defensa (durante la dictadura y tras ella) de las libertades colectivas y privadas, nadie con buen juicio vincular¨¢ sus palabras al menor entusiasmo por los art¨ªculos constitucionales relativos a los instrumentos que, en ¨²ltima instancia, garantizar¨ªan la unidad, erigida en axioma, tanto territorial como jur¨ªdica y ling¨¹¨ªstica de Espa?a. Dicho pol¨ªtico se incluye con certeza en ese grupo numeroso de espa?oles que acata tales diposiciones sin considerarlas sagradas y que no se opondr¨ªan a una eventual modificaci¨®n.
El problema evocado por el se?or Guti¨¦rrez D¨ªaz va de facto mucho m¨¢s all¨¢ de una ret¨®rica poco afortunada. Pues en ciertos contextos se ha llegado al extremo de que el vocablo "Espa?a" sea aut¨¦ntico tab¨², y un observador ajeno podr¨ªa tener la impresi¨®n de que esta palabra se halla consensualmente identificada a alg¨²n tipo de indigencia. Todos somos conscientes de d¨®nde reside la matriz del problema:
En Barcelona o en San Sebasti¨¢n hay personas que ni se identifican como espa?oles ni estiman que deba considerarse a tales ciudades como parte de Espa?a; otras personas piensan lo contrario, entre ellos tambi¨¦n catalanoparlantes y euskaldunes (quienes insisten, no obstante, en que Espa?a deber¨ªa reconocerse mayormente en la pluralidad e interparidad de los que la constituyen).
Ambas posiciones tienen a priori la misma legitimidad democr¨¢tica, a condici¨®n necesaria y suficiente de que al adoptar una de ellas no se excluya la legitimidad de la contraria. Tal no es quiz¨¢s el caso generalizado en las actitudes, ni desde luego lo contemplado por las leyes. De ah¨ª que frente a una condici¨®n ling¨¹¨ªstico-cultural vivida como natural o nacional, la ciudadan¨ªa espa?ola sea para los primeros tan s¨®lo un hecho; hecho que no cabe sino asumir, pues, jur¨ªdicamente inapelable, literalmente se impone. Mas ante la inflexibilidad de los hechos cabe el consuelo de no darles cobijo en el registro maleable de los s¨ªmbolos y, concretamente, traducci¨®n en la palabra:
Los s¨ªmbolos de la identidad espa?ola se erigen solitariamente, en lugares tan estrat¨¦gicos como confinados (Puerto, Comandancia ... ); comparten -?por imperativo legal!- estandartes o marco con los de la comunidad en edificios representativos del poder auton¨®mico y, como marcados por un hierro de ?legitimidad..., desaparecen de ¨¢mbitos enteros de, la vida civil, al igual que en la exteriorizaci¨®n de actitudes y sistemas de valores se evacua toda referencia a lo espa?ol. Correlativamente, a la vez que se ordena la propia existencia (se oposita, se recurre, se cotiza., se inscribe) en base a los imperativos marcados por su Constituci¨®n, se evac¨²a el nombre "Espa?a", atribuy¨¦ndole una connotaci¨®n cuasi m¨¢gica, al suponer que su mera aparici¨®n . convertir¨ªa- la asunci¨®n de la ciudadan¨ªa espa?ola en asunci¨®n de la identidad espa?ola. De ah¨ª el tan trillado "Estado espa?ol,, , sustituido en ocasiones por "Estado" a secas (lo cual permite augurar titulares como Estado perdi¨® injustamente ante Italia), o el recurso sistem¨¢tico al equ¨ªvoco en expresiones como: "Tenernos siempre presente el inter¨¦s del pa¨ªs", que, a la vez en boca de Ardanza, Pujol o Gonz¨¢lez, pueden dif¨ªcilmente remitir a un mismo referente.
"As¨ª, cada uno entiende lo que quiere", se dir¨¢n los esp¨ªritus predispuestos a ver por todas partes conciliaci¨®n. ?Y qu¨¦ es lo que efectivamente entiende cada uno? Desde luego, en alguna instancia ver¨ªdica, el uno entiende perfectamente que su interlocutor espa?ol est¨¢ dispuesto a poner en provisional par¨¦ntesis tal identidad antes que aceptar como diferente, e interpretar, la suya propia. Y el otro entiende perfectamente que tal repudio provisional de su condici¨®n de espa?ol es efectivamente el precio que el primero (vasco, catal¨¢n u otro) exige a cambio de no mostrarse en lo que siente como identidad irreductible. As¨ª, en lugar de mutilo reconocimiento, del que cabr¨ªa esperar un aut¨¦ntico compromiso, se asiste a una mutua negaci¨®n, incubadora de resentimiento perfectamente consciente, pues no hay enga?o posible en esta farsa. El interlocutor inequ¨ªvocamente espa?ol que soslaya asimismo el vocablo "Espa?a", no est¨¢ en absoluto respetando la susceptibilidiad del otro, sino haciendo soterrada genuflexi¨®n que equivale a poner en almoneda la dignidad de ambos. Y desde luego ser¨¢ ¨¦ste (?nunca el que se niega a la alcahueter¨ªa!) quien -la mirada posada en alguna atalaya imaginaria- buscar¨¢ triste consuelo en el escatol¨®gico pensamiento de que "en ¨²ltima instancia...". Pues ¨¦sta es la otra cara de la moneda:
Espa?a, embarcada toda ella en ascesis dolorosa hacia la europeidad (erigida en nueva virtud y confundida con nueva piel, sin duda m¨¢s blanca), repudia hoy en sus fronteras a personas (en ocasiones hijos directos de emigrantes a Venezuela o M¨¦xico) que, vinculadas a ella por, toda clase de tradiciones, ritos festivos o liturgias, y llevando literalmente su nombre en la propia lengua, tendr¨ªan, en unos a?os, poca objeci¨®n en reconocerse (con todas las matizaciones que se quieran) de alguna manera espa?oles, reconocerse y no meramente declararse tales. Mas esa declaraci¨®n sin reconocimiento es lo que precisamente exige esa misma Espa?a de aquellos que (con raz¨®n o sin ella) se reclaman de otra identidad. Y ante el silencio hostil o el subterfugio, Espa?a oscila crispadamente entre el servilismo (al mendigar a Arzalluz el mero, pronunciamiento de su nombre) y la amenaza al evocar art¨ªculos constitucionales que rememoran dormidos fantasmas. Tal evocaci¨®n surte mayor o menor efecto en funci¨®n de si se estima o no que en este punto nuestra Constituci¨®n de alguna manera va de farol, que (por ejemplo) el marco geopol¨ªtico europeo hace de facto inviable toda soluci¨®n no pactada. En ocasiones, sin duda, hay alguna veleidad, s¨ª no de retraimiento en la convicci¨®n, s¨ª al menos de comedimiento en las palabras y sacrificio de alg¨²n gesto simb¨®lico; en celebraci¨®n de lo cual (y como expresi¨®n del mencionado polo servil) cierto peri¨®dico nombraba "espa?ol del a?o" a un pol¨ªtico catal¨¢n que hoy denosta.
