La novela de Rold¨¢n
El periodista norteamericano David Remnick, que ha escrito mejor que nadie la cr¨®nica de la ruina de la Uni¨®n Sovi¨¦tica y del s¨®rdido desastre que ha venido despu¨¦s, asegura en un art¨ªculo reciente que todos los antiguos esp¨ªas, los del Este y los del Oeste, comparten una desmedida afici¨®n por las novelas de esp¨ªas. Remnick, que visit¨® en Mosc¨² a Kim Philby cuando ya era un anciano alcoh¨®lico y tembl¨®n en zapatillas de pa?o, dice que en los apartamentos vulgares de los esp¨ªas retirados suele haber muy pocos libros, pero que casi todos los libros que hay son novelas de espionaje, y no las m¨¢s sutiles o las de mayor calidad, como las de Graham Greene o John le Carr¨¦, sino las otras, las novelas baratas de secretos at¨®micos y chicas en ropa interior que se ve¨ªan antes en los quioscos espa?oles, los ladrillos de 800 p¨¢ginas sobre conspiraciones mundiales, en los que se especializ¨® a?os atr¨¢s Frederick Forsyth y que han llevado al paroxismo destajistas reaccionarios del best seller como Robert Ludlum, Tom Clancy o Michael Crichton.Por culpa de la literatura, del cine y de la guerra fr¨ªa, el espionaje ha sido un oficio absurdamente sobrevalorado. La derecha atribu¨ªa a mitol¨®gicos agentes a sueldo de Mosc¨² todas las revoluciones, y convert¨ªa en espionaje y traici¨®n toda disidencia: las personas de izquierdas imagin¨¢bamos sim¨¦tricamente que la CIA gobernaba el mundo desde la oscuridad, y esa superstici¨®n compartida (le que inteligencias onmipotentes y secretas libraban una guerra oculta y reg¨ªan desde sus s¨®tanos y sus cuarteles generales las m¨¢s triviales incidencias de la historia visible confirmaba su persuasi¨®n con el brillo irresistible de lo literario. De igual modo que las pel¨ªculas de la Warner de los a?os treinta hab¨ªan otorgado una estatura heroica y una poes¨ªa de perdici¨®n a la vulgar brutalidad de los g¨¢nsteres, las novelas y el cine de esp¨ªas nos hicieron imaginar un reino de sombras hostiles, de batallas silenciosas dotadas de la geometr¨ªa y la inapelabilidad del ajedrez y celebradas secretamente en un tablero que abarcaba el mundo, sus oficinas, sus callejones, sus refugios clandestinos, sus idiomas herm¨¦ticos. En las pel¨ªculas de Raoul Walsh, James Cagney, con sus trajes entallados, sus sombreros torcidos sobre la cara y su furiosa determinaci¨®n de desastre, era el ?ngel Ca¨ªdo: en las novelas de esp¨ªas, lo mismo en las de John le Carr¨¦ que en las de Ian Fleming, la guerra fr¨ªa acababa siendo la pupulosa contienda de los ¨¢ngeles leales y los malvados, y a los supremos combatientes de ambos ej¨¦rcitos se les otorgaban atributos pr¨¢cticamente divinos: la omniscencia, la omnipotencia, la invisibilidad.
Enseguida se vio que no era para tanto. Con todo ese lujo de sat¨¦lites esp¨ªas, de agentes dobles y de sutilezas tecnol¨®gicas, ning¨²n servicio occidental advirti¨® que el ¨²nico secreto de la Uni¨®n Sovi¨¦tica era su absoluto desastre. Igual que don Quijote confund¨ªa la realidad con los libros de caballer¨ªas, los esp¨ªas imaginaban el mundo en forma de mala novela de espionaje y estaban tan ocupados en los retorcimientos y en las ruinas de su propio oficio que apenas llegaban a interesarse por la realidad. Cuando Kim Philby, que ten¨ªa el gusto literario m¨¢s cultivado que la mayor¨ªa de sus colegas, ley¨® El esp¨ªa que volvi¨® del fr¨ªo le dijo a John le Carr¨¦ que el argumento de sunovela era demasiado perfecto para no ser inveros¨ªmil. Ning¨²n servicio secreto, confes¨® luego el propio Le Carr¨¦, habr¨ªa podido llevar a cabo un juego de traiciones tan sutil, una conspiraci¨®n tan milim¨¦trica, tan sofisticada como la partitura de un cuarteto de cuerda.
Dice David Remnick que la conversaci¨®n de los ex esp¨ªas suele ser un cat¨¢logo impresentable de embustes de baja calidad y lugares comunes de las novelas de esp¨ªas. Trastornados por ellas, por la deformaci¨®n del secreto, son incapaces de ver y comprender lo que tienen delante de los ojos. En la actualidad espa?ola de ahora mismo ocurre exactamente lo contrario, que no se entiende nada la realidad, o al menos la versi¨®n de la realidad que nos aterra o nos marea cada ma?ana en el peri¨®dico, si no se dilucida en ella el rastro de las malas novelas de intriga y conspiraci¨®n internacional. Vientiane y Bangkok s¨®lo pudieron ser elegidos como escenarios de la novela de Luis Rold¨¢n por alg¨²n lector de mala literatura adicto a un cosmopolitismo de folletos de viajes a pa¨ªses ex¨®ticos. El fugitivo sin descanso que viaja de un extremo a otro del planeta cambiando fluidamente de identidad y pasaporte, como un eremita o un fantasma de los hoteles de lujo y de las salas de primera clase de los aeropuertos, es un personaje tan repetido y tan exhausto que ni el John le Carr¨¦ de los ¨²ltimos tiempos ha logrado animarlo con el soplo misterioso de la verosimilitud.
En los ¨²ltimos d¨ªas, para que nada falte en el consabido repertorio, se ha agregado a la novela un ex agente del MI6 brit¨¢nico, que es como esos actores americanos medio olvidados y arruinados que en los a?os sesenta acced¨ªan a participar en los spaghetti-westerns de Almer¨ªa. Manuel V¨¢zquez Montalb¨¢n ha logrado trasladar con dignidad a la literatura espa?ola la figura del detective privado, pero por alg¨²n motivo nadie ha sabido inventar hasta ahora en Espa?a tramas aceptables de esp¨ªas. En t¨¦rminos pol¨ªticos y morales, el ascenso, ca¨ªda, desaparici¨®n y captura de Luis Rold¨¢n constituyen una historia nauseabunda, pero su calidad literaria es todav¨ªa m¨¢s baja, y s¨®lo, puede entenderse algo de ella si se la mira a la luz de las peores novelas: las fotos borrosas en los aeropuertos, los intermediarios con gafas oscuras dedicados al tr¨¢fico de armas, la enigm¨¢tica gabardina, que sin duda es la clave de todo: Luis Rold¨¢n llevaba gabardina a 30? de temperatura para parecerse a un personaje de una novela o de una pel¨ªcula de esp¨ªas.
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