La superstici¨®n musical
A una amiga m¨ªa le sucedi¨® que, mientras estaba pagando en Jumbo, la cajera se ech¨® a llorar. "?Qu¨¦ le ocurre?" le pregunt¨®. "Es que con esta m¨²sica me voy a volver o sorda o loca", le respondi¨® la chica, y explic¨® que la direcci¨®n se empe?a en mantener la m¨²sica, pese a la protesta de algunos empleados, en la extra?a creencia de que la m¨²sica, igual que amansa a las fieras, atrae a los clientes. Y por lo visto, m¨¢s si est¨¢ a todo volumen.Esta de la m¨²sica (que cuando no es ruido serializado es a menudo un abuso de los cl¨¢sicos, o intolerable m¨²sica de dentister¨ªa), constituye una de las m¨¢s extendidas y, misteriosas supersticiones de este fin de milenio, de particular y grave arraigo en Espa?a: pues quiz¨¢ muchos no se lo crean, pero por ah¨ª afuera los bares no emiten rock duro, las cafeter¨ªas no llevan televisor incorporado, y en las ciudades m¨¢s civilizadas los taxistas no imponen al cliente su particular radiopredicador ni el partido de la jornada. Se puede argumentar que ni el radiopredicador ni el partido son m¨²sica (seg¨²n se oiga), pero es que en realidad el de la m¨²sica es el aspecto menos chocante de una enfermedad de nuestro tiempo, que es el odio al silencio.
Siempre que puedo regreso a determinado desierto rojo cuyo nombre omito, por culpa de un escarmentado ego¨ªsmo, como hago con otra media doce na de lugares cuyo recuerdo me ayuda a ir tirando. En cierta ocasi¨®n llev¨¦ all¨ª a una. chica agradable e inteligente que, a los cinco minutos de bajar del coche y caminar, me pidi¨® que regres¨¢ramos pues "no pod¨ªa tolerar tanto silencio". No hab¨ªa silencio, en realidad, sino viento del desierto; a riesgo de ret¨®rica dir¨¦ que es uno de los silencios menos silenciosos que conozco. Comprend¨ª que, adem¨¢s de los rojos del paisaje, era lo que m¨¢s me gustaba de aquel lugar. Como es natural quise indagar la raz¨®n de tan es tramb¨®tico comportamiento por parte de la chica y con gran compasi¨®n me fui enterando que hab¨ªa tenido una sufrida infancia en el seno de una de esas fa milias en la que el primero que llega enciende la televisi¨®n y la apaga el ¨²ltimo en irse a dormir (?les suena? hoy en Espa?a son casi todas), y naturalmente se hab¨ªa enganchado a la m¨²sica a todas horas y a la radio en la ducha y en el coche. Era una adicta del walkman, que tiene una mayor capacidad de crear sordos que varias bombas at¨®micas juntas.
El otro d¨ªa discut¨ªamos entre amigos sobre las ventajas del chal¨¦ frente al piso y Bill Lyon, que escribe en estas mismas p¨¢ginas, cont¨® el cas¨® de un amigo suyo ingl¨¦s, residente en chal¨¦ madrile?o. Este pobre hombre ha llegado a estar tan desesperado con los ladridos de los enormes perros de defensa que menudean en su urbanizaci¨®n que de vez en cuando, cuando ya no puede m¨¢s, abre las ventanas de su casa, instala grandes altavoces, y devuelve al mundo, bajo la forma de grabaci¨®n, los ladridos que a ¨¦l tanto le han torturado. Es su forma de decir: "?Veis? ?eh? ?veis? A que molesta". Es verdad que el efecto no es exactamente el mismo pues los mismos perros artistas del disco se quedan al principio estupefactos ante este invisible prodigio que les viene de cielo -ladridos sin perro-, pero luego, al reconocerse, se vuelven locos de la ira: a ellos tampoco les gusta que les coloquen a traici¨®n frente a un espejo.
