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EL ESPA?OL DE AMERICA VUELVE A LA ACADEMIA

Las discretas ficciones de Azor¨ªn

Mario Vargas Llosa

Excelent¨ªsimo se?or director, se?oras y se?ores acad¨¦micos:Desde que, hace ya treinta y cinco a?os, gracias a un grupo de m¨¦dicos de Barcelona aficionados a los cuentos, tuve la alegr¨ªa de ver publicado mi primer libro, estoy agradeci¨¦ndole algo a Espa?a. Mi deuda se ha ido acrecentando desde entonces hasta alcanzar dimensiones tercermundistas. Premios literarios y distinciones acad¨¦micas, una segunda nacionalidad, el inter¨¦s de editores y cr¨ªticos y el generoso aliento de los lectores. ?Alimentos para la miserable vanidad? Seguramente. Pero, tambi¨¦n, un est¨ªmulo constante contra el desfallecimiento que acompa?a como su sombra al trabajo creativo: aquella secreta esperanza (que destraba nuestra fantas¨ªa y fortalece nuestra voluntad en los periodos dif¨ªciles) de que lo que escribimos no sea en vano, de que llegue al lector.

Ese largo proceso culmina esta noche con mi ingreso a esta ilustre corporaci¨®n, por el que doy a todos y a cada uno de ustedes mi profundo agradecimiento. Y, muy en especial, a los tres acad¨¦micos, maestros y amigos, don Camilo Jos¨¦ Cela, don Pedro La¨ªn Entralgo y don Rafael Lapesa, que me honraron proponiendo mi admisi¨®n.

Con todo el impudor de que soy capaz les confieso que me siento verdaderamente feliz zambullido en esta levita, protagonizando esta elegante ceremonia realzada por la presencia de sus majestades los Reyes de Espa?a, y rodeado de tantas personas ilustres. No s¨¦ si mi instalaci¨®n en este nuevo hogar afectar¨¢ mi trabajo de creaci¨®n -har¨¦ cuanto est¨¦ a mi alcance para que no lo academice, desde luego-, pero en todo caso me propongo corresponder a la benevolencia de ustedes colaborando lo mejor que pueda con las tareas de la Real Academia. Dada mi fenomenal incompetencia en la disciplina lexicogr¨¢fica, me temo que mi aporte resulte prescindible, pero ¨¦l ser¨¢, cuando menos, permanente y bien intencionado.

Y, ahora, no sin cierta desaz¨®n e irreverencia, debo referirme a un delicado problema de sillas ionesquianas, que acompa?¨® mi alumbramiento de acad¨¦mico y que me ha tenido intrigado. Hasta donde entiendo, fui elegido acad¨¦mico sin silla, o, mejor dicho, con una silla sin pasado y ¨¢grafa, privada de esa rica tradici¨®n, de posaderas que orna a todas las otras de este augusto recinto. La falta de una letra en el espaldar del asiento que me cobijar¨¢ de ahora en adelante no me preocup¨® en absoluto; m¨¢s bien vi en ello una oportunidad de poder elegir como mentor, entre la vasta colectividad de acad¨¦micos, que a lo largo de siglos han ocupado estos sitiales, al que quisiera. Y, sin pensarlo dos veces, eleg¨ª a don Jos¨¦ Mart¨ªnez Ruiz, m¨¢s conocido como Azor¨ªn, por razones que tratar¨¦ de explicar en un momento.

Pero, cuando ya garabateaba el borrador de este discurso, barajando en mi memoria la miriada de im¨¢genes que en ella flotan relacionadas con mi asidua frecuentaci¨®n del gran prosista alicantino, fui informado de que la Academia, pese a mi condici¨®n de acad¨¦mico todav¨ªa virtual y nonato, me hab¨ªa mudado de silla. Y que, sin haber estrenado la que me correspond¨ªa, ya ocupaba otra, identificada por la letra L, que he heredado del distinguido hombre de ciencia y escritor don Juan Rof Carballo.

Esta misteriosa mudanza me ha permitido asomarme a la obra y la persona de este cient¨ªfico y pensador, amante de la filosof¨ªa y y la literatura, pol¨ªglota, ensayista y merecedor de respeto y admiraci¨®n por sus cuatro costados. Yo no podr¨ªa decir con la solvencia debida lo mucho que le debe su profesi¨®n, la medicina, y, en especial, la patolog¨ªa psicosom¨¢tica, rama en la que se especializ¨®, pero en este dominio ya lo ha dicho todo, aqu¨ª mismo, la palabra autorizada de don Pedro La¨ªn Entraigo. En cambio, por el costado literario, s¨ª me atrevo a resaltar su buen gusto, su olfato de lector zahor¨ª al analizar a los grandes autores de nuestro tiempo como Proust y Rilke, a quienes dedic¨® un efusivo ensayo en la lengua de su tierra natal, Galicia, que, sin duda, manejaba con la misma destreza que el espa?ol. Don Juan Rof Carballo fue un mantenedor de esa noble tradici¨®n de los m¨¦dicos humanistas, tan arraigada en Occidente y a la que debe tanto la cultura de Europa y la de Espa?a en particular.

Y, ahora s¨ª, luego de este pre¨¢mbulo, voy adonde, como dije, me propuse ir desde el principio: hacia Azor¨ªn.

