La destructora de mundos
Hace algunos a?os, con motivo de la preparaci¨®n de un libro, me inform¨¦ con cierto de talle de los componentes simb¨®licos que rodearon a la primera explosi¨®n nuclear, en Nuevo M¨¦xico el 16 de julio de 1945, y al primer exterminio nuclear, en Hiroshima 20 d¨ªas despu¨¦s. Entonces me llam¨® la atenci¨®n una extra?a simetr¨ªa sacralizadora que comunicaba a sacrificadores y a sacrificados mediante im¨¢genes m¨ªticas. Por un lado, hac¨ªa ya cierto tiempo que la cr¨®nica de la investigaci¨®n f¨ªsica hab¨ªa asumido met¨¢foras te¨ªsticas: Enrico Fermi y sus colaboradores hab¨ªan bautizado el proceso de reacci¨®n at¨®mica en cadena con el sobrenombre de El gran dios K. Por otro lado, las v¨ªctimas japonesas incorporaron distintos procesos de mitologizaci¨®n para hacer frente a la cat¨¢strofe: desde la creencia primeriza en una venganza de los dioses hasta el terrible ejercicio cat¨¢rtico posterior al conocimiento del origen increiblemente humano del desastre. Resultan, a este respecto, conmovedoras las poes¨ªas y pinturas sobre el destello inolvidable realizadas por los hibakusha, los supervivientes afectados por la bomba.Recuerdo, sin embargo, que en el interior de esta simetr¨ªa resonaba de un modo especial un verso contundente que parec¨ªa resumir las evocaciones de unos y otros: "Me he convertido en la muerte, la destructora de "mundos". Robert Oppenheirner, el tr¨¢gico art¨ªfice de la primera bomba at¨®mica, explic¨® tras la explosi¨®n de Nuevo M¨¦xico que estas palabras del Bhagavad Gita fueron las ¨²nicas que cruzaron su mente en aquel amanecer presidido por el primer hongo nuclear. Con posterioridad, sometido ya a acusaciones y juicios por conducta subversiva, y atormentado por las consecuencias de su propia obra, Oppenheimer se referir¨¢ varias veces a aquel antiguo verso que hab¨ªa acudido a su mente en el momento crucial de su vida. Sea por las conmemoraciones de la destrucci¨®n de Hiroshima y Nagasaki, sea por los ensayos que el lamentable Chirac, extraviado en una pat¨¦tica grandeur, ha puesto en marcha en el Pac¨ªfico, lo cierto es que en estas ¨²ltimas semanas me he acordado con frecuencia del caso Oppenheimer y, sobre todo, del verso del Bhagavad Gita: las im¨¢genes de la prueba de Mururoa insinuaban, una vez m¨¢s, el potencial siniestro de una "destructora de mundos" creada y desarrollada voluntariamente por el hombre. Por fortuna, la resistencia contra la destrucci¨®n del "entorno natural" del hombre es cada vez mayor, como lo demuestran las cr¨ªticas crecientes contra los m¨¢s recientes aprendices de ¨¢ngel exterminador. Los numerosos interrogantes que se han ido enunciando en estos ¨²ltimos decenios acerca de nuestra actitud ante la naturaleza representan un importante viraje en relaci¨®n a concepciones anteriores. Ahora bien, quiz¨¢ la pregunta fundamental que subyace a las dem¨¢s preguntas sea ¨¦sta: ?tiene derecho el hombre a provocar el dolor de la naturaleza? Imagino que, por lo general, la respuesta m¨¢s inmediata supone otra pregunta: ?la naturaleza puede sentir dolor? Estamos adiestrados para contestar en forma negativa. Si la naturaleza es inanimada, como creemos seg¨²n decimos en nuestro lenguaje cotidiano, no puede sentir dolor. Sin anima, sin movimiento aut¨®nomo, es necesariamente insensible. Cierto que graduamos esta insensibilidad desde el ¨¢mbito inorg¨¢nico al org¨¢nico de manera que concedemos posibilidades de sufrimiento dentro de este ¨²ltimo ¨¢bito; sin embargo, es todav¨ªa una concesi¨®n parcial y t¨ªmida si damos cr¨¦dito a los ejemplos de est¨²pida crueldad contra los animales que a menudo nos circundan. Sin ignorar c¨¢ndidamente la violencia inherente a la vida, que todo lo traspasa, resulta, no obstante inaceptable la brutalidad la violencia mediante dominio a la que alud¨ªa Jean Genet, no s¨®lo contra el hombre, sino contra todos los ¨®rdenes naturales.
