El coraz¨®n de las tinieblas
ANTONIO MU?OZ MOLINAHay una cosa tr¨¢gica de grandes animales muertos en los viejos barcos varados y al filo del desguace, igual que en las hileras de vagones gastados por la intemperie y devastados por el ¨®xido que se ven en las v¨ªas muertas junto a la estaciones, en paisajes de edificios de ladrillos en ruinas y cielos c¨¢rdenos de atardecer cruzados por cables de alta tensi¨®n. Los vagones de carga, los barcos viejos comiidos de herrumbre, los coches de segunda pintados de un gris de posguerra en los que tal vez viajmos durante noches eternas hace muchos a?os, tienen todo el sobrecogimiento de la decadencia y la destrucci¨®n, no suavizado por la dignidad melanc¨®lica de las ruinas nobles, de los escombros de un palacio o de una iglesia g¨®tica. La carcasa c¨®ncava de un nav¨ªo volcado junto a una orilla se parece demasiado a la de una vaca o un caballo muerto al costado de un camino. Pero hay ruinas que aparecen en un puerto o en una esta ci¨®n de ferrocarril como despojos son¨¢mbulos, barcos corro¨ªdos por el ¨®xido que se hacen a la mar como zombies de barcos y largos convoyes de mercanc¨ªas que no parecen transportar nada ni ser conducidos por nadie Y cruzan de noche como viniendo de explotaciones mineras perdidas en alg¨²n desierto, con un hermetismo de trenes secretos, de horribles trenes nocturnos de prisioneros canuno de campos de exteminio.Hay ahora mismo, en la costa occidental de ?frica, un gran buque tr¨¢gico que tal vez lleva a?os condenado al desguace y, sin embargo, contin¨²a navegando por los mares del tr¨®pico, un buque fantasma que no puede atracar en ning¨²n puerto, porque no hay ning¨²n pa¨ªs que quiera admitir a los Varios miles de supervivientes, de fugitivos y muertos prematuros que viajan en ¨¦l, millares de hombres y mujeres de piel oscura y anchos ojos aterrados que han logrado escapar de las matanzas multitudinarias de Liberia para encontrarse ahora arrojados a una desgracia no mucho menos cruel, a una traves¨ªa mar¨ªtima para la que no hay rutas de navegaci¨®n ni puerto de llegada. Miles de cuerpos arracimados en las cubiertas de chapa candente bajo el sol vertical, hacinados en una asfixia de bodegas oscuras en las que brillar¨¢n sus ojos y sus facciones sudorosas igual que en las bodegas de los barcos negreros que siguieron cruzando el Atl¨¢ntico hasta hace menos de siglo y medio. Es la misma visi¨®n, el mismo horror no suavizado por el tiempo, sino dilatado como una epidemia cada vez m¨¢s letal, como un apocalipsis que se ceba sobre ?frica desde que a los comerciantes europeos y ¨¢rabes se les despert¨® la codicia de los metales, de las pieles, de las maderas preciosas, del marfil, de los esclavos.
En las bodegas de ese barco fantasma de muertos en vida, de ese mercante desahuciado cuya mercanc¨ªa humana es una ci¨¦naga de desesperaci¨®n y enfermedad, de fiebre y sed y diarrea, lo que viaja es el coraz¨®n de las tinieblas, el espanto que vio Joseph Conrad en las siniestras colonias del rey de los belgas, un ciego desastre de explotaci¨®n y maldad, de respetables libros de cuentas y cuellos atados con cadenas y espaldas desolladas por l¨¢tigos.
Antes de leer a Joseph Conrad, mi imaginaci¨®n ignorante y ¨¢vida se hab¨ªa alimentado con las novelas racistas de exploraciones africanas que vienen teniendo tanta popularidad desde el siglo XIX. Sin duda muchas de las desgracias de ?frica le vienen de haber despertado tantos sue?os y tantos terrores europeos: desde mucho antes de que Julio Veme inventara un vuelo en globo entre Zanz¨ªbar y el golfo de Guinea, ?frica ha sido el destino de un n¨²mero excesivo de fabulaciones, de desatados sue?os de aventura o de enriquecimiento, de evangelizaci¨®n y de b¨²squeda de ciudades prohibidas, de para¨ªsos terrenales y tesoros ocultos. En mi primera adolescencia yo viv¨ªa trastornado por el ?frica de los mapas y la de las novelas, por las aventuras falsas de Alan Quattermain y las no mucho m¨¢s verdaderas de Burton y Speeke en busca de las fuentes del Nilo y de Henry Morton Stanley siguiendo el rastro del doctor Linvingstone sin otra finalidad que la de obtener unas declaraciones exclusivas. En el cine, ?frica era una transparencia en tecnicolor sobre la cual resaltaban la piel blanca y la melena cobriza de Deborah Kerr y el dandismo fatuo de Stewart Granger, que ejerc¨ªa una he roicidad basada sobre todo en la indumentaria y en la disponibilidad ilimitada de los porteadores negros para caerse despe?ados por los desfiladeros o sucumbir a los ataques de las fieras carn¨ªvoras y de las tribus hostiles. Uno crec¨ªa, se iba haciendo cin¨¦filo, y de Las minas del rey Salom¨®n progresaba hacia Mogambo, y del delicado erotismo en blanco y negro de Maureen O'Sullivan a las opulencias en cinemascope de Ava Gardner, pero Clark Gable era igual de fantasma que Stewart Granger y los africanos segu¨ªan dividi¨¦ndose en porteadores d¨®ciles y feroces nativos sin civilizar.
De ni?o yo o¨ªa vagas noticias sobre la guerra del Congo, sobre terroristas Mau Mau que acechaban a los europeos en la oscuridad densa de la selva y los degollaban con una silenciosa eficacia de leopardos. Pero luego ?frica pareci¨® que de jaba de existir porque ya no era el destino de los sue?os de nadie, y s¨®lo en los ¨²ltimos a?os ha vuelto a los noticiarios y a las imaginaciones, despojada del prestigio de las aventuras y de los tesoros, convertida en un apocalipsis de miseria y de sangre del que los occidentales tendemos a apartar los ojos igual que de las llagas o la mutila ci¨®n horrible de un mendigo. Como un islote de acantilados y grutas de chatarra, ese buque de los fugitivos continuar¨¢ tal vez en los pr¨®ximos d¨ªas su viaje sin destino. Pero ?frica entera es cada vez m¨¢s un inmenso barco desahuciado donde se hacinan y se pisan v¨ªctimas futuras a las que nadie ofrece piedad ni refugio, un continente fantasma donde ya no hay lugar para las mentiras de la literatura y del cine porque su ¨²nica realidad diaria es el infierno.
Babelia
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