Lo le¨ª por primera vez cuando estaba en el ¨²ltimo a?o del colegio, en la c¨¢lida tierra de Piura, y de la mano de su prosa menuda y morosa viaj¨¦ con ¨¦l, en los albores del siglo, por los grandes descampados de cielo inm¨®vil y las aldeas intemporales de Castilla, siguiendo el itinerario que la imaginaci¨®n de Cervantes fragu¨® para el Caballero de la Triste Figura. La ruta de Don Quijote (1905) es uno de los m¨¢s hechiceros libros que he le¨ªdo. Aunque hubiera sido el ¨²nico que escribi¨®, ¨¦l solo bastar¨ªa para hacer de Azor¨ªn uno de los m¨¢s elegantes artesanos de nuestra lengua y el creador de un g¨¦nero en el que se al¨ªan la fantas¨ªa y la observaci¨®n, la cr¨®nica de viaje y Ia cr¨ªtica literaria, el diario ¨ªntimo y el reportaje period¨ªstico, para producir, condensada como la luz en una piedra preciosa, una obra de consumada orfebrer¨ªa art¨ªstica.

Cada vez que he rele¨ªdo esas vi?etas y, estampas de La Mancha que Azor¨ªn escribi¨® en 1905, mientras recorr¨ªa los Paisajes, las aldeas y los hogares de la regi¨®n en busca de huellas de Don Quijote y Sancho Panza, he sentido la emoci¨®n que despiertan las m¨¢s hermosas ficciones. Nunca estuvo m¨¢s cerca Azor¨ªn de esa obra maestra que siempre rehuy¨® escribir, como si proponerse algo ambicioso hubiera sido incompatible con su moral de escritor que eligi¨®, por idiosincrasia, pereza o ascetismo intelectual, vivir confinado en el arte menor. Pero en La ruta de Don Quijote, su empecinada modestia literaria estuvo a punto de volar en pedazos, pues cada una de las diecis¨¦is cr¨®nicas que componen el libro est¨¢ tan perfectamente concebida, es tan coherente en s¨ª misma y se complementa tan bien con las dem¨¢s que el conjunto parece rebasar sus l¨ªmites y emanciparse, a la manera de esas novelas insolentes que, se le escapan de las manos a su autor.

Argamasilla, Ruidera, Montesinos, El Toboso, Puerto L¨¢pice no son ahora como figuran en el libro: tampoco lo eran hace noventa a?os, cuando, a costa de ¨ªmprobos trabajos, los visit¨® Azor¨ªn. Para saberlo, no es preciso haber estado all¨¢ y cotejar lo vivido con las impecables p¨¢ginas que simulan relatarlo. Basta hacer un esfuerzo para salir del sue?o, en que esa prosa nos mantiene, haci¨¦ndonos creer que ese mundo era as¨ª y someter ¨¦ste al escalpelo del an¨¢lisis racional. La Mancha no era, no pudo ser, as¨ª, aunque el fuego del sol en el horizonte incendie las llanuras cada tarde y la aspereza de los villorrios sobrevivientes y de los aldeanos contempor¨¢neos parezcan los mismos. Y no pudo serio porque en la vida real todo se mueve, envejece y perece, y en las recreaciones de Azor¨ªn todo est¨¢ quieto, es id¨¦ntico a s¨ª mismo, ha sido birlado a las leyes de la caducidad y la extinci¨®n. Y porque en la vida real existen el deseo, el amor, la pasi¨®n que enriquecen y trastornan las vidas de hombres y mujeres, y enredan y desenredan sus relaciones de maneras caprichosas, en tanto que en esas discretas ficciones de Azor¨ªn que son sus art¨ªculos y ensayos todo aquello ha sido abolido, como in¨²til e inconveniente. Tambi¨¦n la violencia, o, mejor dicho, las violencias que resultan de la pol¨ªtica, la econom¨ªa, la religi¨®n, los caracteres y psicolog¨ªas enfrentadas de unos y otros. Nada, de es o existe en las impolutas pinturas manchegas que traz¨®: cada cual est¨¢ en su peque?o nicho social, contento de estarlo, sumido en una m¨ªnima rutina que lo a¨ªsla y eterniza. Los seres de este mundo no se quieren ni desean unos a otros, pero tampoco se odian ni se hacen da?o: vegetan, ocupados en quehaceres menudos -la labranza, la artesan¨ªa, la cocina, el bordado, la tarea dom¨¦stica- a los que se entregan con tanto fatalismo y perseverancia que en ellos, se dir¨ªa, vuelcan todo lo que albergan de ternura y espiritualidad.

Este ensayo, y otro no menos evocador, Al margen de los cl¨¢sicos (1915), que le¨ª casi al mismo tiempo, en los umbrales de la adolescencia, tuvieron, adem¨¢s, el efecto de empujarme por segunda vez hacia El Quijote, libro que, en el primer intento de lectura, por la oce¨¢nica abundancia de palabras y giros desconocidos, me hab¨ªa derrotado -como dir¨ªa Borges- en los primeros cap¨ªtulos.

