Memoria y paisaje
Una cig¨¹e?a solitaria y desnortada sobrevuela la carretera bajo el cielo encapotado y se pierde en las dehesas de Moralzarzal, salpicadas, de vacas negras de agresiva cornamenta y pac¨ªficas vacas blancas, peones de un pausado ajedrez sobre el paisaje verde. Como algunas cig¨¹e?as, muchos de los veraneantes de la capital tambi¨¦n han cambiado sus h¨¢bitos migratorios y se van quedando en sus hoteles y pisos de la sierra cuando llega septiembre. Los comentarios sobre el crud¨ªsimo clima invernal con los que recib¨ªan a los residentes veraniegos los paisanos de toda la vida han quedado para la historia; ni los inviernos son tan crudos como los de antes, ni los veraneantes hacen sus maletas a finales de agosto o de septiembre. Adem¨¢s los nuevos residentes que se desplazan para trabajar en la capital ya van sabiendo de heladas y temporales y se han familiarizado con los penachos blancos que en los a?os de bienes y de nieves se posan sobre sus cumbres.Moralzarzal, como casi todos los pueblos de la zona, fue siempre pueblo de ganaderos y canteros. Hoy la canter¨ªa ha sido sustituida por la construcci¨®n, pero la ganader¨ªa sobrevive, con m¨¢s de veinte ganaderos asociados en la c¨¢mara agraria local, defendiendo la supervivencia de sus vacas, sus ovejas y sus cabras. El choque de culturas y modos de vida entre el pueblo tradicional y los nuevos habitantes tiene uno de sus m¨¢s se?eros campos de batalla precisamente en la dehesa ganadera. Las meditabundas vacas que observan c¨®mo amarillea la hierba y se cierne el invierno sobre sus cabezas gachas, permanecen ajenas a la amenaza urbanizadora. Para los constructores edificar en la, dehesa viviendas pareadas, psicochal¨¦s adosados y pisos con magn¨ªficas vistas al Guadarrama, significa progreso y riqueza; para los 97 socios (en un censo de 3.221 habitantes) de la asociaci¨®n ecologista Pueblo Verde, rellenar de asfalto, de cemento y ladrillo las praderas significa, literalmente, asesinar el medio ambiente, matar el paisaje.
El paisaje es memoria, dice Julio Llamazares, y el cronista intenta recuperar los recuerdos de los veraneos de su infancia en un paisaje m¨¢s olvidadizo que ¨¦l. En el casco urbano las viejas casas de piedra, con sus patios, sus porches y sus parras, van quedando como islotes encajonados entre los muros de edificaciones m¨¢s altas modernas; a la entrada del pueblo bloques de apartamentos despersonalizados que han envejecido deprisa, mucho m¨¢s deprisa que los vetustos caserones y las humildes casitas tradicionales y eternas que no se desbaratan f¨¢cilmente al paso del tiempo, ni siquiera ante el mazazo demoledor de la piqueta, edificios que hay que desarraigar del terreno como una muela de su enc¨ªa, porque han echado ra¨ªces en sus antiguos solares.
En la plaza del pueblo la nueva casa consistorial sigue guardando un hueco en su fachada para el reloj de Frascuelo, el generoso regalo que el legendario y temerario diestro granadino Salvador S¨¢nchez Frascuelo que abandon¨® los ruedos el 12 de mayo de 1890, obsequi¨® al Ayuntamiento local. El reloj es de la misma f¨¢brica que el de la Puerta del Sol de Madrid, recalca la amable funcionaria municipal que atiende al cronista, y sigue dando la hora puntual y recordando al emblem¨¢tico matador que, retirado del servicio activo, se refugi¨® en su finca ganadera del Guadarrama y mantuvo viva su afici¨®n y expedito su oficio entre las reses bravas de estas dehesas, colaborando en los festejos taurinos de los pueblos de la comarca, lejos de la mundanal y enconada pol¨¦mica que alentaron sus brav¨ªsimas faenas en la plaza de Madrid, ciudad dividida entre el toreo inteligente y medido de Lagartijo y el arte indomable y temperamental de Frascuelo.
En la plaza, de la Constituci¨®n una cuca?a se disfraza, con guirnaldas de, luces, de ¨¢rbol de Navidad y un modesto esca?o espera bajo la lluvia la comparecencia de un esp¨²reo "pap¨¢ Noel" entre el descabalado mobiliario urbano. El aguacero ensombrece a¨²n m¨¢s el desolado escenario. El pulso de la vida hay que buscarlo en el acogedor refugio de las tabernas. En la plaza, un peque?o y animado bar exhibe en sus abigarrados muros una profusa colecci¨®n de im¨¢genes taurinas, compendio y memoria de la ancestral afici¨®n de los lugare?os a la fiesta. Una afici¨®n muy extendida y arraigada en estos pueblos fundados por pastores que repegaron del nomadismo cuando toparon en sus trashumancias con estos pastos, con este suelo rico en manantiales y praderas. En las fiestas de Moralzarzal no se, corren toros sino novillos, porque sus vecinos prefieren apostar por el futuro, por los j¨®venes novilleros siempre dispuestos a dejarse la piel para cosechar un triunfo, antes que asistir a las faenas de compromiso que suelen ali?ar las grandes figuras en las plazas peque?as.
El cronista recuerda sus correr¨ªas infantiles, sus sofocos para ponerse a buen recaudo cuando una manada de reses bravas, conducida por mayorales a caballo irrump¨ªa en los prados donde los ni?os, traicionando las tradiciones, jug¨¢bamos a
indios y americanos, so?ado con ser cow-boys, vaqueros, antes que novilleros. El cronista evoca la solidaridad de nativos y for¨¢neos cuando los incendios forestales hac¨ªan presa en los pinares cercanos.
En verano la poblaci¨®n de Moralzarzal sigue multiplic¨¢ndose, aunque cada a?o son m¨¢s los que se quedan.
Moralzarzal cambia para bien y para mal. Hay vecinos que achacan a los nuevos residentes haber cambiado la orientaci¨®n del voto en las ¨²ltimas elecciones en las que el Partido Popular obtuvo un concejal de ventaja sobre la oposici¨®n de socialistas independientes e izquierdistas unidos. "Ahora el alcalde lo eligen los de fuera", se queja un lugare?o que denuncia la connivencia de los nuevos ediles con los constructores partidarios de urbanizar el campo en nombre del progreso.
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