La defensa del "entorno natural", para asegurar la supervivencia del hombre, es encomiable, pero el aut¨¦ntico reto es la superaci¨®n del car¨¢cter inanimado de la naturaleza y nuestra identificaci¨®n interna con ella, de modo que sintamos como propia su armon¨ªa y su desgarro. Ser¨ªa conveniente educarnos en una concepci¨®n del mundo abierta a esta visi¨®n que afrontara valientemente la paulatina superaci¨®n de nuestro ego¨ªsmo antropoc¨¦ntrico. Cuando hace cuatro siglos escrib¨ªa que el hombre acabar¨ªa dominando totalmente la naturaleza, Francis Bacon anticipaba lo que iba a ser la ¨¦poca moderna y tambi¨¦n su componente m¨¢s funesto. Ser¨ªa suicida, adem¨¢s de desalentador, continuar hablando en t¨¦rminos de dominio o de domesticaci¨®n. Somos copart¨ªcipes sin remedio de la violencia en la naturaleza, pero deber¨ªamos prohibirnos la brutalidad contra ella.
El aut¨¦ntico desaf¨ªo, por tanto, nos llevar¨ªa a denunciar las agresiones a la naturaleza, y no s¨®lo al pol¨ªticamente correcto "medio ambiente" para conservar su vitalidad y no, sesgadamente, para preservar nuestro futuro: entender¨ªamos as¨ª que ese futuro depende por completo de aquella vitalidad. El crimen contra el hombre no est¨¢ lejos de la imagen lacerante del bosque ardiendo, de la s¨®rdida tortura de los animales o de la monstruosa herida tecnol¨®gica que atraviesa innecesariamente un paraje del planeta. En todos los casos la brutalidad contra la naturaleza revierte en brutalidad contra los hombres. En mayor o menor escala act¨²a la "destructora de mundos".
Si aceptamos que no tenemos derecho a provocar el dolor de la naturaleza, porque ¨¦ste no es otro que el propio dolor humano, se hace inaceptable invocar razones particulares para legitimar el da?o contra lo que pertenece a la globalidad. Por sus declaraciones posteriores parece claro que Oppenheimer se apercibi¨® de inmediato de que hab¨ªa contribuido a liberar una fuerza terrible, sin precedentes en la historia humana una especie de dios negativo que pod¨ªa. arrasar la vida no desde el oscuro poder de las mitolog¨ªas arcaicas, sino desde el nuevo y resplandeciente de la ciencia.
Veinte d¨ªas despu¨¦s, invocadas razones de Estado, el gran dios K era arrojado sobre, Hiroshima, inici¨¢ndose una cr¨®nica criminal que ha cubierto la segunda mitad de nuestro siglo. A lo largo de es tos decenios nuevas razones, de Estado han sostenido la siniestra paz de la guerra fr¨ªa. Y cuando cre¨ªamos que se ha b¨ªan creado las bases para tina rectificaci¨®n de gran enverga dura, los naturicidas han re surgido alegando en su favor otras razones de Estado. Sin embago, no hay razones de Estado ni de naci¨®n ni de civilizaci¨®n que justifiquen el naturicidio o el roce fantasmal que conduzca a su posibilidad. La naturaleza, es decir, la humanidad, est¨¢ muy por encima de la naci¨®n, y no ser¨ªa imprudente exigir que la llamada "comunidad internacional de la que tanto se alardea, actuara frente a los intereses parciales que atentan contra el bien com¨²n. Habr¨ªa que recordarle al presidente de Francia, y a quienes le defienden, que en Mururoa, pese a que a¨²n no se ha matado emp¨ªricamente, la muerte act¨²a con la misma contundencia de "destructora de mundos" que intuy¨® Robert Oppenheimer una ma?ana, calurosa de verano, hace ahora 40 a?os.
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