Vengan agravios
Buena parte de la historia de la humanidad, buena parte de las iniciativas y reacciones de los hombres han respondido al padecimiento insoportable de alg¨²n agravio y a la necesidad de lavarlo o resarcirse de ¨¦l cuanto antes. Una afrenta, individual o colectiva, escoc¨ªa de tal manera que no se encontraba descanso- hasta verla reparada o devuelta. La venganza, la represalia, el desaf¨ªo, el duelo, todo ello -aunque muy salvaje- obedec¨ªa a un deseo de restablecer un equilibrio, si se me apura una paz tras la sangre, en todo caso a un esp¨ªritu proclive a saldar las cuentas, a zanjar las disputas aunque fuera a lo bestia y a vivir despu¨¦s con la apaciguada conciencia de no ser acreedor ni estar en deuda. No siempre se consegu¨ªa, a buen seguro, o s¨®lo durante un tiempo, que sin embargo bastaba a veces para que las cosas siguieran su curso, no se emponzo?aran en exceso los odios y pudiera haber avances, y por tanto una posibilidad de paulatino ovido y tabla rasa. Es decir, hab¨ªa treguas, honores moment¨¢neamente salvados, desmanes enderezados, situaciones sentidas como equitativas, lo que en tiempos lejanos se llamaba "satisfacciones". Alguien pod¨ªa decir tras la afrenta y la compensaci¨®n: "Con esto me doy por satisfecho".El esp¨ªritu mercantil de nuestro tiempo ha descubierto una ley o regla abominable y ruin en este campo: vale mucho m¨¢s tener al pr¨®jimo en permanente deuda, y lo ¨²ltimo que interesa es saldar las cuentas. Es m¨¢s, nada hay tan rentable y beneficioso como padecer agravios, y si no se padecen hay que inventarlos. La humillaci¨®n, que, antes resultaba una carga intolerable para quien la hab¨ªa recibido, goza ahora de prestigi¨® y es un bien deseable, y ay de aquel individuo, comunidad o pueblo que no tenga nada que reprochar a otros, que no sea v¨ªctima pasada o presente, que no se sienta sojuzgado y avasallado, violado y atropellado, y as¨ª hasta siempre. No hay inter¨¦s por remediar esa situaci¨®n o ese sentimiento, sino todo lo contrario: lo que se busca es eternizarlos, y si es posible aumentarlos. Nada puede limpiar una ofensa, real o imaginaria, documentada o ficticia, porque el ofendido no est¨¢ dispuesto a verla limpiada jam¨¢s por nada, o mejor dicho, porque en el fondo cree que no tendr¨ªa identidad ni entidad sin ese bald¨®n que lo justifica y lo explica y le da poder y voz, siempre la voz gimiente, la de la acusaci¨®n y el lamento. El orgullo ha pasado a mejor vida, tambi¨¦n la entereza de no quejarse, la dignidad del disimulo, la elegancia de la conformidad, la idea de magnanimidad o grandeza asociada a levantar las deudas o a exonerar de una culpa.
Nadie quiere ya eso, sino la preferible y fraudulenta explotaci¨®n continua del ofensor y su ofensa, la cual se extiende hacia el futuro y asimismo hacia el pasado, y, lo que es m¨¢s grave, hacia los cong¨¦neres y compatriotas y herederos y sucesores y antecesores y legatarios y antepasados y descendientes de quien agravia o agravi¨® una vez, en la noche de los tiempos. Es ¨¦sta una perversi¨®n may¨²scula y la mejor manera de perpetuar los conflictos y enquistar los rencores: atribuir, por simpat¨ªa o delegaci¨®n, los cr¨ªmenes de un sujeto o una instituci¨®n o un pa¨ªs o una ¨¦poca a quienes no los cometieron. En realidad he dicho mal, contagiado de esa tendencia, pues es falacia que las instituciones o los pa¨ªses o las ¨¦pocas cometan cr¨ªmenes: siempre son de los individuos, que a menudo los invocan o se amparan en ellos, lo cual es muy distinto.
