La voz de Dios
Si alguien confeccionara un libro de idiotismos contempor¨¢neos para uso de intelectuales pol¨ªticamente correctos, semejante al sotissier del siglo XIX que compuso Flaubert, dos mandatos deber¨ªan encabezarlo: a) atacar la sociedad de consumo y b) se?alar a la televisi¨®n como fuente de incultura, violencia y estupidez masificadas.Desde luego, es un derecho inalienable de todo el mundo condenar 'el consumismo', pero, a condici¨®n de sercoherentes en la condena y aceptar los condenadores que esa sociedad austera que proponen, donde las gentes s¨®lo comprar¨ªan lo indispensable para su supervivencia, sin productos superfluos -es decir, sin industrias- ser¨ªa un mundo primitivo, de muchedumbres desocupadas y hambrientas, a merced de las plagas y la ley del m¨¢s fuerte, en el que la precariedad de la existencia no dejar¨ªa mucho tiempo para la vida espiritual ni intelectual a la inmensa mayor¨ªa de mortales. Porque la escueta verdad es que, mientras m¨¢s consuman los ciudadanos los productos industriales -si son superfluos o indispensables es algo que s¨®lo corresponde decidir al propio consumidor-, habr¨¢ m¨¢s puestos de trabajo, mejores niveles de vida y, por lo mismo, educaci¨®n m¨¢s extendida y m¨¢s ocio (sin los cuales no hay vida espiritual o intelectual que valga).
El tema de la televisi¨®n es infinitamente m¨¢s espinoso que el del consumismo. No hay duda de que ella representa un poder colosal en la sociedad de nuestros d¨ªas, acaso, como dice Karl Popper, el "m¨¢s importante de todos", al extremo de que parecer¨ªa "que ella haya reemplazado a la voz de Dios". Estas afirmaciones aparecen en uno de los ¨²ltimos textos que Popper escribi¨®, comentando los an¨¢lisis del psic¨®logo John Condry sobre el efecto que en los ni?os de Estados Unidos ten¨ªa la televisi¨®n. Ambos han sido reunidos en un libro por la editorial Anatolia, en Francia, con este t¨ªtulo beligerante: La televisi¨®n: un peligro para la democracia.
Dir¨¦ r¨¢pidamente que tengo a Karl Popper por el pensador m¨¢s importante de nuestra ¨¦poca, que he pasado buena parte de los ¨²ltimos veinte a?os ley¨¦ndolo y que si me pidieran se?alar el libro de filosof¨ªa pol¨ªtica m¨¢s fecundo y enriquecedor de nuestro siglo no vacilar¨ªa un segundo en elegir La sociedad abierta y sus enemigos. Dir¨¦ tambi¨¦n que mi admiraci¨®n por ese intelecto extraordinario hizo que me temblaran las piernas el d¨ªa que Pedro Schwartz, su disc¨ªpulo, me llev¨® a visitarlo a su ordenada casita de Kensley, donde lo escuch¨¦, arrobado y boquiabierto, hablar de Kant y del siglo XXI. Aunque confesar¨¦ que el arrobo cedi¨® el sitio a la sorpresa -I¨¢ boca se me cerr¨® tan de golpe que se me destemplaron los dientes- cuando pasamos de la filosof¨ªa y la historia a la literatura y o¨ª a sir Karl despotricar de Kafka y de sus compatriotas Musil y Rothy explicarnos que, a esa literatura enfermiza y aburrida, ¨¦l prefer¨ªa las novelas sanas y amenas de Trollope.
Un gran fil¨®sofo tiene todo el derecho del mundo a sus gustos literarios, pero ?es concebible que el m¨¢s intransigente defensor de la libertad individual contra los abusos e intromisiones del Estado proponga, como remedio para los supuestos males que acarrea la televisi¨®n a la sociedad abierta, un sistema corporativo de licencias y controles a fin de evitar que los productores de programas y pel¨ªculas sigan alimentando la peque?a pantalla con los tres venenos: "la violencia, el sexo y el sensacionalismo".?
Popper sostiene que la democracia no sobrevivir¨¢ si no somete la televisi¨®n a un control efectivo que reduzca el poder¨ªo ilimitado que hoy ejerce en la forja del medio ambiente cultural y moral. Su diagn¨®stico se apoya en las investigaciones del profesor Condry, que, desde luego, ponen los pelos de punta. Los ni?os norteamericanos ven un promedio de 40 horas de televisi¨®n semanales -cuatro a cinco de fines a viernes y siete a ocho s¨¢bados y domingos- y esta dependencia provoca en ellos m¨²ltiples trastornos f¨ªsicos, morales e intelectuales: baja del metabolismo, obesidad, pasividad, anomia ¨¦tica, conducta agresiva, visi¨®n estereotipada de los valores, indiscriminaci¨®n entre fantas¨ªa y realidad, solipsismo vital. Entre todos estos efectos, Popper destaca el que le parece m¨¢s pernicioso: la incitaci¨®n a la violencia. Y, recordando que la civilizaci¨®n consiste esencialmente en reducirla, propone atacar el mal de ra¨ªz.