Mas la referencia, como soporte de la unidad, a una instancia por hip¨®tesis inapelable puede tener efectos perfectamente antit¨¦ticos a los disuasorios que el legislador preve¨ªa. De momento, el de dar un supletorio pero irrefutable argumento a los que estiman que la dignificaci¨®n de su identidad es incompatible con el mantenimiento del lazo con Espa?a: "?C¨®mo sin indecencia asumir un v¨ªnculo que se nos impo
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Viene de la p¨¢gina anteriorne?". Pero la cuesti¨®n de fondo es otra y concierne, en primer lugar, a la decencia de los que s¨ª nos consideramos espa?oles, se agita la sombra de una intervenci¨®n concomitante al hecho de que el parlamentarismo (es decir, la remisi¨®n a un di¨¢logo) tiene marcado su l¨ªmite. Tal recurso ser¨ªa ciertamente eficaz en caso de efectiva ¨²ltima instancia, es decir, en el extremo de que la unidad afectiva entre los que hoy componemos Espa?a se hubiera ya resquebrajado hasta l¨ªmites tales que -cuesti¨®n de dignidad- no valdr¨ªa la pena mantenerla (en lo que al divorcio civil se refiere, la propia Constituci¨®n espa?ola as¨ª lo estima). Pues pretender que la remisi¨®n a la fuerza alcance legitimidad por mero hecho de otorgarle legalidad parlamentaria, es un insulto a nuestro entendimiento. Otra cosa muy diferente es la inmediata legitimidad que, m¨¢s all¨¢ de toda legislaci¨®n, puede llegar a alcanzar la fuerza como respuesta a la ofensa: como imperativo moral de resistencia al fascismo, por ejemplo, pero tambi¨¦n de no genuflexi¨®n ante el gesto despectivo y racista (por cotidiano y trivializado que resulte ¨¦ste).
La dignidad de Espa?a no pasa, en modo alguno por una exigencia de que el que no se reconoce como espa?ol se declare como tal. Pasa por que ¨¦ste acepte sin ambages tal condici¨®n en aquel que s¨ª la reclama como propia.
La dignidad de Espa?a no pasa por que el otro adopte contra su voluntad el estatuto de hispanohablante. Pasa por que ¨¦ste sea reconocido en aquel individuo que a todas luces responde al mismo. Reconocimiento que no forzosamente ha de tener traducci¨®n en oficialidad (no es oficial el idioma espa?ol en Miami, y sin el movimiento "English only" tampoco lo ser¨ªa el ingl¨¦s), pero s¨ª en escrupuloso respeto ante su presencia en tal o tal aspecto de la vida cotidiana. Pues, precisamente los que un d¨ªa, y en nombre de Espa?a, fueron despreciados en su identidad ling¨¹¨ªstica, saben mejor que nadie que para tal ofensa no hay b¨¢lsamo posible y que ante ella (salvo al precio de incubar para siempre un resentimiento tan feroz como est¨¦ril) s¨®lo cabe la radicalidad en la respuesta.
La dignidad de Espa?a no pasa por prefigurar una historia futura y por tanto aleatoria, en la que tendr¨ªan obligada participaci¨®n todas las culturas, lenguas y comunidades que hoy la integran. Tal dignidad pasa por que a Espa?a se la reconozca en lo irreversible de una historia dram¨¢tica y hasta cruel (como tantas otras, asociadas a grandes civilizaciones), pero hoy traducida en lazos con cientos de millones de personas que, no arbitrariamente, en su exilio norteamericano reciben, el nombre de hispanos. Historia intr¨ªnsecamente merecedora de respeto y que no puede, sin ofensa, ser trivialmente devaluada en nombre de valores abstractos de europeidad (como hacen en ocasiones los que buscan raz¨®n prestigiosa para rechazar el ser espa?ol). En las orillas del Mediterr¨¢neo todo el mundo parece considerar que la frontera de Europa termina en el sur de su pueblo, olvidando que ellos mismos son sur para otro norte: ese norte que excluye del n¨²cleo de la Uni¨®n al ¨²nico pa¨ªs meridional firmante... del Tratado de Roma.
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