Este es un aspecto de la obra de Azor¨ªn que siempre deberemos agradecer: su labor de escritor puente entre el p¨²blico profano y los grandes autores del pasado, esos que, petrificados en el pante¨®n de la gloria, parecen demasiado remotos y egregios para satisfacer lo que el lector com¨²n espera leg¨ªtimamente de un escribidor: que lo divierta y lo maree, que lo excite y lo intrigue, que le haga pasar gato por liebre y, por unas horas, lo arranque de la mediocridad del mundo real y lo traslade a las exaltantes comarcas de la ilusi¨®n. Nadie trabaj¨® tanto ni mejor que el maestro Azor¨ªn, en sus cr¨®nicas cotidianas, para acercar a los cl¨¢sicos al hombre y la mujer "del com¨²n" (como los llamaba su admirado Michel de Montaigne), mostrando a ¨¦stos la vida bullente de aquellas estatuas, la actualidad de su palabra, la aventura que espera a quien abra sus p¨¢ginas.

Azor¨ªn consagr¨® buena parte de sus noventa y cuatro a?os a enriquecer la vida limitada de las gentes comunes con la vida fulgurante de las grandes creaciones literarias del pasado. Su tarea proselitista a favor de la mejor literatura medieval y del Siglo de Oro era serpentina, la de un contrabandista. En sus cr¨®nicas, comentarios y evocaciones de los cl¨¢sicos, no hac¨ªa cr¨ªtica literaria, en el sentido acad¨¦mico, ni tampoco aquellas rese?as que tienen como destinatario a un p¨²blico enterado o bien dispuesto y que a menudo emplean f¨®rmulas y referencias esot¨¦ricas para el profano. El reinventaba a los cl¨¢sicos para el lector desconfiado, el que hojea deprisa los peri¨®dicos, rememor¨¢ndolos en su entorno cotidiano y dom¨¦stico, espiando a esos grandes poetas o enjundiosos tratadistas o se?ores de la prosa novelera en su m¨¢s desalmada intimidad hogare?a, campestre o monacal, y refiriendo sus querellas, miserias o fastos de una manera que los volv¨ªa siempre seductores casos de humanidad. S¨®lo cuando la atenci¨®n de aquel lector hab¨ªa- quedado atrapada en las redes de la pintoresca an¨¦cdota o divertida circunstancia, le mostraba c¨®mo sus poemas, novelas, ensayos hab¨ªan ensanchado la vida de su tiempo y enriquecido a su persona, complet¨¢ndola con formidables experiencias. En las cr¨®nicas de Azorin, a esos humildes mortales, los cl¨¢sicos, el quehacer literario va transformando en h¨¦roes. Porque escribir, crear, inventar mundos mediante la fantas¨ªa y las palabras era, en sus devotas mitolog¨ªas literarias, la forma suprema de vivir, una tarea que enaltec¨ªa el cuerpo y el esp¨ªritu. ?l supo relatar con soberbia amenidad las maravillas que encierran un poema de G¨®ngora, de Quevedo o de Fray Luis, o una novela de Cervantes, y las recompensas intelectuales que recibe quien se atreve a enfrentarse a los laberintos ret¨®ricos de El critic¨®n o a las picard¨ªas de El diablo cojuelo.

Y lo hizo con entusiasmo tan contagioso y tanta belleza que muchos de sus lectores debieron sentirse, como yo mismo, leyendo sus glosas y recreaciones -recopiladas en esos libros deliciosos que son Al margen de los cl¨¢sicos, El licenciado Vidriera, Los dos luises y otros ensayos, De Granada a Castelar, Lope en silueta, Los cl¨¢sicos redivivos, Los cl¨¢sicos futuros, El oasis de los cl¨¢sicos y tantos otros-, impelidos a buscar en esos originales los tesoros que ¨¦l hab¨ªa encontrado. Como Alfonso Reyes, Azor¨ªn fue, en el ¨¢mbito de nuestra lengua, uno de los rar¨ªsimos grandes escritores capaz de mostrar al gran p¨²blico, a trav¨¦s del peri¨®dico y la revista, la lozan¨ªa de la tradici¨®n literaria y la vitalidad de nuestra cultura, en art¨ªculos que divert¨ªan y encandila ban por su color y su gracia sin caer en la trivializaci¨®n. En nuestros d¨ªas hay, desde luego, cr¨ªticos, investigadores y profesores de primer orden. Pero nuestros cl¨¢sicos no han vuelto a tener valedores como Azor¨ªn ante ese gran p¨²blico no universitario, que, por eso mismo, les vuelve la espalda cada d¨ªa m¨¢s.

En lo que concierne a la cultura, Azor¨ªn fue siempre un conservador, aun en su periodo de juveniles y mansas simpat¨ªas anarquistas: la tradici¨®n cultural deb¨ªa ser preservada y divulgada como la m¨¢s preciosa fuente de ense?anzas para el presente y como el cimiento sobre el cual edificar el arte y la literatura de hoy. No hab¨ªa en ello una convicci¨®n ideol¨®gica; m¨¢s bien un gusto personal, una inclinaci¨®n est¨¦tica. Tambi¨¦n fue un conservador en t¨¦rminos pol¨ªticos, porque defendi¨® a partidos o l¨ªderes de esta tendencia, y en la etapa final de su vida, incluso lleg¨® a solidarizarse con el r¨¦gimen franquista, -debilidad lamentable, sin duda- que pagar¨ªa caro, pues su obra, desde entonces, qued¨® muy injustamente exorcizada en su conjunto por buena parte de la intelectualidad como "de derechas". La verdad es que ¨¦l no fue nunca un pensador ni un doctrinario y que sus ensayos pol¨ªticos en verdad no lo son en un sentido cabal, pues hay en ellos muchas m¨¢s sensaciones e im¨¢genes que convicciones ideol¨®gicas, y ¨¦stas, a menudo, bastante superficiales. Ortega tuvo mucha raz¨®n cuando dijo de ¨¦l que no era un fil¨®sofo de la historia, sino un sensitivo de la historia (1).

