La coleccionista de arte (3)
Nada ven¨ªa en los peri¨®dicos de la muerte en el Albergo Dogana, y nada ven¨ªa de que hubieran querido matarme en el callej¨®n del Moro, porque no le cont¨¦ a nadie c¨®mo yo me hab¨ªa apretado contra la pared, me hab¨ªa tirado al suelo, me hab¨ªa arrastrado hasta el portal de la casa donde viv¨ª, mientras o¨ªa los golpes del coche negro contra los muros. Hab¨ªa corrido hacia la Piazza Trilussa, y hab¨ªa perdido los zapatos. Sin respiraci¨®n, llam¨¦ a un taxi desde el Caff¨¨ della Malva, y llegu¨¦ al hotel descalza, empeque?ecida, sucia y rid¨ªcula. Entonces me di cuenta de que tambi¨¦n hab¨ªa, perdido el bolso, y las tarjetas de cr¨¦dito y el cheque de 10.000 d¨®lares.Comenzaron los malos sue?os. Me daba miedo lo que hab¨ªa visto, y m¨¢s miedo me daba lo que yo no era capaz de ver: algo que, ignorado por m¨ª, ya guardaba relaci¨®n con mi vida. Decid¨ª volver a Espa?a al d¨ªa siguiente, pero al d¨ªa siguiente lo primero que hice fue comprar los peri¨®dicos: era como. buscar con los dedos una herida fresca en un brazo o en una pierna, una y otra vez. Quer¨ªa averiguar si la prensa dec¨ªa algo sobre la mujer muerta en el Albergo Dogana. Mi madre me le¨ªa hac¨ªa muchos a?os el cuento de un guerrero que s¨®lo pod¨ªa ser curado con la herrumbre del pu?al que lo hiri¨®: yo quer¨ªa que me curara la herrumbre del pu?al que me hab¨ªa herido hac¨ªa dos noches. Buscaba algo que me curara la angustia de saber que lo hecho no puede ser deshecho. Quiz¨¢ me estuviera permitido cambiar esa angustia por una dosis de remordimiento, como si el remordimiento me pudiera curar la cobard¨ªa y la verg¨¹enza.
S¨®lo encontr¨¦ en las p¨¢ginas de sucesos una noticia de verano: la muerte de un antiguo cantante de segunda fila, un suicidio en un hotel de Roma, porque la gente se mata en verano, en los hoteles, seg¨²n recordaba el cronista de sucesos. Cesare Pavese se mat¨® en agosto en un hotel de Tur¨ªn. EI calor de agosto hab¨ªa detenido la ciudad, suspendida en el aire caliente como un globo blanco. Las pocas personas que callejeaban ten¨ªan algo de fantasmas, aparec¨ªan y desaparec¨ªan con levedad espectral, o arrastraban los pasos, como si les pesaran las sombras pesadas, hinchadas en el d¨ªa vac¨ªo y resplandeciente. Yo iba hacia la Piazza del Popolo, pero no llegu¨¦ porque me detuvo tanta persiana met¨¢lica, tanto cartel de CHIUSO PER FERIA, cerrado por vacaciones. Volv¨ª al hotel. Quer¨ªa llamar a mi marido, pedirle que viniera a recogerme, rendirme, aunque no puedo soportar a mi marido. El pobre no ha cambiado con el tiempo, pero es como una piedra que, sin cambiar, despu¨¦s de mucho camino acaba siendo insufriblemente pesada.
En torno a un peri¨®dico, dos camareras, un camarero y el recepcionista le¨ªan la p¨¢gina de las esquelas mortuorias. No me hab¨ªan o¨ªdo entrar, no me hab¨ªan visto. La gente me ve poco, quiz¨¢ porque ni siquiera yo me he visto alguna vez del todo. Yo, era otra sombra en aquel mediod¨ªa desolado. No ped¨ª la llave de mi habitaci¨®n. O¨ªa c¨®mo el recepcionista iba leyendo en voz alta las ¨²ltimas l¨ªneas de la esquela: "I funerali avranno Iuogo oggi nella chiesa parrocchiale del Sacro Cuore al Lungotevere Prati". Entonces no ped¨ª la llave, pregunt¨¦:
-?Son los funerales?
