Los Tres Antonios
?Qu¨¦ somos los de la llamada Am¨¦rica Latina: b¨¢rbaros ilustrados, europeos de segunda clase, indios momotombos, como le gustaba decir a Rub¨¦n Dar¨ªo? Supongo que todo eso junto, y algo menos, y alguna cosa m¨¢s. Me encuentro en un atardecer de fines de verano, en un sal¨®n modernista de la avenida Diagonal de Barcelona, con Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez. Garc¨ªa M¨¢rquez, con quien no he conversado hace tiempo y con quien, por lo dem¨¢s, no resulta f¨¢cil conversar a causa del asedio period¨ªstico, desgracia impuesta por la excesiva celebridad literaria, dice que recuerda dos an¨¦cdotas m¨ªas: la de "c'est grave ?a?", pregunta hecha por dos se?oras francesas a Joaqu¨ªn Edwards Bello en 1917, cuando les explic¨® que no estaba en el frente de la Primera Guerra Mundial porque era chileno, y la de una visita con Mario Vargas Llosa, en la d¨¦cada de los sesenta, a la casa de Marcel Proust, o m¨¢s bien, para ser preciso, a la casa de su t¨ªa. L¨¦onie, la de las primeras p¨¢ginas de la Recherche, en el pueblo normando de Illiers, que corresponde en la novela, de la manera ambigua en que las realidades geogr¨¢ficas corresponden a las realidades ficticias, al pueblo de Combray.Durante aquella visita que ahora parece prehist¨®rica, el anciano doctor que estaba a cargo de la casa, amigo de Robert, el hermano doctor del novelista, quien pertenec¨ªa, como se sabe, a una familia de m¨¦dicos, dijo, despu¨¦s de preguntarnos de d¨®nde ven¨ªamos y en medio de una larga y amena explicaci¨®n, que Marcel Proust hab¨ªa muerto en el n¨²mero doscientos y tantos del Boulevard Hausmann.
"Exc¨²seme, doctor", dije, "pero a m¨ª me parece que Proust muri¨® en el n¨²mero 57 de la Rue Hamelin".
"?Usted tiene raz¨®n!", exclam¨® el doctor, que se hab¨ªa vestido de terno azul y corbata de mariposa, en un d¨ªa de lluvia torrencial y de resfriado, para mostrarnos la casa, y agreg¨® una frase memorable: "Ces sudam¨¦ricains savent tout!" ("?Estos suramericanos lo saben todo!"). Lo que suced¨ªa va que yo viv¨ªa al lado del edificio de la Rue Hamelin donde estuvo la c¨¦lebre habitaci¨®n de muros acolchonados que hab¨ªa mandado construir el novelista para defenderse de los ruidos callejeros, y pasaba frente a la placa recordatoria todos los d¨ªas.
Garc¨ªa M¨¢rquez explica que nosotros, esto es, los suramericanos ("ces sudam¨¦ricains ... !"), siempre hemos tenido un complejo frente a la cultura francesa y europea, y esto nos ha llevado, en algunos casos, a saber m¨¢s de dicha cultura que los propios europeos. Hemos sido cabezas de rumiantes, como dijo alguien por ah¨ª; antrop¨®fagos culturales, como dijo alg¨²n otro. El inefable doctor, ya octogenario, se olvidaba de muchas cosas. Se hab¨ªa olvidado de hacer lavar en casa las cortinas de la t¨ªa L¨¦onie, descritas con fruici¨®n y con genio por el sobrino. Hab¨ªa permitido que fueran enviadas a la tintorer¨ªa, donde las m¨¢quinas las hab¨ªan hecho polvo.