Pero, en un sentido mucho m¨¢s profundo, filos¨®fico o metaf¨ªsico, es justo hablar de Azor¨ªn como de un escritor conservador. Pues todo en su literatura -su tem¨¢tica y, sobre todo, su estilo y artesan¨ªa- parece forjado con la intenci¨®n de conservar la vida y el mundo tal como son, de suspender el tiempo y evitar la muerte. Esta es la significaci¨®n honda del presente o pret¨¦rito perfecto del indicativo en que sol¨ªa escribir sus textos, de la brevedad de sus frases y del estado de inanici¨®n en que suelen caer sus personajes: una manera de inmovilizar el mundo, de congelar la vida, de arrancar a los hombres y a las cosas de la usura fat¨ªdica. Y no me refiero s¨®lo a esa quietud esencial en que trancurren -si cabe hablar en ellos de transcurrir- sus cuentos y novelas, pues lo mismo sucede en sus art¨ªculos. La suya es una literatura en c¨¢mara lenta, de narrativa despaciosa y a punto de congelarse. Todo el elemento a?adido -ese agregado de la invenci¨®n y la sensibilidad a la experiencia del mundo en que se cifra la originalidad de un escritor- reposa en su caso en el tiempo. El tiempo azoriniano es una sustancia quieta y visible, en la que los seres y las cosas parecen atajados. Su prosa es intemporal: en ella nada pasa, todo se queda, y, a lo m¨¢s, gira en el sitio, alcanzando de este modo, como esos derviches m¨ªsticos que, girando, girando, invocan a Dios, un estado anti, sobrenatural. Estabilizados ontol¨®gicamente, arrancados a la contingencia, los seres animados de su mundo se convierten en paisaje, y, al igual que la pura materia, dan la impresi¨®n de haberse liberado de la corrupci¨®n y el decaimiento cong¨¦nitos a lo que vive. Escapando al tiempo, transubstanci¨¢ndose con el orden natural los hombres y cosas de este mundo no fueron ni ser¨¢n: son, sin pasado y sin ma?ana, como las im¨¢genes de las fotograf¨ªas. Presencias quietas, de pulida y elegante superficie y, de insondables profundidades, que s¨®lo alcanzamos a entrever o m¨¢s bien, a adivinar, pues ese descriptor pertinaz de lo exterior no se asoma nunca a ellas, como si todo lo que no formara parte del mundo f¨ªsico lo ahuyentara. Pero en esas siluetas petrificadas hay, sin embargo, una delicadeza rec¨®ndita que transparece y ablanda su rigidez, un h¨¢lito suave que las envuelve, una espiritualidad soterrada que pugna por asomar y mostramos que est¨¢n vivas. Mundo sin tiempo y tambi¨¦n sin sexo -porque el de Azor¨ªn es uno de los m¨¢s castos que haya creado la literatura en nuestra lengua-, sin grandes ideas ni arrebatos emocionales, pero sensible y sutil como pocos otros, su coherencia y magia son tan grandes que consigue, incluso, en un alarde de su maquiav¨¦lica timidez, persuadimos de que ¨¦l no es sino mero reflejo, una proyecci¨®n del mundo real. No es as¨ª. El mundo en que vivimos carece de esa perfecci¨®n sin cesuras, de la armon¨ªa y discreci¨®n que caracterizan al suyo y est¨¢ haci¨¦ndose y des haci¨¦ndose sin cesar, en tanto que el que ¨¦l invent¨®, como en el verso de Quevedo, "permanece y dura". El supuesto realismo de Azor¨ªn es una de las ficciones -una de las irrealidades- m¨¢s logradas de nuestra literatura.

Tampoco los peri¨®dicos en lengua espa?ola han vuelto a hospedar a un creador que ennobleciera tanto la ef¨ªmera colaboraci¨®n period¨ªstica. Azor¨ªn cultiv¨® el teatro, el cuento, el ensayo, la novela, y dej¨® m¨¢s de cien libros, pero cuatro quintas partes, de esa dilatada producci¨®n fueron art¨ªculos de peri¨®dicos, escritos cotidianos para cumplir una obligaci¨®n, con un tiempo y un espacio prefijados. Si no lo supi¨¦ramos, jam¨¢s lo creer¨ªamos. ?C¨®mo imaginar que esa prosa tan elegante y tan cuidada, de precisi¨®n mani¨¢tica y respirar sim¨¦trico, que de leve y discreta parece escrita en puntas de pie, cuaj¨®

en el fragor del periodismo, la profesi¨®n que parece inventada para devastar el estilo y sofocarlo en el f¨¢rrago, el estereotipo y el clich¨¦? Es uno de los milagros de Azor¨ªn: haber creado uno de los m¨¢s singulares estilos literarios escribiendo al servicio de la actualidad. Su caso prueba que el cuarto de corcho no es indispensable al artista: Azor¨ªn lo fue -a m¨¢s no poder- borroneando sus cuartillas en el traj¨ªn incesante de la calle.

