El empapelado
Aunque no me he parado a contarlas, vivo en compa?¨ªa de m¨¢s de dos millones de hojas de papel, unidas entre s¨ª por cola de pegar y a mi cuerpo por el alma de las palabras que contienen. Son la mejor, por no decir la ¨²nica, posesi¨®n de valor que tengo en casa, y, su valor encima es simb¨®lico, pues acompa?an con su pobreza material no al coleccionista de raros o incunables sino al almacenista de libros que he le¨ªdo, pienso leer, deber¨ªa leer y espero tener tiempo de leer. Y as¨ª como la vida de los padres de familia est¨¢ condicionada al transporte y cuidado de unos hijos, la m¨ªa est¨¢ sujeta -por no decir maniatada- al peso de los libros que, llenan mis paredes y rincones. Los libros que ya han formado parte de nosotros por la lectura y siguen ocupando un espacio en la biblioteca son figuras de nuestra historia sentimental, como amantes que una vez agotado el amor permaneciesen cerca en una mutua espera de reanudaci¨®n. Pero tambi¨¦n est¨¢n los libros v¨ªrgenes, los so?ados y deseados, que se abren ante nosotros, en su cerrada cantidad, como s¨ªmbolos de una tierra de promisi¨®n de la que podremos regresar transformados.Por eso me estremeci¨® el caso del se?or Alan Brighter, ciudadano de Etobicoke, que a pesar de su nombre no es una. ciudad del pa¨ªs de Cuca?a sino de la provincia de Ontario, y que estando de visita en Canad¨¢ segu¨ª por la prensa. La historia ten¨ªa un ingrediente shakesperiano en la amargura de su disputa filial y fraterna, pero el desenlace se anunciaba meramente grotesco. A la sombra de una madre nonagenaria a la que la cabeza se le iba a otra parte muchos d¨ªas, dos hermanos solteros que compart¨ªan la casa familiar pleiteaban por un mont¨®n de hojas de papel viejo que el mayor, Alan, almacenaba en un cuarto de la casa v el menor. Fred, quer¨ªa haceresitruir baj¨® la acusaci¨®n de riesgo incendiario". Las fotos el acusado que se ve¨ªan en los peri¨®dicos mostraban a un hombre de ojos fijos en un punto que o imaginaba como el reino de a fantas¨ªa particular -rareza, perversi¨®n, man¨ªa- que el huano defiende igual que si fuera mas rica propiedad. Pero la amara era indiscreta, y de los os y pelo largo descuidado y corbata con lamparones pasaba la materia misma del delito, las monta?as que despuntaban sobre la cama del dormitorio de Alan: 50 paquetes de papel de ri¨®dico, amontonado hasta alturas de m¨¢s de un metro. Pero Alan Brighter no era un simple acaparador de papeles usados, como, esos mendigos ilustres que rrastran por los pasos subterr¨¢neos -el mendrugo, la botella mediada de morapio y un desecho e prensa atrasada en la que esa noche buscar¨¢n el sue?o. A lo reo de su vida hab¨ªa coleccionado revistas y recortes y folletos de todo tipo, con un inter¨¦s espec¨ªfico en lo relacionado con buques trasatl¨¢nticos y acorazados, e incluso, lo esgrimi¨® su abogado ante la corte, comerciaba con un modesto lucro con ese material.
Pero el juez hab¨ªa dictado sentencia, y el mayor de los Brighter ten¨ªa que destruir el papel que, seg¨²n su confesi¨®n, constitu¨ªa el pasatiempo y la justificaci¨®n de su vida, y seg¨²n su hermano un peligro para el bienestar de los habitantes de la casa. La justicia, atenta, c¨®mo no, m¨¢s a la formalidad que a la dignidad de los sujetos que se topan con ella (en Espa?a tenemos actualmente al menos un ejemplo hiriente de esa desnaturalizaci¨®n legal), completaba la condena con una interdicci¨®n: en el futuro, Alan no podr¨¢ bajo ning¨²n concepto acumular en casa m¨¢s de un metro c¨²bico de papel.
Como delincuente en potencia -por fortuna mi hermano, que no vive conmigo, debe tener en casa a¨²n m¨¢s libros que yo- las consideraciones que me suscita el extravagante pero aterrador caso Brighter van desde la ya trillada lamentaci¨®n por el triunfo de la conciencia de lo correcto, lo sanitario, lo razonable, hasta el miedo de un porvenir en el que los enamorados del papel en sus formas impresas y escritas seremos seres raros y desviados, tan raros como el libro en s¨ª y tan agotados de esconder nuestra man¨ªa como los ejemplares de una edici¨®n pr¨ªncipe del Quijote. Pero hay algo m¨¢s que defender, por encima de estos cr¨ªmenes y castigos de papel: nuestro instinto de antig¨¹edad, que s¨®lo a veces coincide con un af¨¢n anticuario. En la foto que m¨¢s me emocion¨®, Alan posaba con un peri¨®dico bajo dos retratitos decimon¨®nicos, y sin embargo lo m¨¢s tradicional, lo m¨¢s evocativo eran los titulares que se llegaba a leer, una noticia de la batalla del R¨ªo de la Plata, sostenido con tanto celo por el due?o que la noticia, el papel, el tiempo del suceso y Brighter era uno. El libro del pasado, como la revista ilustrada de los a?os veinte o el secreter que abrieron manos desconocidas, restituyen, junto a su insustituible funci¨®n de mensaje, una vivencia indestructible por el tiempo, ese gran destructor. Y es tan inocuo, en el turbio mundo de los fetichismos, guardar s¨®lo papel en casa. Ya lo dec¨ªa el desdichado Brighter en la entrevista que precedi¨® a la quema: "Cuando me re¨²no con los coleccionistas en las ferias, yo soy el m¨¢s normal".
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