El d¨ªa m¨¢s cruel
Son como los Mill¨¢n Astray de la nueva vida, han envuelto de humo y de p¨®lvora el grito contra la inteligencia y han encapuchado de ruido y de furia el grito a favor de la muerte. Son el coro negro que dispara riendo, mirando desafiantes a los testigos mudos del horror. Luego pasean la pistola como si fuera la nueva palabra encontrada en el desv¨¢n de una herencia que tambi¨¦n mat¨® de melancolia a don Miguel de Unamuno. Son como aquellos imb¨¦ciles que escrib¨ªan, cuando el fascismo gan¨® la guerra y sembr¨® de exilio y tragedia la memoria de este pa¨ªs, que la espada de Franco ha b¨ªa sido capaz de acabar en Espa?a con el pensamiento de Kant. Han conseguido que la vida se parezca al miedo y han hecho para eIlo lo mismo que los nazis y que todos los gemelos de su barbarie: desprecian la vida, ignoran lo que hay de veras dentro de esa palabra concreta, individual y perfecta, encerrada en s¨ª misma; la palabra vida, con toda su carga de pensamiento y de futuro, la palabra que sirve para respirar con los dem¨¢s, para amar y para despedirse en paz.Un espa?ol como tantos espa?oles muertos al final de una pistola que ti?e de viscosidad la atm¨®sfera de un d¨ªa cualquiera, elegido al azar y con detenimiento por una organizaci¨®n cuyas siglas suponen ya la pesadilla, central de much¨ªsima gente que, como en los tiempos m¨¢s crueles del franquismo, mira en los recovecos del portal por si no es el lechero el que hace sombra en. el rellano. Este espa?ol que han matado ahora era, adem¨¢s de todas las biograf¨ªas que han merecido al calor desolado de la muerte, un lector, un espectador, un pensador paciente que hizo de la duda -de la duda sobre lo que pensaba y sobre lo que piensan los otros; la ausencia de certeza de todo dem¨®crata- y de la tolerancia su modo de vida.
Han impregnado la vida y el pensamiento de una ¨¦poca, y sin duda est¨¢n convocando al horror a todos los ciudadanos posibles, incluidos aquellos que desde el griter¨ªo que se ha producido en Espa?a en los ¨²ltimos tiempos son capaces de justificar la barbarie gritando tambi¨¦n, como cuando llueve, que la culpa es del Gobierno, puerco Gobierno. Lo reclamaba Julio Cort¨¢zar, no se culpe a nadie, y se puede decir ahora: esa culpa total que est¨¢ detr¨¢s del gatillo est¨¢ en los dedos que aferran el gatillo y disponen de la vida ajena desde la falacia del grito de Mill¨¢n Astray: muera la inteligencia. No disparan contra el coraz¨®n, sino contra el pensamiento.
Suponen el infierno. El d¨ªa en que fue enterrado don Francisco Tom¨¢s y Valiente retuvimos dos im¨¢genes, una en los aleda?os del Tribunal Constitucional, en Madrid, donde ten¨ªa efecto el funeral, y otra, al atardecer, en la calle. En la primera, un hombre digno, con la mirada perdida, como si en sus ojos acuosos vivieran la perplejidad y los interrogantes, en silencio. Era el escritor portugu¨¦s Jos¨¦ Saramago. Largo rato callado ante el mar de gente sin palabras, el autor de Ensayo sobre la ceguera dijo por fin las dos ¨²nicas palabras que acaso estaban en la mente de los que se hallaban all¨ª, mudos: qu¨¦ barbaridad. Al atardecer de esa barbarie, por una calle m¨¢s fr¨ªa que nunca en las tardes de estos d¨ªas crueles, la madre joven empuja el cochecito de su hijo de meses; el ni?o, aterido y envuelto en los ropajes blindados de los ni?os, juega feliz con una hoja seca. Una hoja perfecta, ordenada por la naturaleza para parecer eterna y estar siempre ah¨ª, en el suelo del oto?o, del verano, de la primavera y del invierno para explicarse a s¨ª misma el ciclo de la vida. Dentro de a?os, ma?ana mismo, ?seguir¨¢ teniendo la vida, para todo el mundo, todas las estaciones, sin que el terror la interrumpa de pronto con su hez de azar y de ignominia?
Lo dec¨ªa Jos¨¦ Hierro al hablar de Manuel Rodr¨ªguez, el espa?ol muerto en el destierro de Nueva York, tendido en las mesas fr¨ªas de la funeraria de D'Agostino. Un espa?ol como millones de espa?oles. No he dicho a nadie que estuve a punto de llorar.
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