La Espa?a ca?¨ª
?CU?NTOS SIGLOS o cuantas d¨¦cadas ha de cumplir, una aberrante costumbre lugare?a para transformarse en rico acervo cultural? Acertar en la respuesta quiz¨¢ nos dar¨ªa la soluci¨®n a uno de los misterios a los que venimos asistiendo durante este verano, con algo parecido al horror, cada vez que hemos de rese?ar los muertos o heridos que se producen en los encierros. El edil de determinado pueblo de Madrid -o Alicante, que tanto da- decide un buen d¨ªa que ser¨ªa muy divertido hacer correr por el pueblo a un corniastado, en loca persecuci¨®n de j¨®venes, adultos, ni?os y ancianos. Ya lo hacen en Pamplona, dir¨¢, y all¨ª lograron que miles de turistas, incluido alg¨²n escritor norteamericano, abarrotaran calles y pensiones. A partir de esa decisi¨®n, nadie osar¨¢ quitar el entretenimiento, bajo pena de traici¨®n a los m¨¢s recios valores de la localidad y a la hombr¨ªa de sus juventudes. As¨ª que desde entonces ya tenemos instalada en dicho pueblo la tradici¨®n.Siempre es dif¨ªcil averiguar cu¨¢l es la fecha de caducidad de las tradiciones. Pero algo s¨ª parece claro: las salvajadas deben tender a desaparecer, y los ediles de finales del siglo XX deben apuntarse a intentar borrar de los entretenimientos pagados con los impuestos aquellos que consisten en apedrear al toro, despe?ar a la cabra o arrancar el gaznate al palm¨ªpedo. Con m¨¢s raz¨®n deber¨ªan procurar hacer comprender a sus votantes que tampoco es cosa de que los toros embistan ¨¢ los paisanos o las cabras pisoteen a los ni?os.
Las costumbres -y bibliograf¨ªa la hay, y en abundancia- mudan con los tiempos. A los ladrones se les cortaba la mano o se les azotaba en p¨²blico, a los blasfemos se les torturaba y a los enfermos se les sangraba. Todas estas costumbres parecen hoy barbaridades; pero el espect¨¢culo -ahora incluso televisado- de ver morir a un joven de 20 a?os por cornadas de un toro ante miles de personas no parece una costumbre enraizada de tal forma en las almas de los naturales de Parla o M¨®stoles que desterrarla fuera casi una mutilaci¨®n del alma colectiva de dichas poblaciones. Con el agravante de que algunas localidades en las que m¨¢s se han desarrollado ¨²ltimamente estas costumbres eran inexistentes hace algunas d¨¦cadas.
La raz¨®n debe ganar a la barbarie. Es ahora el momento de terminar con las manifestaciones, de M¨®stoles porque el encierro ha durado poco; dentro de algunos a?os nos encontraremos con, una labor tan imposible como ser¨ªa hoy la de prohibir la ceremonia de La Estafeta en Pamplona. Azuzar el salvajismo puede ser divertido para algunos, sobre todo para los salvajes, pero deber¨ªa estar borrado de los planes de las corporaciones municipales, regionales y auton¨®micas. A los gobernantes hay que exigirles valent¨ªa para acabar con los jolgorios cerriles.
Claro que no es f¨¢cil oponerse a estas pr¨¢cticas en el momento actual, cuando en muchos lugares parece volver a nuestro entorno cultural el malhadado casticismo. Por los rincones se cuela la Espa?a ca?¨ª y zarrapastrosa que amenaza con devolvemos al siglo XIX. Esperamos que nuestros alcaldes, que han sido elegidos por un procedimiento tan moderno como el de la urna, no opten por el populismo tribal, tan antiguo, para inventarse la rica tradici¨®n del encierro y el volteo mortal de? joven apellejado de vino o similar.
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