La gloria de Cervantes
Cuando escribo estas l¨ªneas, Camilo Jos¨¦ Cela ya ha recibido el Premio Cervantes, ha exaltado el nombre del novelista m¨¢ximo y el Rey le ha respondido en t¨¦rminos coincidentes. Cuando escribo estas l¨ªneas ya ha pasado el d¨ªa 23 de abril, D¨ªa Mundial del Libro, y los, tenderetes callejeros han abatido sus fr¨¢giles osamentas. Un a?o m¨¢s, hemos asistido a la glorificaci¨®n de Cervantes. Glorificaci¨®n con d¨ªa expreso y preciso, que es al cabo una gota de agua en el mar de una gloria literaria duradera como ninguna otra, salvo la de William Shakespeare.Pero ?de qu¨¦ gloria hablamos? El lenguaje tiene trampas, enga?os que incluso pueden ser involuntariamente piadosos. La gloria de Cervantes es una metonimia, esto es, se trata de la gloria de una obra escrita por quien en vida se llam¨® as¨ª. El autor es ya una mera voz verbal ¨ªnsta en esta obra, una ficci¨®n que nos acompa?a venturosamente, otra figura ling¨¹¨ªstica al fin. Piadosamente, s¨ª, suscribimos la llamada vida de la fama, aquel tierno hallazgo del Renacimiento, y entonces acuden las estatuas, las conmemoraciones y los homenajes a otorgar realidad a lo que es s¨®lo un recuerdo m¨¢s o menos emocionado, que, como todos los recuerdos, ¨²nicamente sirve a los vivos.
Es fatal que as¨ª sea. Pero pocos contrastes tan brutales como el que opone la vida del escritor llamado Miguel de Cervantes a los inciensos y alabanzas de la posteridad. Este hijo de cirujano y, como tal, de probable sangre jud¨ªa no pas¨® de ser un oscuro alcabalero, un mediocre recaudador de impuestos; que sobrevivi¨® mediocremente en la Espa?a de los fastos imperiales que ¨¦l odiaba -como odi¨® a Felipe II, a quien llam¨® ladr¨®n-, la Espa?a de la victoria de Lepanto y el crep¨²sculo de los Austrias. No lo apreciaron los escritores de su tiempo; Lope de Vega dictamin¨® furioso contra El Quijote, que le parec¨ªa p¨¦simo; el ¨¦xito del libro fue, sobre todo, c¨®mico, como recordaba el propio Cervantes al frente del Persiles cuando evocaba su encuentro con un estudiante en el camino de Esquivias a Madrid. El licenciado M¨¢rquez Torres, encargado de la aprobaci¨®n de la segunda parte de El Quijote, lo calificaba de "viejo, soldado, hidalgo y pobre" ante unos caballeros franceses que se asombraban de que alguien as¨ª, tan conocido en Francia y reinos confinantes, viviera en la precariedad sin que el erario p¨²blico acudiera a subvenirlo (liberales freedmanianos que ¨¦ramos ya entonces).
Por eso carec¨ªa de sentido la pol¨¦mica de hace algunos a?os sobre la autenticidad del cuadro que con su presunta efigie cuelga de las paredes de la Academia Espa?ola: Cervantes era muy poco importante para ser acreedor a la representaci¨®n pict¨®rica, que estaba reservada de ordinario a gente notable. Lo dicho: un oscuro alcabalero que en Sevilla es enviado a la c¨¢rcel porque las cuentas no est¨¢n claras; un pobre hombre que vive en Valladolid con unas hermanas de dudosa reputaci¨®n, las Cervantas, y donde lo mandan de nuevo a prisi¨®n casi en calidad de proxeneta cuando a la puerta de la manceb¨ªa fraterna aparece acuchillado el caballero Gaspar de Ezpeleta.
Ecce homo. Luego llegan los novelistas ingleses del XVIII, llegan los rom¨¢nticos alemanes y adviene la gloria universal. Todos se nutren de esta gloria. Entran quienes tienen intelectuai y afectivamente que ver con Cervantes, que fue un erasmista contrario al Concilio de Trento, un adversario cerrado de la monarqu¨ªa que nos desangraba en Europa y nos esquilmaba con insistente rapacidad, un enemigo tenaz del pensamiento dogm¨¢tico. Da igual qui¨¦n se escondiera bajo el seud¨®nimo de Avellaneda que firm¨® el ap¨®crifo Quijote. El que firmaba as¨ª se hab¨ªa dado cuenta perfectamente de lo que significaba Cervantes; hab¨ªa comprendido el peligro que encerraba su libro, y por eso escribi¨® la novela que escribi¨® presentando a un don Quijote botarate y loco de atar.
Todos se nutren de esta gloria, s¨ª. Tambi¨¦n lo hacen los herederos de Avellaneda, los descendientes del genuino esp¨ªritu doctrinal del barroco trenzado de intolerancia y dogmatismo. Entran para convertirlo en una gloria nacional, honrar academias y justificar gram¨¢ticas, aunque Cervantes violentara la gram¨¢tica siempre que pod¨ªa. Ortega hablar¨ªa siglos m¨¢s tarde, en p¨¢ginas de luz, del equ¨ªvoco de El Quijote: ambiguo, plural, poli¨¦drico, el libro, en efecto, parece burlarse de todo y nada. Cierto: la haza?a literaria de Cervantes consisti¨® en trabar de tal manera su pensamiento con las haza?as y desventuras de su h¨¦roe que es en s¨ª mismo una paradoja viviente, que el significado profundo del libro se proyecta en un juego de espejos sin t¨¦rmino, en una teor¨ªa de m¨¢scaras que se superponen y neutralizan. Despojado de su contexto, porque ¨¦ste es el estatuto de la literatura -discurso al fin sin tiempo ni espacio-, El Quijote ofrece un anchuroso caudal de irresistible sabidur¨ªa -nadie, excepto Shakespeare, ha sabido m¨¢s que este hombre sobre la condici¨®n humana-, pero, si nos quedamos a solas con la obra, ¨¦sta se escapa, se desvanece, se diluye como el agua entre las manos.
Cervantes era tambi¨¦n hijo de su tiempo. Ten¨ªa sin duda la inteligencia excepcional que le permit¨ªa trascenderlo, pero no hasta el punto de convertirse en una criatura desencarnada, vol¨¢til, a¨¦rea. Bien lo sab¨ªa el falso Avellaneda, y por eso encerr¨® a don Quijote en el manicomio. La mejor tradici¨®n cr¨ªtica del siglo lo ha entendido as¨ª. Cervantes era, es, el libre examen, la libertad de pensamiento, el relativismo, la recusaci¨®n del discurso dogm¨¢tico, el punto de vista intransferible del individuo sobre el mundo, los derechos de la mujer, la mirada de acero sobre los grandes de este mundo y el alma de ceniza que alienta bajo tanta pompa fraudulenta. Equ¨ªvoco, pero menos.
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