Su caso prueba tambi¨¦n que al genio literario le son indiferentes los temas y los g¨¦neros y, aunque parezca mentira, incluso las ideas. Las de Azor¨ªn son muchas veces convencionales o prestadas y, sin embargo, ello no priva a su obra de misterio ni originalidad. Porque, en ¨¦l, la invenci¨®n se volcaba enteramente en lo que parec¨ªa la descripci¨®n de la realidad f¨ªsica y social de su tiempo, y era, en verdad, un a fabulaci¨®n, una profunda mudanza de la vida y el mundo reales en otros, ficticios. Soberbio ejemplo de ello son, las cr¨®nicas que escribi¨® sobre las sesiones de las Cortes, entre 1904 y 1916, reunidas en su libro Parlamentarismo espa?ol (1904-1916) (2). No hay en ese volumen una p¨¢gina que no sea un prodigio de ingenio e iron¨ªa. Desplazando la perspectiva de los grandes asuntos debatidos en las Cortes a los menudos detalles insignificantes, Azor¨ªn convierte las sesiones en un espect¨¢culo teatral inusitado, lleno de sorpresas y de gracia, de estupidez y de ternura, en una farsa gentil a la que el lector asiste con indulgencia y buen humor. Cada cr¨®nica es un dechado de sabidur¨ªa narrativa, con repeticiones y precisiones efectistas que dejan im¨¢genes muy v¨ªvidas en la memoria. El fondo es feroz -una sangrienta cr¨ªtica del r¨¦gimen parlamentario-, pero apenas se advierte, tamizado como est¨¢ por la socarroner¨ªa juguetona de una prosa que ha irrealizado la realidad, que ha sustituido el mundo real de la historia por el ficticio de la literatura.

En uno de sus ensayos, Los esc¨¦pticos (3), Azor¨ªn escribi¨® que "en toda vida los rasgos capitales, salientes, son los que dan la nota, el tono... Pero lo dem¨¢s, lo cotidiano desde?able, la menuda e insignificante materia de todos los d¨ªas puede llegar a ser, respecto a ciertas personalidades, no lo desde?able y subalterno, sino lo esencial y caracter¨ªstico". Si en la vida real se dan estos malabares existenciales como excepciones, en la realidad azoriniana ellos son rasgo universal, ley sin excepciones. Su haza?a de escritor consisti¨®, gracias la pureza de su prosa y a la microsc¨®pica agudeza de su visi¨®n, en haber engalado con las prendas de lo heroico, lo sorprendente y lo dram¨¢tico a esa dimensi¨®n medio cre y mon¨®tona de las gentes, "lo cotidiano desde?able" de sus vidas.

Ahora que podemos leer la obra de Azor¨ªn sin tener a mano lo que fing¨ªa ser su modelo, esas aldeas fuera del tiempo y de la historia de la estepa castellana o la vega alicantina o el Par¨ªs de los a?os de la Primera Guerra Mundial o los nimios o aguerridos debates pol¨ªticos de finales del siglo pasado y principios del nuestro, advertimos que esas im¨¢genes tienen m¨¢s diferencias que semejanzas con la realidad objetiva y que, sin embargo, est¨¢n dotadas de una poderosa vida que se nos impone por el poder de persuasi¨®n de la palabra y el orden narrativo, por la fantas¨ªa y la t¨¦cnica que les dan el ser.

Azor¨ªn fue un creador m¨¢s audaz y complejo cuando escrib¨ªa art¨ªculos o peque?os ensayos que cuando hac¨ªa novelas. Las que escribi¨® fueron experimentos, audaces pero fallidos, incluso La voluntad (1902), ambiciosa introspecci¨®n l¨ªrica y caj¨®n de sastre del joven escritor a cuyos materiales dispares aglutina la seguridad y condensaci¨®n del estilo. Aunque exigen del lector una cierta curiosidad perversa por los misterios del tedio y de la abulia, las novelas de Azor¨ªn merecen un lugar en la historia de las vanguardias europeas, pues fueron anticipaciones de toda una corriente narrativa que fue un monumento al bostezo, aquel nouveau roman que, cincuenta a?os despu¨¦s, surgir¨ªa en Francia, empe?ado en describir -como lo hab¨ªa hecho Azor¨ªn en Do?a In¨¦s, Don Juan o Salvadora de Olbena- un mundo objetal, sin movimiento, sin psicolog¨ªa y casi sin an¨¦cdota. Fue un empe?o osado, sin duda, aunque a menudo decepcionante, por la inmovilidad e inercia que aqueja a esos ejercicios de estilo en los que se disuelven los borrosos perfiles de los protagonistas y sus m¨ªnimas peripecias, dejando en la memoria del lector apenas murmullos de palabras.

