La voz humana
Leemos siempre en silencio y se nos olvida que en su origen lo que ahora llamamos literatura fue sobre todo una voz, no un mensaje de tipograf¨ªa cifrado y oculto en el interior de los libros, sino algo que suced¨ªa en voz alta y desde luego nunca en soledad, que resonaba en plazas p¨²blicas, en aulas, en grandes cocinas con el fuego encendido, o de noche, en torno a una mesa camilla, bajo la luz de una l¨¢mpara escasa. En la escuela primaria a la que yo asist¨ª nos ense?aban el arte antiguo y perdido de leer en voz alta, arte que a los pertinaces pedagogos de ahora sin duda les parecer¨¢ rid¨ªculo, pero que a nosotros nos acostumbraba a la materialidad de las palabras del idioma y a las cualidades de entonaci¨®n y respiraci¨®n de la sintaxis, adem¨¢s de permitirnos la misteriosa inmersi¨®n en lo imaginario que algunas veces consigue por s¨ª solo el metal de una voz.S¨¢bado tras s¨¢bado, a lo largo del invierno l¨²gubre en que estudi¨¦ segundo de bachillerato, un profesor ben¨¦volo nos hac¨ªa leer por turnos de unas cuantas p¨¢ginas las aventuras del Conde de Montecristo, y el ejemplar ¨²nico y maltratado de aquel libro se multiplicaba por efecto de la voz humana en tantas novelas como alumnos escuch¨¢bamos la lectura. Como esos juegos ¨®pticos en los que una l¨¢mina mirada con fijeza y a una distancia gradual se transmuta inadvertidamente en otra cosa, en un fant¨¢stico espacio tridimensional, as¨ª la atenci¨®n con que uno escuchaba la lectura se convert¨ªa primero en ensimismamiento y luego en pura hipnosis, de modo que la voz conocida y sus torpezas habituales desaparec¨ªan y el aula del colegio quedaba despojada de su gravitaci¨®n opresiva sobre nuestros hombros y nucas de escolares largo tiempo encerrados.
Hay una Arcadia infantil de los libros que es aquella en la que el ni?o ya sabe lo que son y disfruta de ellos, pero a¨²n no ha aprendido a leer, y goza de la lectura a trav¨¦s de la voz del adulto en la que reviven cada noche para ¨¦l las palabras y las f¨¢bulas, en ese, reino confortable de la cama, la l¨¢mpara y la vecindad del sue?o. La voz se aleja, se va disgregando en la dulzura densa de dormir, donde tambi¨¦n se pierden las peripecias del libro, y es posible que de aquella felicidad nos venga a algunos la afici¨®n suprema de leer en la cama y la nostalgia de abrir los libros queriendo escuchar en cada uno de ellos una voz. A las personas mayores una de las cosas que m¨¢s les asombraban de la televisi¨®n era que los locutores de los telediarios pudieran seguir leyendo en voz alta mientras apartaban los ojos del papel para mirar a la c¨¢mara. Pero m¨¢s extra?o a¨²n era ver que alguien le¨ªa en silencio. A la err¨¢tica erudici¨®n de Borges le debemos la noticia del asombro con que san Agust¨ªn, en el siglo IV, ve¨ªa leer al patriarca san Ambrosio sin que la voz de ¨¦ste se escuchara, lo cual le parec¨ªa un hecho prodigioso, y sin duda lo era porque no hay constancia de que nadie lo hubiera presenciado hasta entonces.
La alianza entre la palabra escrita, la soledad y el silencio se ha vuelto, inquebrantable. Ya no sabemos leer en voz alta, nos da verg¨¹enza o no tenemos quien nos escuche. En un poema de Garc¨ªa Lorca que s¨®lo cobra su plena belleza si se lee a viva voz el amante le pide a su amor que le escriba: lo que hay que pedir es que nos lean, y que sean las voces que m¨¢s nos importan las que rescaten las palabras de ese mutismo y ese letargo de los libros, y del mismo modo que se regala una novela habr¨ªa que regalar unos minutos de lectura, de conversaci¨®n ¨ªntima en la que las palabras que se dicen y se escuchan fueron escritas hace tiempo por otro, una tercera presencia o tercera persona que se encarna en la voz del lector.
De esas voces la m¨¢s admirable que yo conozco es la de Fernando Fern¨¢n-G¨®mez. Hace m¨¢s de 10 a?os en Granada, en la penumbra de un escenario en el que estaba ¨¦l solo, yo vi a Fern¨¢n-G¨®mez leer con la voz de Don Quijote y tambi¨¦n con la de Quevedo y la de Fray Luis y la de Vicente Aleixandre. En el escenario no hab¨ªa nada m¨¢s que un atril, y junto a ¨¦l un vaso de agua. Fernando Fern¨¢n-G¨®mez vest¨ªa una ropa oscura y com¨²n y pasaba las p¨¢ginas como si fueran las de una partitura, y todo el espacio de aquel auditorio en el que uno estaba acostumbrado a ver orquestas sinf¨®nicas y bandas tumultuosas de jazz ahora lo ocupaba ¨²nicamente la presencia alta y sola de un hombre, los gestos sobrios de sus manos y el prodigio de su voz. Una voz honda, ruda, matizada, gastada y ennoblecida por el tiempo como los rasgos de una cara, con esa sugesti¨®n de materia y concavidad que tiene un contrabajo, un violonchelo, un saxo bar¨ªtono, una voz que parec¨ªa hecha para resonar en b¨®vedas de iglesias o entre el humo y los espejos de los caf¨¦s, o de noche, en mitad de un bosque, cerca de una hoguera encendida, en la majada donde Don Quijote de la Mancha pronuncia para unos pocos pastores analfabetos y somnolientos el discurso de la Edad de Oro, que es el discurso m¨¢s memorable de nuestra literatura: "Dichosa edad y dichosos siglos aquellos...". Ahora Fernando Fern¨¢n-G¨®mez acaba de leer para una colecci¨®n de audiolibros que inaugura Alfaguara la que sin duda es su mejor novela, El viaje a ninguna parte, y al poner la cinta y escuchar en el silencio de mi casa esa voz el libro cobra para m¨ª su condici¨®n m¨¢s verdadera de experiencia vivida y contada. Oyendo las aventuras de esos c¨®micos fracasados por un s¨®rdido pa¨ªs de posguerra esteparia me quedo tan hechizado como si el personaje que habla me las estuviera contando personalmente a m¨ª, igual que aquella noche de su recital en Granada la voz de Fern¨¢n-G¨®mez era la de Cervantes y la de Don Quijote y yo lo escuchaba declamar sobre la Edad de Oro con el mismo asombro y reverencia que los cabreros al hidalgo lun¨¢tico. El teatro era un bosque de encinas, y la noche una noche quieta y oscura de julio, una de aquellas noches de los veranos de la infancia en las que ya am¨¢bamos la literatura sin saber que existiera: nos qued¨¢bamos hasta muy tarde al fresco de la calle y s¨®lo dese¨¢bamos que no nos mandaran a acostarnos y que los mayores siguieran contando historias en voz alta.
Babelia
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