La hora de los cabestros
Inclitos y ub¨¦rrimos descendientes de aquellos cazadores neol¨ªticos que alanceaban mamuts en las riberas, del fecundo Manzanares, del Tajo el Henares y del Jarama, los j¨®venes guerreros carpetanos sienten hervir la sangre bajo los inclementes rayos de los soles de agosto y, previamente atiborrados de mort¨ªferos brebajes, espesos como la sangre y gen¨¦ricamente conocidos como sangr¨ªa, celebran sus ritos de inicia cion, en la edad, adulta corriendo delante de los toros tot¨¦micos. En todos los confines de la Mantua madrile?a persiste la afici¨®n t¨¢urica y taurina. No hay pueblo ni villorrio de la comunidad de las siete estrellas que no inscriba en su memoria la fama de un lidiador aut¨®ctono de m¨¦rito, ni en su censo la promesa de una incipiente figura local en estas artes. Ni la llamada del asfalto, ni las aturdidoras percusiones del bakalao y del karaoke han conseguido apartar a los j¨®venes de las milenraias tradidiones de sus ancestros, a los que emulan cada est¨ªo en su b¨¢rbaros y arriesgados juegos.Regidores y gobernadores con autoridad en estas, materias t¨¢¨²rico-festivas, se enfrentan cada a?o con el tremendo dilema de prohibir o autorizar, encauzar y regular, los tradicionales encierros de ganado, bravo. Dos razones de. peso inclinan la balanza en contra de talesejercicios. Por un lado est¨¢n quienes justifican la prohibici¨®n por los peligros que afrontan los corredores frente a las astas de los corn¨²petas. Por otro, los que basan su veto en los riesgos que corren los astados frente a la brutalidad y la barbarie de los moz¨®s, que, cargados de alcohol y. excitados por el paroxismo colectivo de las fiestas, saltan la barrera. y pasan de preguntas v¨ªctimas a crueles verdugos de las reses.
Hay encierros y encierros, encierros de cierta tradici¨®n, organizados y reglamentados, y encierros salvajes y ca¨®ticos cuyo desenlace final suele ofrecer un balance equilibrado entre v¨ªctimas humanas y vacunas: siete mozos corneados y ocho vaquillas masacradas antes de salir al ruedo. para su sacrificio ritual. Los ediles prohibicionistas se juegan el puesto y el prestigio pol¨ªtico cada a?o en estos rifirrafes con las pe?as, taurinas, que recurren como argumento b¨¢sico al agravio comparativo que se produce, con localidades vecinas y rivales donde los encierros. son autorizados y subvenciopadospor el municipio.
Incluso entre los m¨¢s irreductibles aficionados a los festejos taurinos se producen argumentos contrarios a estos encierros asilvestrados en los que se vulneran, los preceptos b¨¢sicos de la fiesta. No hay suerte en la tauromaquia que justifique el linchamiento p¨²blico de toros o, vaquillas tal y como se produce en cientos de pueblos de toda la piel, de, toro en estas ordal¨ªas veraniegas de sangre y sangr¨ªa, en las que los de la tribu dan suelta a los instintos m¨¢s violentos jovenes lentos y primitivos y se erigen en jaur¨ªa de cazadores. yentajistas, trocando los papeles tradicionales del antiquisimo juego. No hay tradici¨®n que d¨¦ pie ni coartada a los b¨¢rbaros tauricidas y a sus excesos, excesos que sirve n de documentada base a los enemigos tradicionales de la fiesta taurina para enhebrar las subsiguientes moralinas y urdir una vez, m¨¢s la m¨¢s antigua de las pol¨¦micas,
Consid¨¦rando que los j¨®venes b¨¢rbaros necesitan encauzar de alguna forma su exceso de adrenalina en ulg¨²n tipo de confrontaci¨®n violenta durante, la ardiente can¨ªcula, hay quien, considera preferibles otras formas "m¨¢s civilizadas" de barbarie l¨²dica para dar salida a la violencia, como por ejemplo el noble y caballeroso juego de patearse las espinillas y machacarse los meniscos alrededor de una pelota de cuero. En el f¨²tbol no hay animales que sufran, ni, por lo general, v¨ªctimas mortales. En el f¨²tbol la violencia queda reducida a una profusi¨®n de traumatismos que se reparten con generosidad los contendientes en su noble y Viril pugna, mientras en las gradas las turbas vociferantes piden guerra y. ofenden gravemente de palabra (y cuando es factible, de obra) a los componentes del equipo rival y al colegiado, al que su colegiaci¨®n no le impide convertirse en la v¨ªctima del holocausto, enlutada y simb¨®lica vaquilla propiciatoria que recibe las bofetadas de las dos partes a poco que se descuide. Correr al ¨¢rbitro es el equivalente a correr el encierro.
Una diferencia fundamental que distingue a las hordas tauricidas sobre las turbas futbol¨ªsticas es que entre las primeras la innoble violencia se ceba sobre las sufridas bestias protagonistas, mientras que las segundas, insaciables, llevan su barbarie fuera de los campos de f¨²tbol y eligen v¨ªctimas humanas. Los ultras no se limitan a correr al ¨¢rbitro no se contentan con apedrear el autob¨²s del conjunto visitante, no quedan satisfechos tras apalear a los hinchas del equipo contrario. Ni los corredores de encierros, ni mucho menos los aficionados de las pe?as taurinas, por muy virulentos que sean sus postulados, practican otra violencia que la meramente verbal, siempre circunscrita a lo que ocurre en los ruedos. No hay pe?as taurinas de rapados a la caza del inmigrante, del gitano o del punki. Las, ¨²nicas muestras deracismo detectables entre los taur¨®filos se refieren a la casta y el pelaje del ganado de lidia.
Las hinchadas ultras han envilecido los campos de f¨²tbol con sus emblemas. fascistas, su terminolog¨ªa militarista de frentes y brigadas y sus proclamas racistas y xen¨®fobas, alimentadas por organizaciones totalitarias que, saben pescar en r¨ªo revuelto, aprovech¨¢ndose del caos mental y de la debilidad cerebral de sus adeptos, a los que encarrilan a sus propios encierros como manadas de corn¨²petas. Todo bajo la mirada c¨®mplice, y la subvenci¨®n de tapadillo, de tos autocr¨¢ticos presidentes de algunos clubes, recua de cabestros encorbatados y -ostent¨®reos.
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