Cuento todo esto porque en el Sindicato del Sigilo (Ss) hemos detectado ¨²ltimamente tal cantidad de agresiones que comenzamos a pensar en una campa?a orquestada, nunca mejor dicho, y este art¨ªculo no es m¨¢s que uno de los primeros del contrataque, en lo que sin duda ser¨¢ una larga guerra de desgaste. Aparte de plazas ha tiempo conquistadas por el enemigo, como el abuso de la publicidad en televisi¨®n, que de informaci¨®n se ha transformado en ruido, los primeros indicios se dieron cuando comenz¨® a detectarse m¨²sica en lugares hasta el momento incontaminados como las librer¨ªas o los tel¨¦fonos: ahora ya casi no hay centralita en la que uno no tenga que comprobar que, como el paro, el absentismo laboral madrile?o tambi¨¦n aumenta, y de paso tragarse el sonsonete de Para Elisa unas cuantas docenas de veces: una forma de distraerse es inventar un sistema para esperar sin o ir la m¨²sica; si alguien lo descubre, que lo patente que se forra. Seguramente el responsable del invento (parece que en ciertos modelos no hay alternativa) es la misma retorcida mente de Telef¨®nica que propone como adelanto la robotizaci¨®n del 003, del que sale una voz pegajosa de dibujo animado de mala calidad. Quiz¨¢ no est¨¦ de m¨¢s informar que servicios telef¨®nicos mucho m¨¢s desarrollados han superado hace tiempo esta fase nuevo rico-anal, y conservan humanizados sus servicios, y silenciosas sus centralitas.
Una vez comet¨ª el error de juventud de recorrer Italia en el autob¨²s de una agencia de turismo: aquello de Florencia en medio d¨ªa y Roma en dos, y no exagero. El conductor result¨® un tipo aficionado a la ¨®pera y, como un gondolero, se cre¨ªa en la obligaci¨®n de atizarnos con su talento una media de seis horas al d¨ªa. De aquel viaje, en el que tal vez aprend¨ª m¨¢s que en ning¨²n otro, por todo lo que no ten¨ªa que volver a hacer bajo ning¨²n concepto, saqu¨¦ la engre¨ªda certeza de que, en cuanto a ruidos de viaje, lo hab¨ªa o¨ªdo todo. Hasta que muchos a?os despu¨¦s descubr¨ª por casualidad, con la tortura a?adida del sobrio y formidable paisaje de Cuenca al otro lado del cristal, la pesadilla de los autobuses con v¨ªdeo, que es como la institucionalizaci¨®n del ch¨®fer cantante s¨®lo que aqu¨ª no es posible escapar: si viaja usted en autob¨²s, video. Y qu¨¦ videos. A su lado resultan una minucia la propaganda electoral por altavoz (el candidato queda ah¨ª mismo retratado) y los gritos esquineros de los vendedores de naranjas, y una ridiculez los alaridos y obviedades que se escuchan en diecisiete idiomas mal pronunciados en los aviones de Iberia.
Todos sabemos que de la lectura diaria de El Pa¨ªs Madrid puede uno salir trasquilado y melanc¨®lico, por todo lo que hay que ver. Aunque s¨¦ que hay cosas mucho m¨¢s graves, pocas veces me he sentido tan solidario como tras la lectura de una cr¨®nica del domingo pasado sobre los que detestan la Navidad, en la que unos vecinos describ¨ªan la ineluctable tortura invernal que para ellos supone la instalaci¨®n de un parque infantil navide?o en la plaza de Felipe II o de El Corte Ingl¨¦s. Inmolados en el altar de la obligatoria alegr¨ªa de esas fechas, horas y horas de cancioncilla infantil, repetida d¨ªa tras d¨ªa, durante semanas, a?o tras a?o. En esta perversa ciudad sin ley ?puede alguien imaginar algo peor?
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