Algunos t¨ªtulos de sus novelas se prestan a malentendidos. Ocurre con una de las mejores que escribi¨®, pero casi nadie pudo saberlo porque Azor¨ªn se encarg¨® de desorientar de entrada a su p¨²blico potencial, titul¨¢ndola Pueblo (1930). Y, como si no fuera bastante, la subtitul¨® Novela de los que trabajan y sufren, con lo que probablemente la inmuniz¨® contra toda clase de lectores, presentes o futuros. Sin embargo, no se trata en modo alguno de lo que sugieren los tremebundos r¨®tulos de su portada: un libro empedrado de buenas intenciones ¨¦ticas y pol¨ªticas sobre la condici¨®n obrera y de denuncia de las iniquidades sociales. M¨¢s bien, de lo contrario, de eso que define la etiqueta: literatura de evasi¨®n. La verdad es que en sus p¨¢ginas no alienta la menor emoci¨®n social, s¨®lo la emoci¨®n est¨¦tica y que ellas despliegan un abanico de cuadros preciosistas, de objetos humildes -costureros, sillas, tazas, ba¨²les, cayados, llaves, l¨¢mparas, tejidos, escaparates- exquisitamente realzados -casi humanizados- por la descripci¨®n. Muchos de estos cuadros son simples enumeraciones, sartas de frases en las que ha sido suprimido el verbo, lo que les da el semblante de poemas en prosa. El a?o anterior hab¨ªa intentado ya narrar de esta ins¨®lita manera sincopada, en Superrealismo (1929), a la que llam¨® "prenovela", pero, pasados los primeros cap¨ªtulos, desisti¨® como atemorizado de su osad¨ªa, y el libro, aunque se salven en ¨¦l algunas hermosas naturalezas muertas, naufrag¨® en un marem¨¢gnum de estampas sin ilaci¨®n. Poco antes, en una novela que se llamar¨ªa primero F¨¦lix Vargas y luego El caballero inactual (1928), que calific¨® de "etopeya", intent¨® otro experimento radical: un mundo de sensaciones y percepciones puras, sin hechos, en el que las personas son fuegos fatuos que se escurren, y la an¨¦cdota, leve como una pluma, mero pretexto p¨²a poner en movimiento los sentidos y la emoci¨®n. Novelas m¨¢s para ser estudiadas que gozadas, se adelantaron varias d¨¦cadas a aquellas de escritores franceses como Alain Robbe-Grillet, Claude Simon, Nathalie Sarraute y Robert Pinget, entre otros, que, a finales de los a?os cincuenta y comienzos e los sesenta, protagonizaron en Francia ese peque?o alboroto literario queja cr¨ªtica present¨® como la creaci¨®n de una nueva narrativa. El mundo de las novelas de Azor¨ªn, a las que si cabe (sin el menor ¨¢nimo de ofensa) llamar formalistas, tiene un extraordinano parecido con el de aqu¨¦llos, en su fragmentaci¨®n cubista de la perfecci¨®n de lo real, en la metamorfosis de lo humano en objeto, tropismo, sensaci¨®n o verbo, y hasta en el efecto adormecedor de una prosa sometida a depuraci¨®n tan implacable que en ella s¨®lo parece tener cabida lo visual. Aunque no cuajaran del todo, estos intentos de Azor¨ªn, de renovar la escritura narrativa, no dejan de ser innovadores, un hito literario. Pues hay en ellos, insinuada la premonici¨®n de algo distinto, de una visi¨®n y una t¨¦cnica que hubieran podido, tal vez, revolucionar la forma novel¨ªstica, como lo hicieron un Proust, un Joyce, una Virginia Woolf o un Faulkner.

Pero Azor¨ªn carec¨ªa de la ambici¨®n qu¨¦ impulsa esas revoluciones literarias. Era demasiado parco, sensato y contenido para provocar cataclismos, aunque fuera en el apacible dominio de la ficci¨®n. El sab¨ªa describir, no contar -aunque escribiera algunos cuentos excelentes como La pasi¨®n del pajecillo, de 1925, joya min¨²scula en la que, tal vez sin darse cuenta, roz¨® el terreno prohibido para ¨¦l del erotismo- pues entend¨ªa y sent¨ªa mejor a las cosas que a las personas. Por eso fracasaba como novelista. En sus novelas, los detalles -la descripci¨®n de un ¨¢rbol, de una colina o de una casa-, resultan siempre seductores y emocionantes; las personas, en cambio, no pasan de siluetas, sombras, entelequias. Las historias que inventaba no eran nunca lo bastante poderosas para animarlas, pues su ponderaci¨®n, su tacto y su preferencia por lo sedentario y lo pasivo, por lo convenido y conveniente, cerraban el paso a los demonios del instinto, la fantas¨ªa o la locura, imprescindibles en esos deicidios simb¨®licos que son las grandes novelas.

En cambio, a diferencia de lo que ocurre en las ficciones de Azor¨ªn, en los textos que dicen ser notas de viajes, de lecturas, reportajes o memorias, como los reunidos en Los pueblos, Un pueblecito. Riofr¨ªo de ?vila o Una hora de Espa?a -el bell¨ªsimo discurso con el que se incorpor¨® a esta Academia- y tantos otros libros memorables, hay una recreaci¨®n de la vida tan intensa como la que operan las novelas m¨¢s logradas. Pero, disimulada bajo el disfraz de la fidelidad a un mundo preexistente, del que el autor ser¨ªa apenas respetuoso cronista.

No era tal cosa; sus cr¨®nicas rehac¨ªan la geograf¨ªa, la sociedad, la historia, los cl¨¢sicos, de acuerdo a una visi¨®n, a unas man¨ªas, a unos apetitos y unas fobias que eran las suyas propias y que su delicado talento de embaucador contagiaba a la realidad de sus textos, convirti¨¦ndolos en sus atributos.

Primores de lo vulgar, titul¨® Ortega y Gasset el ensayo que le dedic¨®. En el contraste de ambos conceptos est¨¢ perfectamente resumido el arte azoriniano, hecho de menudencias, minucias, inanidades e insignificancias, que, gracias a la pulcritud del estilo, la sutileza de la observaci¨®n y la audacia de la estructura, se Vuelven objetos merecedores de reverencia y cari?o.

