La frontera del Norte
La puerta norte de Madrid, punto de partida y de retorno de la carretera de Burgos y sus afluentes, recibe el apropiado nombre de plaza de Castilla. El monumento a Calvo Sotelo, de imposible vocaci¨®n n¨¢utica, orienta su proa hacia el cauce seco de la Castellana. Aqu¨ª deber¨ªa estar el gran r¨ªo de Madrid, un Sena divisorio que se qued¨® en ca?ada trashumante, hasta que ovejas y pastores fueron poco a poco sustituidos por reba?os de autom¨®viles pastoreados por guardias urbanos.Madrid desemboca al Norte por la plaza de Castilla, que atraviesa el paseo de la Castellana. Obsoleta qued¨® su denominaci¨®n primigenia, que, en un rizar el rizo de la hip¨¦rbole, lleg¨® a llamarse ampliaci¨®n de la avenida del General¨ªsimo, met¨¢stasis m¨¢s que superlativo.
En la popa del monumento al protom¨¢rtir -sigamos con la hip¨¦rbole-, una figura femenina, sedente y desconsolada, llora a perpetuidad, pero sus l¨¢grimas, en principio consagradas a la sensible p¨¦rdida del homenajeado, bien podr¨ªan ser interpretadas por los transe¨²ntes de una de las plazas m¨¢s transitadas de Madrid como un ataque de llanto provocado por los desmanes urban¨ªsticos que se han cebado hasta la m¨¦dula sobre este cruce de caminos.
Discreta y acomplejada por tanto aparato, la pla?idera contempla, como pasmada, las inclinadas y perversas torres de KIO, s¨ªmbolo de Babel, pantorrillas de un fantasmag¨®rico coloso de Rodas con los pies de barro, templo inconcluso consagrado a los ingratos y falsos dioses de la especulaci¨®n, castillo de naipes desbaratado por los vientos crud¨ªsimos de la realidad. Las torres de KIO son las Horcas Caudinas, desfiladero, que cruzan diariamente, humillados y perplejos, algunos de los que un d¨ªa no muy lejano creyeron en las falsas promesas de Jauja y hoy afrontan su amarga moraleja.
La plaza de Castilla, protegida por el trasatl¨¢ntico monumento, fue, hasta hace pocos a?os, terreno bald¨ªo, descampado casi silvestre, estaci¨®n terminal, punto de encuentro y despedida de una multitud ajetreada y an¨®nima. La torre del dep¨®sito de agua, hito caracter¨ªstico de la plaza, se ha empeque?ecido, ha quedado reducida a proporciones de seta frente a las orgullosas torres gemelas, pero ni las m¨²ltiples y desafortunadas transformaciones y remodelaciones del entorno han Conseguido acabar con algunos de sus tradicionales usos. Junto a las soberbias moles acristaladas se despliega, o repliega, seg¨²n la vigilancia, un mercadillo ocasional y semiclandestino de frutas, verduras, hortalizas o flores que venden los gitanos desde sus furgonetas o sus carros de mano; y los apresurados viajeros que circulan bajo las marquesinas del intercambiador de comunicaciones bajan al metro o suben al autob¨²s cargados con arom¨¢ticos paquetes vegetales de regreso a sus casas.
Las nuevas marquesinas forman un abigarrado y confuso bosque de historiadas sombrillas, una floraci¨®n del m¨¢s infausto mobiliario urbano, espeso paradigma de los desastres del dise?o municipal, campo minado de obst¨¢culos que, pese a su camuflaje, s¨®lo sirven como soporte de mensajes publicitarios.
Al sur de la plaza, en la confluencia de Bravo Murillo y la Castellana, est¨¢n los edificios de los juzgados, impersonales y fr¨ªos como corresponde a su funci¨®n, desprovistos de cualquier adorno o simbolog¨ªa, funcionales y sobrios. ?ste es el v¨¦rtice principal de lo que se llam¨® "tri¨¢ngulo de oro", frente de batalla de la especulaci¨®n durante muchos a?os, que, una vez expulsados sus ¨²ltimos defensores y derruidos sus postreros bastiones, ha conservado imp¨²dicamente su nombre de guerra. Tri¨¢ngulo de Oro se llama hoy un centro cultural que se levanta a espaldas de los tribunales.
A las puertas de los juzgados hay un trasiego constante, un nervioso ir y venir de seres atribulados o felices seg¨²n les vaya en el litigio. Los corrillos de litigantes, abogados, testigos, denunciantes o denunciados se hacen y se deshacen en cuesti¨®n de minutos; los m¨¢s perseverantes y pacientes son los reporteros, que montan guardia siempre al acecho de banqueros, financieros o pol¨ªticos ca¨ªdos en desgracia. Los figurantes y los actores que interpretan sus correspondientes papeles en las ceremonias judiciales cuando termina la funci¨®n se desparraman por un rosario de bares, cervecer¨ªas , burgers y caf¨¦s oportunamente instalados alrededor del foro, locales donde las incidencias y las inclemencias procesales se comentan y se enjuician sin protocolos ni desacatos alrededor de unas jarras de cerveza. Sentados en las escaleras de acceso a los tribunales, allegados y parientes de algunos reos esperan la pronta liberaci¨®n de los suyos.
Los juzgados y las torres. delimitan los distintos ambientes de la plaza, y en tierra de nadie sobrevive un modesto tiovivo en el que los ni?os se entrenan para ser bomberos o conductores de ambulancia y poder sumarse, en su momento, a la noria del tr¨¢fico adulto, a la caravana de autom¨®viles que circunda la plaza con estruendo de bocinas y escapes.
La plaza de Castilla es predio del caos, y todo intento de organizaci¨®n parece condenado al fracaso. Ni avisos, ni se?ales, ni sem¨¢foros, ni t¨²neles, ni guardias son capaces de regular el intenso tr¨¢fago urbano de la frontera norte. La plaza de Castilla es uno de los mentideros m¨¢s populosos de la ciudad. Aqu¨ª el mundo se divide entre los que llevan much¨ªsima prisa y corren hacia los transportes p¨²blicos que les llevar¨¢n a sus domicilios o a sus centros de trabajo, y los que esperan atribulados a que sus litigios se ventilen en las ominosas estancias donde se administra la justicia. Y entre unos y otros, en medio de la vor¨¢gine, se lleva a cabo toda especie de tratos y contratos, modestas transacciones comerciales y mercadeos subrepticios,
La plaza es frecuentada tambi¨¦n por algunos jubilados que prefieren la algarab¨ªa del bullidor torrente humano al sosiego de los bancos p¨²blicos de parques y jardines. Mudos observadores que se asoman al ajetreado batiburrillo de los negocios ajenos y contemplan, quiz¨¢ con un destello de iron¨ªa en sus fatigadas pupilas, c¨®mo se las arregla el mundo sin ellos.
Hay otros mundos. Muy cerca de las malhadadas torres, resisten todav¨ªa algunas viviendas prefabricadas, alojamientos "provisionales" que se eternizan mientras los amos de la urbe deciden qu¨¦ hacer con los residuales habitantes del humilde y expoliado barrio de La Ventilla, un barrio que levantaron, piedra a piedra, ladrillo a ladrillo, esforzados inmigrantes en los a?os m¨¢s duros de la posguerra.
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