No me hab¨ªan o¨ªdo llegar. Sorprendidos levantaron los ojos, me miraron como si hubieran visto a un ¨¢nima del purgatorio. Roma en agosto estaba llena de ¨¢nimas. Y la sorpresa se convirti¨® en disgusto, como si yo hubiera llegado a traici¨®n. Cerr¨® el recepcionista ¨¦l peri¨®dico entre un revuelo de papeles, como quien echa bajo una al fombra un resto de basura, como si quisiera ocultar lo que hab¨ªa ocurrido en el Albergo Dogana. Morir en un hotel es una indignidad.
Busqu¨¦ entre mis peri¨®dicos el peri¨®dico que le¨ªan en recepci¨®n, la p¨¢gina de las esquelas, la esquela que se?alaba el dedo del recepcionista: el muerto por quien rezar¨ªan dentro de 24 horas en la iglesia del Sacro Cuore se llamaba Sandro Belli. Me acord¨¦ del suicida en el hotel romano, el antiguo cantante de segunda fila, pero no recordaba exactamente en qu¨¦ peri¨®dico hab¨ªa le¨ªdo la noticia. En La Repubblica encontr¨¦ la foto, un conjunto musical en un escenario, una foto en el festival de San Remo de 1981: el alto cantante empeque?ec¨ªa a los cuatro m¨²sicos que lo acompa?aban. A Sandro Belli lo hab¨ªan encontrado muerto en la ba?era de un hotel del centro de Roma. Hab¨ªa bebido, hab¨ªa tomado pastillas, se hab¨ªa golpeado la cabeza en una ba?era. Se pod¨ªa pensar en un suicidio. Belli hab¨ªa abandonado la m¨²sica en 1982, aconsejado por el adivino Albert Hofmann. El periodista recordaba que Hofmann, un adivino profesional, hab¨ªa sido asesinado a cuchilladas en su apartamento del Viaje Trastevere en enero de 1994. Belli estaba casado con la viuda del magistrado Del Duca.
No s¨¦ por qu¨¦ fui a los funerales. Fui a la iglesia del Sacro Cuore del Suffragio, una iglesia de cemento g¨®tico y falso, levantada con tristes piezas uniformes, fabricadas en serie, cemento moderno y difunto a orillas del r¨ªo. Hab¨ªa coches en la puerta, coches negros con sirenas azules sobre el techo, y hombres que parec¨ªan guardaespaldas o ch¨®feres. Estaban ocupados los primeros bancos de la iglesia, habla empezado el funeral. En los bancos a la derecha del altar mayor hab¨ªa m¨¢s mujeres que hombres, se?ores y se?oras respetables y enlutecidos, y tres mujeres en la primera fila, tres mujeres que parec¨ªan la misma mujer a distintas edades. As¨ª me imagino yo la resurrecci¨®n de los muertos en la que creen los cat¨®licos verdaderos: un mundo donde te cruzas con todas las personas que has sido en tu vida.
Las tres mujeres presid¨ªan una tropa de distinguidos funcionarios vestidos de negro. All¨ª estaba el individuo que hab¨ªa interrogado al recepcionista en el vest¨ªbulo del Albergo Dogana. Alg¨²n miembro de aquella familia dolorida usaba una pierna postiza o alguna pieza ortop¨¦dica porque, cuando el sacerdote que presid¨ªa la misa concelebrada ordenaba a los fieles que se sentaran o se pusieran de pie, el chirrido del aparato era bien perceptible, amplificado en los ecos de la iglesia. Tambi¨¦n el inv¨¢lido meditaba sobre la proximidad de la muerte, la muerte encerrada en el catafalco, aunque imagin¨¦ que el catafalco estaba vac¨ªo: el muerto descansar¨ªa le os de los suyos, en el dep¨®sito de cad¨¢veres, esperando la autopsia de los suicidas.
Los bancos a la izquierda del altar mayor parec¨ªan ocupados por gente del espect¨¢culo. Abundaban las ropas de colores brillantes, morados y azules, capas de raso y de terciopelo en el ¨²ltimo domingo de julio, la bisuter¨ªa de los bufones que acompa?an a los reyes. Y yo miraba, porque yo era una turista que visitaba la iglesia neog¨®tica. Entonces me di cuenta: una de las tres mujeres que presid¨ªan la ceremonia, la m¨¢s joven, era la visi¨®n que me hab¨ªa mirado en Campo dei Fiori, la mujer que me hab¨ªa llamado en el pasillo del Albergo Dogana, la mujer que me pidi¨® ayuda. Ahora estaba segura: el hombre a quien yo hab¨ªa cre¨ªdo un asesino era un muerto que particip¨® en el festival de San Remo de 1981. La joven vest¨ªa de luto, no se hab¨ªa quitado las gafas de sol. Me pareci¨® que volv¨ªa la mirada hacia mi sitio, tem¨ª que me viera. Y me vio: un rictus de curiosidad o miedo le deform¨® la boca. La cara, protegida por las gafas, padec¨ªa la misma transfiguraci¨®n dolorosa que yo hab¨ªa visto la noche de mi llegada a Roma, en el pasillo del Albergo Dogana.