Un artista se sirve de todo para crear, comenzando por sus limitaciones. Si uno juzga las actitudes y proclividades de Azor¨ªn separadas de la obra en que se hicieron literatura, el cuadro no es nada sugestivo: apat¨ªa, desilusi¨®n, lentitud, hechizo por lo nimio. Todo eso sugiere el aburrimiento y la impaciencia. Y, sin embargo, en las cr¨®nicas de Azor¨ªn, esos ingredientes crean un mundo impredecible, de intensa espiritualidad; que sorprende y encanta. En ¨¦l es esencial la brevedad. Cuando se alarga, generalmente se esfuma. En cambio, los millares de peque?os textos que escribi¨®, sobre todos los temas imaginables -pol¨ªtica, viajes, actualidades, sociales, deportes, teatro, cine, ciencia, historia, folclore- forman parte de la buena literatura por la inquebrantable calidad de su estilo y la astucia de su enfoque y construcci¨®n que convierten a muchos de ellos en modelos de esas, ce?idas y s¨®lidas, arquitectura imaginarias que son los cuentos logrados.

"He intentado no decir sino cosas sencillas y, directas", escribi¨® en el pr¨®logo a sus P¨¢ginas escogidas, en 1917.Esto, si es cierto, demuestra una vez m¨¢s el abismo que puede abrirse entre las intenci¨®n, es y los resultados de un creador. El mundo de Azor¨ªn es "sencillo y directo" s¨®lo en la fachada. Tras la diafanidad del lenguaje y lo asequible de los temas hay, con frecuencia, un denso contexto, la compleja urdimbre de ocultamientos y, revelaciones, simulacros y pistas falsas, cambios de tono y de ritmo y juegos de tiempo de las ficciones, m¨¢s arriesgadas. Y, gracias a estas sabias trapacer¨ªas el mundo "vulgar" de Azor¨ªn se levanta de su vulgaridad y adquiere brillo est¨¦tico, solvencia intelectual, indeterminaci¨®n, ambig¨¹edad y sugerencia.

Quisiera dar un solo ejemplo de la maestr¨ªa con que Azor¨ªn

trastroca una opini¨®n, o informe period¨ªstico en fabulaci¨®n art¨ªstica: 'EI buen juez', texto incluido en Los pueblos, una miscel¨¢nea de 1904. A simple vista, es la rese?a de un libro, Nov¨ªsimas sentencias del presidente Magnaud, que Azor¨ªn escribe urgido por el editor. Extra?o comentario: jam¨¢s se dice qui¨¦n era el presidente Magnaud ni hay una palabra sobre el contenido de su libro. El articulista evita lo central y se extrav¨ªa en lo accesorio. El volumen de marras viaj¨® de Barcelona hasta Ciudad Real, all¨ª estuvo ahues¨¢ndose en una librer¨ªa hasta que fue adquirido por un trans¨¦unte que lo obsequia a un tal "don Alonso". ?ste, juez del lugar, lo deposita junto al expediente de un pleito sobre el que debe pronunciar sentencia. Es un caso sencillo y don Alonso ya sabe en qu¨¦ sentido fallar¨¢. Antes, de dirimir hojea el libro que le han regalado. Pero no puede soltarlo hasta que asoma el d¨ªa. Se levanta y esa ma?ana dicta sentencia, en sentido opuesto al que pensaba la v¨ªspera, lo que causa escandalo en la ciudad manchega. Pero don Alonso regresa a su casa feliz porque, gracias a una buena lectura, ha hecho justicia, "apart¨¢ndose de la ley pero con arreglo a su conciencia".

Esta corta historia, llena de elusiones, nos instruye m¨¢s luminosamente sobre las Nov¨ªsimas sentencias del presidente Magnaud que un tratado erudito, Pero, sobre todo, nos mantiene suspensos, fascinados con sus hiatos, circunloquios y desv¨ªos. Hemingway mostr¨® que, a veces, la mejor manera de realzar un hecho en una ficci¨®n es ocultarlo, que era posible y eficaz narrar por omisi¨®n. Buena parte de la t¨¦cnica period¨ªstica-narrativa de Azor¨ªn se basa en una estrategia parecida, de datos significativamente escondidos al lector, vac¨ªos, que ¨¦ste debe llenar con adivinanzas, intuiciones o invenciones. "En la vida nada hay que no revista una trascendencia incalculable ", escribi¨® en otra ocasi¨®n. Esto no es cierto. Pero, como escritor" ¨¦l fue capaz de demostrar que, sino en la vida, en el arte lo aburrido puede ser ameno, lo feo bello y lo intrascendente trascendente.

En verdad, era un miniaturista, como esos que pintan paisajes en la cabeza de un alfiler o construyen barcos con palitos de f¨®sforos en el interior de una botella. Ten¨ªa predilecci¨®n por lo desde?ado y secundario, por lo que rara vez atrae la atenci¨®n o se olvida de inmediato, por los seres anodinos y las cosas insignificantes. En sus descripciones, que eran invenciones, los peque?os objetos alcanzan a veces una extraordinaria dignidad, como la alcuza y la escudilla que, en los recuerdos de su libro sobre Valencia (1941), crecen y se animan como personajes vivos y nobil¨ªsimos, o como la "m¨¢rfega", jerg¨®n lleno de las hojas del ma¨ªz, que en esas mismas p¨¢ginas se eleva a la condici¨®n de objeto emblem¨¢tico, lleno de m¨²sica, color y poes¨ªa.