Su receta va en contra de todos los postulados liberales antiestatistas y anticontrolistas y coincide a pie juntillas con las teor¨ªas constructivistas e intervencionistas de socialdem¨®cratas y socialistas (esas que La sociedad abierta y sus enemigos demoli¨®). Ella consiste en impartir una formaci¨®n profesional obligatoria a todos los aspirantes a producir programas televisivos, que permitir¨ªa al Estado aleccionarlos "sobre el rol fundamental de la educaci¨®n" y la manera "como los ni?os reciben las im¨¢genes, como absorben lo que la televisi¨®n les presenta y como tratan de adaptarse a un ambiente marcado por la televisi¨®n". As¨ª instruidos, recibir¨ªan "una patente, brevete o licencia", sin el cual no podr¨ªan trabajar en la televisi¨®n y que les ser¨ªa suspendido o cancelado si violaran, en el ejercicio de su profesi¨®n, ese "juramento ¨¦tico", semejante al de Hip¨®crates de los m¨¦dicos, que har¨ªan al inicio de su actividad profesional. Una 'orden' o corporaci¨®n igual a la que agrupa a los notarios o a doctores en Medicina se encargar¨ªa de velar por la correcta aplicaci¨®n de este c¨®digo de conducta.
He sentido escalofr¨ªos imaginando lo que ocurrir¨ªa si la propuesta de Popper prosperara y todas las sociedades abiertas la hicieran suya. A partir de ese momento, ellas ser¨ªan bastante menos abiertas, desde luego. Acaso, en sus programas televisivos habr¨ªa menos dosis de esa violencia que personifican Robocop o las pel¨ªculas de Stallone. Pero ?y qu¨¦ de la otra violencia que vendr¨ªa a reemplazarla? La de la mediocridad y la asfixia del talento que acarrea toda burocratizaci¨®n de una actividad creativa, la de la exclusi¨®n de todo esp¨ªritu contestatario o rebelde y la censura para todo experimento o b¨²squeda de lo nuevo. La televisi¨®n resultante ser¨ªa, acaso tan sana y pac¨ªfica como la que campea en China Popular, Cuba o Corea del Sur (o la que distra¨ªa a los televidentes en la Espa?a franquista o el Chile de Pinochet), donde s¨®lo profesionales debidamente acreditados por el Estado -a trav¨¦s de una 'orden' corporativa, siempre- pueden producir pel¨ªculas y programas y donde ¨¦stos deben ser confeccionados seg¨²n un c¨®digo estricto, a fin de defender a la sociedad contra sus enemigos. ?Resolver¨ªa eso el problema o resultar¨ªa el remedio peor que la enfermedad?
El problema existe, desde luego, porque es verdad que la televisi¨®n ejerce una influencia sin precedentes en la vida moderna y que es imprescindible tomar ciertas precauciones para que, por ejemplo en lo que concierne a, los ni?os, ella no sea nefasta. Es perfectamente leg¨ªtimo que se establezcan horarios para la difusi¨®n de determinadas, pel¨ªculas o programas cuyo contenido puede ser nocivo para televidentes de pocos a?os y que ellos vengan etiquetados de modo que los padres de familia puedan decidir la conveniencia o inconveniencia de que sus hijos los vean. Pero si estas limitaciones van hasta el extremo de proveer al Estado de una coartada para controlar los medios audiovisuales, entonces el resultado ser¨¢, inevitablemente, la instrurnentalizaci¨®n de ¨¦stos por quien ejerce el poder en provecho propio, es decir, la entronizaci¨®n de una violencia tan destructiva para el esp¨ªritu y la moral humanos como la que se quiere erradicar.
Nos guste o no, la televisi¨®n est¨¢ aqu¨ª, y para un buen rato. No tiene el menor sentido preguntarse si hubiera sido mejor que ella no fuera inventada. Digan lo que, digan las estad¨ªsticas, yo tengo la sospecha de que, como ocurre con los libros, la tan mentada violencia aparece en ella m¨¢s como un efecto que como una causa de la violencia que hace estragos en la sociedad, y que, por tanto, no es cerr¨¢ndole el acceso a la pantalla chica, sino cegando sus ra¨ªces en la vida verdadera, como se la combatir¨¢ eficazmente. Este es un tema complejo, desde luego, y acaso tenga que ver mucho m¨¢s con esos fondos sucios y violentos de que -malgr¨¦ lo que cre¨ªa ese hombre bueno y sano que fue sir Karl- tambi¨¦n est¨¢ hecha el alma humana, que con los malos ejemplos que acarrean las ficciones de la literatura, el cine o la televisi¨®n.
En todo caso, no es el exceso de competencia, sino su escasez, lo que impide que la televisi¨®n produzca programas mas onginales y creativos y que abunden en ella la estupidez y la chatura.Si hubiera en ella la diversidad y los matices que existen en los libros, las revistas, los peri¨®dicos y (en algunos pa¨ªses) en las estaciones de radio, los esp¨ªritus refinados, exquisitos, exigentes y extravagantes encontrar¨ªan en la peque?a pantalla lo que ahora brilla en ¨¦sta por su ausencia. La desaparici¨®n de las fronteras medi¨¢ticas y el reinado de las grandes autopistas de la informaci¨®n (y del entretenimiento y la ficci¨®n) pueden ir acerc¨¢ndonos a ese ideal.
Copyright
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.