Otras razas humanas
En los austeros libros de lectura de mi infancia, con hojas de papel ¨¢spero, sin colores y tapas de cart¨®n, hab¨ªa siempre alg¨²n cap¨ªtulo dedicado a las diferentes razas humanas representadas por ilustraciones que se parec¨ªan a las huchas de porcelana en forma de cabeza de negrito o de chino del D¨ªa del Domund. Las razas humanas, en aquellos libros, eran una cosa tan clara y tan clasificable como los puntos cardinales y las partes del cuerpo, y del mismo modo que ¨¦ste se divid¨ªa en cabeza, tronco y extremidades, y que el aire estaba compuesto de nitr¨®geno y ox¨ªgeno, la especie humana se clasificaba en cinco razas, que a¨²n ahora me vuelven en un orden autom¨¢tico a la memoria: blanca, negra, amarilla, cobriza y aceitunada. Con respecto a las cuatro primeras no sol¨ªa haber ninguna duda, porque con el exotismo de los negros, de los chinos y de los pieles rojas ya nos hab¨ªan familiarizado, las jornadas de ayuda a las misiones y las pel¨ªculas. Sobre la raza aceitunada en cambio, predominaba una notable vaguedad, lo mismo en su fisonom¨ªa que en su localizaci¨®n geogr¨¢fica, y apenas recuerdo de ella una cabeza de pelo muy rizado y una nariz chata atravesada por un hueso.A?os despu¨¦s, leyendo a Garc¨ªa Lorca, descubr¨ª que a Anto?ito el Camborio le brillaban entre los ojos aceitunados bucles, y ese adjetivo tan infrecuente me trajo enseguida una sugerencia de piel oscura y aceitosa, de penumbra selv¨¢tica de Nueva Guinea o Polinesia. Nunca logr¨¦ aprender c¨®mo era la raza aceitunada, pero ya da igual, y no s¨®lo porque se hayan pasado de moda hace mucho tiempo las cabezas de porcelana de las cuestaciones del Domund, sino porque adem¨¢s cada vez est¨¢ m¨¢s claro que las clasificaciones raciales son una falsedad cient¨ªfica, un zafio invento racista. En Atlanta, estos d¨ªas, en el coraz¨®n del sur de Estados Unidos, donde tanta injusticia y sufrimiento han sido justificados en nombre de las diferencias raciales, un congreso de bi¨®logos y antrop¨®logos ha desbaratado por igual las coartadas del orgullo de raza y del desprecio de raza, d¨¢ndole con 60 a?os de retraso la raz¨®n al atleta negro Jessy Owens, quien al ganar su medalla de oro en los Juegos Ol¨ªmpicos de Berl¨ªn de 1936 contest¨® al nazi que le preguntaba si se sent¨ªa orgulloso de su raza: "S¨ª se?or. De la raza humana".
No creo que haya trampas intelectuales y pol¨ªticas m¨¢s da?inas que las proporcionadas por la aplicaci¨®n de los lenguajes y del simulacro de los m¨¦todos de la ciencia a la diversidad de los comportamientos humanos. Desacreditada o anticuada la religi¨®n, que hasta entonces se- hab¨ªa ocupado de esa tarea, a la ciencia le correspondi¨® desde el siglo XIX justificar las mayores atrocidades y las m¨¢s crueles diferencias sociales. Los proletarios del Londres victoriano eran miserables y sucios en virtud de graves deficiencias fisiol¨®gicas, de las que por fortuna estaban exentas las clases rectoras.
A los criminales se les pod¨ªa descubr¨ªr a¨²n antes de que cometieran un delito midi¨¦ndoles las curvaturas del cr¨¢neo. La d¨¦bil?-. dad mental de los negros, cient¨ªficamente demostrada, hac¨ªa necesario el establecimiento de colonias europeas en ?frica. Las mujeres, por su propia naturaleza, estaban destinadas al hogar y a la maternidad.
Las aberraciones m¨¦dicas del nazismo en modo alguno fueron inventadas en la Alemania de los a?os treinta: pertenecen a una respetable tradici¨®n europea y norteamericana de falsedad cient¨ªfica, del mismo modo que los hornos crematorios y las c¨¢maras de gas pertenecen a la tradici¨®n de eficacia de la industria alemana. Justo ahora, con la izquierda extinguida y la derecha m¨¢s fan¨¢tica arras¨¢ndolo todo, en Estados Unidos vuelve a extenderse la idea de que la mayor parte de los negros son pobres no por culpa de una organizaci¨®n social cruel e injusta, sino por ciertas deficiencias cerebrales que los condenan a ser m¨¢s tontos que los blancos.
Siempre son falsas tales apelaciones a la ciencia, y siempre son temibles, aunque revistan un aire de buena voluntad, incluso de progresismo. Yo conoc¨ª a un fot¨®grafo nacionalista andaluz que andaba por ah¨ª con su c¨¢mara buscando ejemplares puros de la raza andaluza, igual que Sabino Arana peregrinaba por los caser¨ªos en busca de bizkainos no contaminados por la mugre racial espa?ola.
Hay similitudes b¨¢sicas y diferencias infinitas entre los individuos, y en ese juego de la semejanza y la pluralidad seguramente residen el valor m¨¢s alto y las posibilidades de alegr¨ªa, libertad y dolor que a cada uno nos corresponden. Pero no creo que haya identidades de grupo, de naci¨®n o de raza que no sean tir¨¢nicas, aunque se apele a un simulacro de ciencia para justificarlas. Observo a mujeres muy progresistas felicitarse por no s¨¦ qu¨¦ informe -por supuesto cient¨ªfico- en el que, al parecer, se demuestra que las mujeres son m¨¢s inteligentes que los hombres, y me pregunto cu¨¢l es la diferencia con otros informes cient¨ªficos en los que tambi¨¦n se demostraba que los hombres son m¨¢s inteligentes de las mujeres, o que los chinos son m¨¢s trabajadores que los negros, etc¨¦tera. A una cr¨ªtica literaria le o¨ª una vez la teor¨ªa de que las mujeres escritoras retrataban mejores personajes secundarios que los varones escritores, dado que la mujer est¨¢ m¨¢s alejada del poder, m¨¢s atenta a lo cotidiano. Otra escritora declar¨® hace poco que las mujeres tienen m¨¢s memoria, de ah¨ª que, como todo el mundo sabe, los libros escritos por mujeres suelan estar m¨¢s poblados de recuerdos que los escritos por hombres. Yo me pregunto casi cada d¨ªa qu¨¦ clase de opio o de consuelo hay en las identidades colectivas para que tanta gente quiera afiliarse a ellas, protegerse o fortificarse en la invenci¨®n de sus rasgos comunes. Los hombres y las mujeres se parecen sobre todo en su capacidad para ser inteligentes o idiotas, bondadosos o canallas, honrados o corruptos, incluso para escribir buenas o malas novelas pobladas o no de recuerdos y de personajes secundarios. Pero tengo la sensaci¨®n de que tantos a?os despu¨¦s de las enciclopedias de razas humanas hay personas, hombres y mujeres, interesadas en volver a clasificarnos cient¨ªficamente a todos, en someternos a identidades tan fijas, tan sonrientes y de porcelana como la de aquellas cabezas de las huchas del Domund.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.