Era un arquitecto literario tan sutil. que pod¨ªa trazar el perfil de una ciudad a trav¨¦s, del perfume de las especias impregnado en sus mercados e instalar a sus lectores en el coraz¨®n de un pueblecillo manchego, haci¨¦ndoles sentir. su soledad, su rutina, la sordidez y la secreta grandeza de sus gentes, apenas con unas cuantas frases que, en apariencia, s¨®lo pretend¨ªan describir una fuente, un portal¨®n o. una viejecita enlutada e intemporal.

La realidad azoriniana difumina las fronteras entre los objetos y los hombres: ¨¦stos son muchas voces nada m¨¢s que volumen, color, forma, y aqu¨¦llos, entidades a las que convienen calificativos como modestos, t¨ªmidos, entra?ables, c¨¢lidos. La limpieza y el orden, la sobriedad y la discreci¨®n reinan, como s¨ª s¨®lo a trav¨¦s de ellos pudiera organizarse la vida. Hay pobreza, pero no fealdad; nada se halla fuera del lugar que le corresponde, como si aqu¨ª se hubiera materializado aquello que dec¨ªa el brujo de Las ense?anzas de don Juan, de Carlos Casta?eda: que, si las personas encontraran ese sitio m¨¢gico que en cada lugar les aguarda, desaparecer¨ªa la infelicidad. En el mundo de Azor¨ªn seres vivos y objetos inanimados parecen haber encontrado su "sitio"; pero es dif¨ªcil decir si ello los ha hecho, felices. Porque en este mundo m¨ªnimo, reinventado a la imagen y semejanza de ese fantaseador contemplativo, la noci¨®n misma de felicidad parece descabellada.

Se trata de un mundo embebido de literatura, modelado y obsesionado con las criaturas de la ficci¨®n. Pero, en cierto modo, hasta hablar de "ficci¨®n" podr¨ªa resultar imprudente; porque, para los caballeros que frecuentan el Casino de Argamasilla, por ejemplo, as¨ª como para el personaje que se hace pasar por el cronista Azor¨ªn, parece tan dif¨ªcil diferenciar lo vivido de lo novelado como lo era para Don Quijote: igual que a ¨¦ste, la realidad s¨®lo tiene sentido y vida para ellos transmutada en una ficci¨®n. Y, por eso, tal vez, en el mundo tapizado de objetos de Azor¨ªn, el m¨¢s precioso, el m¨¢s convocado y respetado, el m¨¢s amado, es el libro, y, de preferencia aquel que, habiendo cruzado los a?os y las manos de tantos lectores, ha alcanzado una suerte de inmortalidad: el libro de ocasi¨®n.

Desde que lo, descubr¨ª, en 1952, siempre he estado leyendo o releyendo a Azor¨ªn, con una admiraci¨®n y un cari?o que se renuevan como las estaciones. Sus libros me han acompa?ado en trenes, hoteles, aviones, ¨®mnibus, hasta convertirle en amuletos sin los cuales no me atrever¨ªa a emprender un viaje.

Creo entender las razones por las que vuelvo siempre sobre un pu?ado de autores, pero mi devoci¨®n por Azor¨ªn me descoloca, pues, en muchos sentidos -en su manera de ser y de ver el mundo, en lo que le gustaba y disgustaba, en sus modelos y en sus conjuros- creo estar bastante lejos de ¨¦l y, acaso, en sus ant¨ªpodas. Tal vez la explicaci¨®n est¨¦ en la fat¨ªdica ley de atracci¨®n de los contrarios. Pero lo cierto es que sus libros me estimulan y me emocionan siempre y que, de tanto asomarme a trav¨¦s de ellos a lo que hizo y lo que fue, he llegado a sentir -a pesar de que s¨®lo lo vi una vez, en 1958, aqu¨ª, en Madrid, cuando era ya un viejecillo, mudo, transl¨²cido y a¨¦reo- que formo parte de su c¨ªrculo privado, y a considerarlo un grande amigo, uno de ¨¦sos cuya aprobaci¨®n quisi¨¦ramos desesperadamente alcanzar para todo lo que escribimos: No s¨¦ d¨®nde estar¨¢ ahora, pero s¨ª est¨¢ en alguna parte, me gustar¨ªa que supiera que aprovech¨¦ esta solemne ocasi¨®n de mi ingreso en la Real Academia para, nada m¨¢s entrar en esta casa que fue tambi¨¦n suya, rendirle un homenaje.

1. En Azor¨ªn: primores de lo vulgar. Jos¨¦ Ortega y Gasset, Obras completas, volumen 2, p¨¢gina 162. Alianza Editorial-Revista de Occidente. Madrid,1983.

2. Azor¨ªn, Parlamentarismo espa?ol (1904-1916). Casa Editorial Calleja. Madrid, 1916.

3. Incluido en Sin perder los estribos, p¨¢gina 169. Editorial Taurus. Madrid, 1958.

"El sab¨ªa describir, no contar (...), pues entend¨ªa y sent¨ªa mejor a las cosas que a las personas""Era demasiado parco, sensato y contenido para provocar cataclismos"

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