Robert Altman reconstruye a ritmo de jazz el mundo donde naci¨®
Frears vuelve a las tabernas irlandesas en busca de su identidad
ENVIADO ESPECIALDos grandes cineastas que ¨²ltimamente hab¨ªan perdido el rumbo lo recuperaron ayer en las pantallas de Cannes 96 y el festival volvi¨® a elevarse a la altura de su leyenda. Tras el tropiezo de pr¨¦t-¨¤-porter, Robert Altman vuelve a situarse en Kansas City en la estatura moral y art¨ªstica que le pertenece en su condici¨®n de patriarca de los cineastas independientes de estados unidos.
Kansas City asombra por su unidad, conjunci¨®n de relato negro, poema l¨ªrico y composici¨®n musical a ritmo de jazz. Por su parte, tras el g¨¦lido exceso de c¨¢lculo y de cine mec¨¢nico de Mary Reilly, el brit¨¢nico Stephen Frears vuelve a respirar la vida de las calles y el humo de las tabernas de Irlanda y en ellas recupera el calor, la libertad y la gracia que The van transmite con la facilidad con que se contagia una sonrisa amistosa.El gran cine de hoy lo trajo Kansas City, una pel¨ªcula con las tripas tan bien organizadas que parece un reloj con alma. La extremada complejidad y las dificultades que ofrece su enfoque y su composici¨®n son afrontadas y resueltas por Altman con esa facilidad que distingue a los viejos dominadores del oficio de hacer pel¨ªculas cuando trabajan con una materia que conocen al dedillo, porque esa materia es su memoria. Altman naci¨® en Kansas City y ten¨ªa 10 a?os cuando en su ciudad ocurrieron los sucesos que ahora eleva a poema introspectivo. El resultado es perfecto en el sentido inmediato de que no parece mejorable, por ning¨²n lado.
En 1934, en plena Gran Depresi¨®n, Kansas City era un oasis en el Medio Oeste de los Estados Unidos, gracias a que algunos pol¨ªticos y los g¨¢nsters que les hac¨ªan los trabajos sucios lograron aislar la ciudad y crear en ella, en medio de la miseria de los tr¨¢gicos comienzos del New Deal del presidente Roosevelt, una relativa prosperidad, que la convirti¨® en una peque?a Las Vegas. A la sombra de la paz mort¨ªfera creada por las bandas de contrabandistas y gariteros, nacieron bandas de m¨²sicos y los conciertos de ametralladora convivieron con los conciertos de jazz en las calles de Kansas City.
A lo largo de una tarde y una noche tormentosa de comienzos de ese a?o tuvo lugar en un tugurio de Kansas una largu¨ªsima jam session ejecutada por la orquesta de Bennie Moten, en la que dos genios del saxo, Coleman Hawkins y Lester Young, sostenidos por dos j¨®venes pianistas teloneros llamados (as¨ª corno suena) Duke Ellington y Count Basie, llevaron a cabo uno de los cutting contest (duelo de r¨¦plicas y contrarr¨¦plicas instrumentales, improvisadas) m¨¢s c¨¦lebres de la historia del jazz. Aquel trenzado de los genios improvisadores atest¨® el antro y entre los participantes en el suceso estaba un muchacho aprendiz de saxo con los ojos agrandados por el asombro. Se llamaba Charlie, pero le llamaban Bird y era hijo de una tal Addie Parker, telegrafista de la Western Union. Todos los rostros de esta haza?a estaban guardados en la memoria y la retina del ni?o Altman y ahora han salido de ella y configurado un cap¨ªtulo de rotunda belleza de la pantalla del viejo Altman.
Kansas City es ante todo y sobre todo m¨²sica ¨ªntima recordada y reconstruida para ser la v¨¦rtebra del relato de un denso e intenso instante (m¨¢gico y tr¨¢gico) de la vida de una ciudad aislada del tiempo y del mundo, tejida sobre si misma.
Y si Altman averigua en viejos tiempos cuestiones de hoy, Stephen Frears desvela en tiempos que ahora corren rastros y sombra de cuestiones antiguas, de siempre, las que perviven y son las ¨²nicas que conciernen al verdadero artista. The van es una vieja historia rigurosamente actual.
Arrojados al estercolero
La amenaza de retornar a la miseria de donde proceden, despierta el ingenio de dos amigos, dos obreros irlandeses despedidos como tantos otros en sus f¨¢bricas y arrojados al estercolero humano del paro. Con las manos en los bolsillos, los dos tipos, que revientan de vida, se echan al camino y entre cerveza y cerveza reaprenden las ma?as, perdidas en las rutinas de la industria, de la superv¨ªvencia. Pero cuando su ingenioso tinglado prospera, uno fatalmente se hace patr¨®n del otro y las cervezas amistosas se acaban, dejando paso a las borracheras solitarias. Es una pel¨ªcula sobre lo que llam¨¢bamos lucha de clase, que Frears, una vez escapado de los efectos visuales de la decepcionante Mary Reilly, tiene los santos h¨ªgados de seguir llamando as¨ª, porque dispersa, atomizada, esa antigualla sigue existiendo y multiplic¨¢ndose.
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