Capital del olvido
No podemos exigirles a otros que sean fieles a los sue?os que hemos proyectado sobre ellos ni a los recuerdos que sus vidas dejaron en nosotros. Lo he pensado estos d¨ªas atr¨¢s, en el otro extremo del mundo, en Santiago de Chile, que durante largos a?os fue para muchos de nosotros una de las ciudades m¨¢s cercanas a nuestro coraz¨®n, una capital del dolor y de la gloria, como el Madrid de la guerra para los antifascistas de entonces y la Sarajevo de los ¨²ltimos a?os para todos aquellos con el alma no encallecida por los residuos pertinaces del dogmatismo ex prosovi¨¦tico."Madrid, Madrid, qu¨¦ bien tu nombre suena", dice Machado en unos versos que tienen toda la dignidad y el arrojo de un himno. Hombres y mujeres que nunca visitar¨ªan Madrid se conmov¨ªan al escuchar ese nombre. Una resonancia id¨¦ntica despierta Santiago de Chile en la memoria de cualquiera que tuviese algo de conciencia pol¨ªtica a principios de los a?os setenta. Gracias al ejemplo chileno pudimos concebir la idea, hasta entonces impensada en la izquierda, de que el reino de la justicia pudiera ser compatible con el de las libertades; y el golpe militar del 11 de septiembre nos advirti¨® de la fragilidad de cualquier conquista popular y de los extremos sanguinarios a los que pod¨ªa entregarse un ej¨¦rcito intoxicado de fascismo y asesorado con perfecta frialdad y eficacia por el Gobierno de Estados Unidos. Tardamos a?os en ver las im¨¢genes documentales de La batalla de Chile, de Patricio Guzm¨¢n, o la aterradora Missing, de Costa Gavras, que tiene una tonalidad nocturna de pesadilla y estado de sitio pero ya entonces, en septiembre de 1973, vimos en los noticiarios las humaredas de bombas sobre el Palacio de la Moneda, y escuchamos en una grabaci¨®n la voz p¨®stuma de Salvador Allende, que se desped¨ªa de la vida entre una confusi¨®n de interferencias y disparos invocando un futuro en el que volver¨ªan a abrirse las grandes alamedas de la libertad.
Yo ten¨ªa entonces 17 a?os. Me acuerdo del momento justo en que un amigo me dio la noticia del golpe de Pinochet, y de la portada en negro que trajo el siguiente n¨²mero de la revista Triunfo, con un simple titular que no dejaba de ser temerario en aquellos tiempos: 'Fascismo en Chile". Veintid¨®s a?os despu¨¦s, la semana pasada, una ma?ana de nublado sucio y de cansancio de viajes, el diplom¨¢tico espa?ol que nos trae a Santiago desde el aeropuerto se?ala con un gesto un edificio que reconocemos enseguida, y que nos despierta una oleada de emoci¨®n y congoja:
-?se es el Palacio de la Moneda.
El color gris d¨¦ la piedra, ¨¦l nublado del d¨ªa y el aire sucio de contaminaci¨®n, que apenas deja ver el perfil de la cordillera de los Andes, preservan en la realidad el blanco y negro de las fotos y de los noticiarios antiguos. A la avenida junto a la cual est¨¢ el Palacio, y que atraviesa la ciudad entera, le llaman la Alameda: as¨ª entendemos que en la met¨¢fora d e las palabras finales de Allende hay tambi¨¦n una referencia literal.
Pero esa alameda es sobre todo una autopista inundada de tr¨¢fico que cruza una ciudad de derribos, de altas gr¨²as oscilantes sobre edificios en construcci¨®n, de villas en ruinas, jardines desbaratados por excavadoras y rascacielos de cristal id¨¦nticos a los de cualquier metr¨®polis secundaria de Estados Unidos, una arquitectura tan insustancial como la decoraci¨®n de un escaparate, con las dosis habituales de ficci¨®n tecnol¨®gica y plagio posmoderno. Con una mezcla curiosa de orgullo nacional y de sumisi¨®n fascinada a lo norteamericano, la gente le explica a uno el desarrollo espectacular del pa¨ªs, s¨®lo comparable en su dinamismo al de Corea o Singapur, le se?ala la originalidad de un edificio que est¨¢ copiado del arco de la Defensa de Par¨ªs, el n¨²mero. de coches nuevos que atascan las calles, la altura flamante del hotel Hyatt, que resulta ser m¨¢s o menos como todos los hoteles Hyatt del mundo. Las ordenanzas municipales no existen y no parece haber casi nadie que lamente la destrucci¨®n absoluta de una ciudad. Desde el golpe de Pinochet , que dio lugar no s¨®lo a una dictadura, sino tambi¨¦n a ung experimento econ¨®mico radical, el principio de la libre empresa se aplica en Chile inexorablemente. Los autobuses urbanos, me cuentan, son privados, y sus conductores, en vez de tener un sueldo fijo, van a comisi¨®n, as¨ª que conducen a una velocidad homicida, para arrebatar viajeros a la competencia. M¨¢s de la tercera parte de la poblaci¨®n sobrevive en la pobreza, pero seg¨²n las estad¨ªsticas s¨®lo hay un 6% de paro: el indigente que recoge cartones y la mujer con rasgos indios que amamanta a un ni?o mientras pide limosna en un aparcamiento constan en el n¨²mero de los empleados.
Una avenida se llama Once de Septiembre. Como toda la zona comercial de la ciudad, est¨¢ llena de lo que ellos llaman no sin orgullo shopping malls, de Pizza Hut, McDonald's, Burger King y Kentucky Fried Chicken, de ese olor a grasa quemada y rancia que es tan frecuente en Estados Unidos. En Argentina y Urugay cualquier persona habla francamente del oprobio de las dictaduras militares; en Santiago de Chile se crea enseguida un silencio cauteloso, incluso puede advertirse en ocasiones una difusa hostilidad hacia el extranjero imprudente que nombra lo innombrable, que muestra recuerdos o lealtades no solicitadas. En el curso de un almuerzo, un cr¨ªtico joven me confiesa su sorpresa al descubrir, en un viaje reciente por Espa?a, que aqu¨ª todo el mundo consideraba a Pinochet un dictador.
Me doy cuenta, gradualmente, que a muchas personas con las que hablo les incomoda mi solidaridad con un pa¨ªs que ya no existe, que ha sido pr¨¢cticamente borrado por la una nimidad del olvido, igual que la forma de la ciudad est¨¢ siendo borrada por las torres de cristal, los centros comerciales y las expendedur¨ªas de comida basura. Caminando por una avenida de Santiago de Chile que igual pod¨ªa estar en Minneapolis pens¨¦ tristemente no en mis recuerdos imaginados de la ciudad, hechos de fragmentos de canciones y de documentales, sino en los recuerdos verdaderos de otros que s¨ª tienen derecho a a?orarla, los que se marcharon al exilio y s¨®lo al volver a ella al cabo de los a?os comprendieron hasta qu¨¦ punto la hab¨ªan perdido para siempre.
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