Chicos de oro
Se llaman Iv¨¢n de la Pe?a, Ra¨²l, Carlitos, Celades, Guti, Morientes, Roger, Alvaro, Moreno, David Cano, Rivera, ¨®scar, Mor¨¢n, Zeferino, Vilamaz¨¢n, Etxeberria, Jordi Cruyff, Sandro, Dani, Garc¨ªa Calvo, Tinaia, Patri o Corona; juegan en diversos equipos, y tienen un indudable punto com¨²n: donde ponen el ojo ponen la bala.Por su aspecto dispar cabr¨ªa suponer que no pertenecen a la misma unidad est¨¦tica. Aunque no demuestran un gusto especial por los uniformes, suelen llevar pulseras de algod¨®n, colgantes de hueso, anillos de caucho y distintos modelos de cabeza de mohicano: pelo al cepillo, cresta de combate, cogote de rabo de lince y, en casos extremos, una bola de billar. En cuestiones de indumentaria est¨¢n m¨¢s cerca del antiguo movimiento pacifista que de las ¨²ltimas promociones rockeras, y s¨®lo aceptan una imposici¨®n formal: sus botas de f¨²tbol deben mantenerse pulidas como espejos. Son los chicos de oro, la ¨²ltima de las tribus urbanas conocidas; un sorprendente clan que en la calle reparte aut¨®grafos, y en el campo tiene licencia para matar.
Tampoco proceden de una determinada escuela. Prisioneros en la aldea global, est¨¢n conectados v¨ªa sat¨¦lite a la lejana se?al de Romario, a los destellos c¨®smicos de Zola y a las avalanchas de Overmars, y pueden seguir, minuto a minuto, la transmutaci¨®n de George Weah en Edson Pel¨¦. Bajo el paraguas de la antena parab¨®lica incorporan naturalmente a su repertorio todos los recursos, suertes y trucos, de modo que no son el resultado de una emulaci¨®n local, sino una expresi¨®n de la nueva cultura cat¨®dica. No obstante, algunos de los maestros m¨¢s pr¨®ximos han dejado en ellos su propia huella personal. A veces identificamos el poder de resoluci¨®n de Laudrup, esa propiedad de los telescopios y las pitonisas, en los pases de Iv¨¢n; el guante de Suker en la mano izquierda de Ra¨²l, y el latigazo de Stoichkov en el ca?onazo de Roger. Y hay, quiz¨¢, una segunda cualidad com¨²n a todos ellos: tienen la arrogancia serena de los campeones. Se han sacudido aquellos destructivos complejos de inferioridad que durante tantos a?os inspiraron la ingenier¨ªa alemana seg¨²n Overath y Netzer, o el colmillo ingl¨¦s que utilizaron sucesivamente Keegan y Hoddle, o el estilo italiano, esa l¨ªrica del metal que, reunidos en el Mil¨¢n de Arrigo Sacchi, compart¨ªan Roberto Donadoni y Franco Baresi.
S¨®lo hay que hacerles una petici¨®n: la de que, pase lo que pase, no olviden lo que saben. Es decir, que jueguen como son.
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