Demasiada verdad
Uno entra en la sala circular donde la moqueta silencia los pasos y el techo abovedado disuelve el murmullo de las voces y aun antes de que se aproxime al cuadro la mirada de esos ojos ya lo ha apresado, la mirada magn¨¦tica, iracunda, desconfiada, tranquila, los ojos que miran un poco de soslayo y que nos encuentran y nos siguen aunque nos alejemos de ellos y aunque se interponga un grupo de espectadores que acaban de llegar. En el Museo del Prado, al final de, un pasillo vac¨ªo, se dobla a la derecha y al ingresar en una sala los pasos ya no se escuchan y uno es inmediatamente sugestionado por los ojos del papa Inocencio X, por su arrogancia agresiva y vigilante, por su cruel autoridad recelosa. Est¨¢ sentado en el gran sill¨®n papal con respaldo de terciopelo y adornos dorados, delante de un cortinaje teatral, pero no parece que repose, que se abandone a su propia majestad, a la condici¨®n estatuaria y absolutista de su rango. Est¨¢ erguido, de una manera tensa, seguramente inc¨®moda, apoya el codo derecho en el brazo del sill¨®n pero no se afirma en ¨¦l, la mano se curva como para aferrarse al sitial en caso necesario, y s¨®lo la otra mano, la izquierda, parece que descansa, que se abandona un poco, sosteniendo una hoja de papel. Mira al pintor que lo retrat¨® hace m¨¢s de tres siglos, y mirarla as¨ª a quienes se le acercaran, exigiendo con la simple expresi¨®n de los ojos obediencia absoluta y a la vez adivinando y despreciando la indignidad de, los muy d¨®ciles, calculando la posible traici¨®n. Alguien murmura a mi lado: "Se le nota mucho que no cre¨ªa en Dios": es el Papa, pero no ostenta ning¨²n s¨ªmbolo religioso, ni siquiera una cruz en el pecho. Est¨¢ vestido con los imponentes ropajes papales, los terciopelos y rasos y tules trasl¨²cidos y los pesados encajes blancos del fald¨®n, pero su cara, su actitud, de alg¨²n modo permanecen indiferentes a esa pompa. Pintado por Vel¨¢zquez, el papa Inocencio X es un viejo con m¨¢s aire de campesino que de eclesi¨¢stico, un viejo en¨¦rgico, inteligente y cruel que ya no tiene paciencia con las lentitudes y las solemnidades del personajes que interpreta y del poder que ejerce y no conf¨ªa en nadie ni en nada, s¨®lo en el miedo y la distancia que impone el acero fr¨ªo de sus ojos.Yo he ido a ver el cuadro reci¨¦n llegado al Museo del Prado con la impaciencia de qui¨¦n acude a un cita, o m¨¢s bien, en este caso, a una audiencia, una audiencia papal. Las ma?anas nubladas de invierno parece que predisponen a pasear hacia el encuentro con la pintura. Es pronto todav¨ªa, pero ya hay un p¨²blico callado y atento que rodea el cuadro, que permanece detenido largos minutos frente a ¨¦l v comenta cosas en voz baja, personas mayores y chicos de instituto que apuntan cosas en sus archivadores, ancianos cultos con pelo blanco y abrigo y atenci¨®n escrutadora y mujeres con aire de haber ido a hacer la compra y de dedicar respetuosamente a Vel¨¢zquez los minutos robados a la ma?ana laboral. A todos nos miran los ojos de Inocencio X, a cada uno de nosotros, nos siguen de un lado a otro de la sala cuando nos movemos, nos encuentran al fondo cuando nos apartamos un poco y la parte inferior del lienzo queda tapada por los espectadores, y entonces la cabeza y los hombros del Papa, quedan por encima de las cabezas de la gente y la mirada nos distingue desde lejos, como si estuvi¨¦ramos solos y crey¨¦ramos que nadie nos conoce ni repara en nosotros y entonces esas pupilas nos identificaran en secreto, sugiri¨¦ndonos que para ellas no podemos mantener oculta nuestra verdadera identidad, la m¨¢s fr¨¢gil y la m¨¢s escondida.
Es probable que a Inocencio X la mirada de Vel¨¢zquez le inquietara m¨¢s que a nosotros la suya. "Troppo vero", dice la consabida leyenda que dijo cuando vio el retrato, y es cierto, hay demasiada verdad en esa pintura, un grado de verdad que roza el l¨ªmite de lo insoportable, de lo demasiado imp¨²dico, porque no est¨¢ entibiado por la compasi¨®n o la melancol¨ªa, como otras veces en Vel¨¢zquez, en otros retratos donde lo mismo la majestad de los reyes que la miseria y el desamparo de los bufones son retratados con una misericordia ecu¨¢nime. En la galer¨ªa de los personajes fantasmas de Vel¨¢zquez nadie es tan alto o poderoso que no merezca l¨¢stima ni tan bajo que no sea digno de respeto: s¨®lo Inocencio X nos parece inaccesible, con su boca apretada, su cara enrojecida y plebeya, su ce?o de cavilaci¨®n y recelo y sus ojos de un color p¨¢lido y fr¨ªo, de un gris tan sucio como el de su barba rala de hombre viejo, erguido y solo en la arrogancia sin disimulos del poder.
Seg¨²n pasan los minutos se vuelve m¨¢s intenso el magnetismo del cuadro. Hay siempre algo en Vel¨¢zquez que retarda el tiempo, que nos lo vuelve m¨¢s profundo o m¨¢s lento, m¨¢s silencioso, m¨¢s sereno. Se oyen los pasos en las losas de m¨¢rmol del pasillo que conduce a esta sala y al entrar en ella se extinguen, y las voces, que suenan tan fuertes en otros lugares del museo, voces de turistas, de gu¨ªas pol¨ªglotas y charlatanes y bedeles con vocaci¨®n punitiva de guardas jurados, aqu¨ª no se levantan por encima de un cauteloso murmullo. Nos agrupamos cerca del cuadro, cada espectador ensimismado, y a la vez consciente de la presencia de los otros y agradecido a ella, y la primera impresi¨®n instant¨¢nea se nos va desgranando en sugerencias y descubrimientos sucesivos, en detalles en los que al principio no hemos reparado, la l¨ªnea de los labios del Papa, tan extra?a, la caligraf¨ªa absolutamente moderna de las pinceladas blancas del fald¨®n, el lujo de la pintura, los blancos y grises torrenciales, los rojos, los granates, los dorados, el rojo denso de los terciopelos y el resplandor del raso de la esclavina, el garabato negro de una sombra, el blanco trasl¨²cido de un tul debajo del cual se insin¨²a un rojo atenuado.
Demasiada pintura, demasiada verdad. Francis Bacon, que se pas¨® media vida pintando este cuadro, nunca quiso verlo: sus variaciones incesantes sobre ¨¦l, sus Inocencios X de bocas carn¨ªvoras, pezu?as bestiales y manos como garras son a la vez un homenaje perpetuo a Vel¨¢zquez y una declaraci¨®n de impotencia. El silencio de esos labios apretados es m¨¢s poderoso que ning¨²n alarido. Salimos del Museo del Prado y nos da miedo encontrar en alguien que se cruce con nosotros los ojos fr¨ªos y cl¨ªnicos del papa Inocencio X.
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