Nada pintaba yo en la iglesia del Sacro Cuore. Sab¨ªa muchas razones por las que no deber¨ªa estar, y no sab¨ªa ninguna por la que debiera estar all¨ª. Ech¨¦ a andar hacia la puerta. O¨ªa mis pasos, y el eco de mis pasos, y los moder¨¦, porque resonaban demasiado sobre la voz solemne del sacerdote: T¨², dulzura sin enga?o, dulzura sin angustia, que me recoges en la dispersi¨®n y recompones los mil pedazos en que me he roto.
Casi hab¨ªa alcanzando la salida, cuando o¨ª pisadas de puntillas a mi espalda, pisadas que evitaban apoyar los tacones ' y me cogi¨® del brazo una mano tierna e imperiosa. Era la mujer, no, la muchacha. Tendr¨ªa cuatro o cinco a?os menos que yo, se parec¨ªa a alguien conocido: se me parec¨ªa.
-Ven, ven.
Me empujaba al interior de la iglesia, donde el sacerdote hablaba de la muerte con la asepsia obligatoria de los m¨¦dicos y los verdugos. Yo segu¨ª a la muchacha hasta un confesionario. Hab¨ªa un r¨®tulo en la pared que anunciaba la entrada al Museo de las ?nimas del Purgatorio, y yo me imaginaba vasos que guardaban almas benditas, buj¨ªas encendidas con las llamas suaves del purgatorio, s¨¢banas y cadenas de fantasma.
-?Has hablado con la polic¨ªa?
Las palabras pesaban el doble en el silencio que amparaba los rezos del sacerdote. La muchacha vest¨ªa solemnemente de negro y, desde luego, era m¨¢s joven de lo que yo hab¨ªa apreciado la primera noche que la vi. Las gafas de sol amarillas prendidas en el escote del traje, bajo la chaqueta, y las gotas de sudor que hab¨ªan traspasado el maquillaje revelaban que el luto s¨®lo era un disfraz.
-?De qu¨¦ iba a hablar yo con la polic¨ªa?
Se abri¨® la puerta hacia donde se?alaba el r¨®tulo del Museo de las ?nimas y sali¨® un se?or maquillado. La luz cer¨²lea de la iglesia encend¨ªa el terciopelo color burdeos del traje que vest¨ªa, un ¨¢nima que no sent¨ªa el calor de agosto. Nos ech¨® un vistazo, nos sonri¨®, hizo un gesto c¨®mplice: nada dir¨ªa de nuestros secretos. La mujer call¨®, hasta que se esfum¨® el alma vestida de terciopelo. Entonces me pregunt¨®:
-?De d¨®nde eres? ?Qu¨¦ acento tienes?
Insist¨ªa la voz del cura, realzada por el bisbiseo de los fieles que contestaban a las jaculatorias. Era absurdo que yo estuviera all¨ª, y all¨ª estaba, hablando con aquella mujer que yo hab¨ªa cre¨ªdo muerta, junto al Museo de las ?nimas del Purgatorio en la iglesia del Sagrado Coraz¨®n.
-?Le has dicho a la polic¨ªa que me viste en el Albergo Dogana?
-No he hablado con la polic¨ªa.
-Si alguien te pregunta por m¨ª, no me conoces, no me has visto. No me nombres, no me nombres nunca.
Me miraba con ojos agrandados y espantados, como si yo le contaminara el asombro que me hab¨ªa producido encontrarla viva, el asombro de que me estuviera hablando a la puerta de la casa de las ¨¢nimas. La muchacha a¨²n llevaba puesta la m¨¢scara del miedo, y me figuro ahora que ella era mi espejo, que yo estaba mucho m¨¢s asustada que ella, porque miedo daban aquellos ojos desquiciados, quiz¨¢ los mismos ojos que me hab¨ªan mirado antes de decidir aplastarme con un coche en el callej¨®n del Moro.
-T¨² crees que yo mat¨¦ al marido de mi madre.
Entonces me cogi¨® la mano, me bes¨® la mano. Los labios eran secos y calientes.
(Continuar¨¢)
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