Bien es verdad que el ¨¦xito de semejante actitud de culpabilizaci¨®n sin fin ni l¨ªmites ni expiraci¨®n depende en buena medida de su aceptaci¨®n por parte de los culpabilizados, y en nuestro tiempo asistimos. sin cesar a presuntuosos y grotescos actos de contrici¨®n llevados a cabo por quienes no han hecho nada. El Papa pide perd¨®n a Galileo, que muri¨® hace siglos y a quien, de estar en alguna parte, de poco le servir¨ªan las palabras de arrepentimiento de un individuo polaco que no tuvo arte ni parte en su condena. Unos indios de no s¨¦ qu¨¦ tribu exigen al actual Rey de Espa?a que presente sus disculpas por lo que en nombre de un vago antepasado suyo hicieron unos soldados que en medio de la jungla no deb¨ªan de obedecer ¨®rdenes de nadie ni recordar a qui¨¦n serv¨ªan, hace siglos. Es de todos sabido c¨®mo muchos hispanoamericanos, sobre todo en M¨¦xico, reprochan a cualquier espa?ol de ahora las tropel¨ªas cometidas por quienes fueron los tatarabuelos de ellos, no los nuestros, que ni siquiera se movieron de sus malas tierras ib¨¦ricas. Algunos vascos invocan remotas afrentas medio inventadas por curas para hacer saltar por los aires a cualquier espa?ol, dando as¨ª carta trascendental de naturaleza a la naci¨®n que seg¨²n ellos ser¨ªa s¨®lo una entelequia. Hay mujeres que hacen responsable al primer hombre que encuentran del sometimiento y la brutalidad que otras mujeres sufrieron a manos de otros varones, todos muertos y enterrados, y a su vez el var¨®n acusado se flagela y pide perd¨®n en nombre de quienes no ha conocido y acaso habr¨ªa detestado. Los alemanes de hoy a¨²n se martirizan pensando en lo que hicieron gentes con la misma lengua y el mismo pasaporte, como si el pasaporte y la lengua fueran veh¨ªculos insoslayables de la crueldad y el crimen. Hace poco, una novelista ped¨ªa perd¨®n en nombre de su regi¨®n por lo que algunos de sus miembros hicieron a unos jud¨ªos en el siglo XVII. Hay demasiado de cristiano en todo esto, demasiada creencia en la transmisi¨®n del pecado y la redenci¨®n imposible, en la mancha imborrable que se extiende a trav¨¦s del tiempo y el espacio y jam¨¢s se lava. Hay tambi¨¦n muchos de engreimiento, de fatuidad, de arrogancia. Qui¨¦n es nadie para pedir perd¨®n por lo que hicieron o dijeron otros, qui¨¦n para arrogarse la representaci¨®n de un pa¨ªs o una instituci¨®n o un puebo, todos ellos insisto- tan inocentes o culpables como una jarra o una azada. Qui¨¦n es tan importante y vano para erigirse en abstracci¨®n: demasiado a menudo se oyen o leen esas f¨®rmulas tan jactanciosas: "Yo, en tanto que catal¨¢n...", o "Yo, en mi calidad de mujer..." o "Yo, como representante de la raza negra..." o "Yo, en mi condici¨®n de cat¨®lico...". Ni siquiera quien ocupa el mismo cargo que el antiguo ofensor, ni siquiera un Rey o un Papa tienen el menor derecho o potestad para desmentir o rectificar las palabras o actos de sus predecesores, y por tanto tampoco nadie tiene el menor derecho a reclamarles tal cosa. Las decisiones son siempre de los individuos, como lo son las heroicidades y los asesinatos, las condenas y las haza?as, las injusticias y las clemencias, porque aparte de los individuos en realidad no hay nada.
Pero ese doble juego que intenta negar eso est¨¢ cada vez m¨¢s extendido y prospera, y las dos figuras se complementan y se nutren mutuamente, y no llevan sino a la perduraci¨®n del resentimiento y el odio: el agraviado que no quiere desagraviarse y el inocente que asume las culpas de otros y con ello carga de raz¨®n al primero. Parece que nadie se atreva ya a darse por satisfecho o a declarar que ha recibido reparaci¨®n por un mal causado. Tampoco parece nadie atreverse a contestar "a m¨ª qu¨¦ me cuenta" cuando se le culpa de algo ocurrido antes de su nacimiento. Ya hay bastantes querellas y afrentas reales en el presente para tener que pagar o reclamar tambi¨¦n por las quim¨¦ricas del pasado, que no tiene vuelta ni rev¨¦s posibles. Una figura con otra llevan ya demasiados a?os haciendo el mundo m¨¢s invivible, justificando matanzas y asesinatos y guerras que en la mayor¨ªa de los casos deber¨ªan haberse quedado s¨®lo en el territorio fantasmag¨®rico y nunca efectivo por el que tal vez transita lo que tuvo lugar y ya no existe.
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