El viejo doctor se olvidaba, mientras nosotros, los j¨®venes b¨¢rbaros, nos acord¨¢bamos de cada detalle. Hace poco me toc¨® asistir a una cena en los alrededores de Par¨ªs, entre gente francesa m¨¢s o menos cultivada: empresarios, funcionarios, un traductor del espa?ol. Todos hab¨ªamos tenido que pasar por la avenida Henri Barbusse. "?Qui¨¦n ser¨ªa Henri Barbusse?", pregunt¨® uno de los comensales. Nadie ten¨ªa la menor idea. El ¨²nico extranjero de la reuni¨®n, un chileno, tuvo que darles una breve informaci¨®n biogr¨¢fica sobre el novelista de El fuego y de El infierno, el pacifista de la guerra del a?o 14, el compa?ero de ruta de los comunistas en los primeros a?os de la posguerra. Garc¨ªa M¨¢rquez cuenta que en Colombia era le¨ªdo como novelista er¨®tico, de sensaciones fuertes, extremas. En Chile ocurr¨ªa lo mismo. Yo recuerdo una descripci¨®n detallada, llena de morbo, a lo largo de varios cap¨ªtulos, del proceso de la descomposici¨®n cadav¨¦rica. Tambi¨¦n recuerdo, a un personaje que miraba por el agujero de un tabique, en un hotel de tercera, a una pareja que hac¨ªa el amor. Eran p¨¢ginas osadas en los a?os veinte y hasta en los cuarenta, los de mi adolescencia. Los cap¨ªtulos de la descomposici¨®n cadav¨¦rica me sirvieron, a?os m¨¢s tarde, durante mis estudios de medicina legal.
Esto de la relaci¨®n de Am¨¦rica Latina con Europa, con la cultura europea, es una contradicci¨®n permanente, pero es, creo, una contradicci¨®n muy creativa. De ah¨ª sali¨® la literatura de Alfonso Reyes, de Borges, de Cort¨¢zar, la de Machado de Assis y Guimaraes Rosa. De ah¨ª sale, quiz¨¢s, toda nuestra literatura.
Hace tres meses, en un debate en la Unesco, ¨¦l embajador de Benin, ex colonia francesa de ?frica, dijo que nosotros, los latinoamericanos, le parec¨ªamos demasiado europeos. "Ustedes s¨®lo se acuerdan del Tercer Mundo", agreg¨® el embajador, que habla sin pelos en la lengua, "cuando les conviene". Me lo encontr¨¦ a la salida de la sala de sesiones y le dije que ten¨ªa algo de raz¨®n. "Eso s¨ª", le dije, "usted no se ha dado cuenta de algo que nos define muy bien. Somos europeos, en efecto, pertenecemos de alguna manera a la periferia de Europa, pero somos y siempre hemos sido europeos de segunda clase...". El embajador, que tiene sentido del humor, se ri¨® alegremente y me dio un gran abrazo.
Yo me encontraba bajo la influencia de una historia descubierta en antiguos papeles coloniales. Jos¨¦ Antonio de Rojas, criollo de la segunda mitad del siglo XVIII chileno, hijo de un comerciante rico, viaj¨® a Espa?a para conseguir un t¨ªtulo de nobleza para su padre. Estuvo alrededor de diez a?os en Madrid, golpeando puertas, haciendo antesalas, y no lo escuch¨® absolutamente nadie. De regreso en Chile se dej¨® enredar, en compa?¨ªa de dos franceses, en una conspiraci¨®n antiespa?ola, conocida en la historia chilena como Conspiraci¨®n de los Tres Antonios. A?os m¨¢s tarde conoci¨® las noticias del Terror, de la guillotina, de Robespierre, y de nuevo se hizo conservador. Las autoridades espa?olas, sin embargo, ni siquiera se dieron cuenta del cambio. En las primeras escaramuzas de la independencia, por insensibilidad, por simple ignorancia, lo desterraron a la isla de Juan Fern¨¢ndez. Jos¨¦ Antonio de Rojas regres¨® de su destierro convertido, casi a pesar suyo, en pr¨®cer de la nueva Rep¨²blica. Era un paradigma del chileno como europeo de segunda clase, pero no quer¨ªa saberlo ni aceptarlo.
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