Los juegos de la profundidad y la superficie
Atraviesa hoy la cultura de Occidente una onda de superficialidad que se disimula bajo el manto favorecedor de lo complicado. Las formas se retuercen en esquematismos enigm¨¢ticos, y lo que en tiempos se llam¨® el mensaje cambia ahora de rumbo y se convierte en el ¨¢brete s¨¦samo metaf¨ªsico. Ya no hay comunicaci¨®n, hay secreto apenas musitado a trav¨¦s del poema, del cuadro o de la sinfon¨ªa. La prosa se hace el¨ªptica y, por eso mismo, la lectura se torna fatigosa, dif¨ªcil, complicada. Innecesariamente complicada. A fuerza de abstracciones, cada intento creador pierde gracia, espontaneidad. En suma, encanto.Es el af¨¢n de ir a lo hondo de la existencia, a su cogollo esencial. A su indefectible misterio. Como esto no se consigue si no se dispone de una mente genial, he ah¨ª el escotill¨®n por el que se cuelan los afanes jam¨¢s cumplidos. Falta el valor intelectual de reconocerlo as¨ª y de renunciar a originales empresas para las que no se dispone de talentos adecuados. Alguien recientemente recordaba una an¨¦cdota de Oscar Wilde. Charlando con un amigo, le dio el consejo de que deber¨ªa esconder la propia, espec¨ªfica profundidad, y que era el deber inexcusable de todo escritor. Pero, pregunt¨® el aludido, ?d¨®nde esconder la ¨ªntima, inconfesable hondura? "En la superficie", contest¨® r¨¢pido el irland¨¦s. Con esa aparente paradoja enunci¨® genialmente una verdad archimoderna. Si nos atenemos a su luz enseguida caeremos en la cuenta de que las m¨¢ximas innovaciones, art¨ªsticas y literarias de nuestra ¨¦poca se nos ofrecen envueltas y abrigadas en la capa de lo superficial. As¨ª, el Ulises de Joyce, que relata con minucia vulgar un d¨ªa cualquiera en una ciudad vulgar. Un d¨ªa repleto de vida cotidiana pero bajo cuyos salientes y entrantes late un significado trascendente. De ah¨ª la indudable ambig¨¹edad del relato joyceano, palpitaci¨®n biogr¨¢fica que, en definitiva, remata por desembocar, oscilante y perpleja, en m¨¢s-que-biograf¨ªa. La superficie cobra irisaciones profundas a las que sirve, oculta y confiere brillo. El modelo del Ulises puede ser multiplicado. Recordemos a Musil, recordemos a Kafka y a algunos m¨¢s (ciertamente, pocos) que acertaron a tapar, a velar su ser esencial en la superficie de lo mostrenco.
En el fondo, estos hallazgos son testimonios, autotestimonios. Como lo son asimismo docenas y docenas de lienzos picassianos. En la evoluci¨®n, en el proceso creador del malague?o, se nos hace presente la red existencial que conform¨® la ¨®rbita humana, el paseo por el mundo. Por eso su pintura se radicaliza, esto es, se toma m¨¢s esquem¨¢tica. En esos extraordinarios esquemas se evidencia una superficie, en verdad nada lisa y s¨ª colmada de altos y bajos, de recovecos inesperados. Es la superficie que esconde y cela al ser genuino del artista. Cuanto m¨¢s sencillo, m¨¢s enrevesado. La contradicci¨®n est¨¢ ah¨ª, a la vista, bien a las claras.
El individuo creador es aquel que sufre la posesi¨®n, la terrible posesi¨®n de s¨ª mismo, y trata, como sea, de desembarazarse de ella. El novelista, el pintor, el m¨²sico, se autofagocitan, y lo. que nosotros de entrada experimentamos es la convivencia de una laboriosa digesti¨®n.
Lo profundo, es decir, lo b¨¢sico, lo verdadero, es, velis nolis, oscuro. Y tanto m¨¢s tenebroso cuanto m¨¢s se nos muestre con sencillez, con deseo irreprimible de claridad, de superficie. A este prop¨®sito, Heidegger cita una sentencia del m¨ªtico fil¨®sofo y asceta tao¨ªsta Lao-ts¨¦: "El que conoce su claridad se oculta en su oscuridad". As¨ª pues, tropezamos ahora con otra ocultaci¨®n, a saber, la de la luz que busca cobijo en el t¨²nel de la tiniebla, esto es, en lo que no tiene forma, en lo fantasmal. El mundo subterr¨¢neo hace pareja con lo amorfo. Al mundo de la exterioridad corresponde el mundo de otra exterioridad que enga?a, que distorsiona lo real y lo convierte en mera tapadera.
Y a esto era a lo que yo quer¨ªa llegar. Nos movemos por la equ¨ªvoca geograf¨ªa del enga?o. Es la especulaci¨®n del como si, del als ob. Por eso hoy escasean tanto los meditadores verdaderos, los artistas aut¨¦nticos, los firmes due?os de los sonidos. Vivimos en la etapa de la mentira y, por ende, en la esterilidad. As¨ª abundan tanto los libros innecesarios, los cuadros arbitrarios y la escritura musical gratuita. Ahora no es la superficie la que alberga en su entra?a intimidades desconocidas. Ahora es la superficialidad disfrazada de verdades inusitadas. Lo m¨¢s atroz: la sencilla, la simple verdad maquillada como trascendente. He aqu¨ª la trampa. ?Por qu¨¦ esta falsedad? Pues sencillamente porque, a partir de este instante, la realidad sufre un proceso de mistificaci¨®n a favor del cual ya no merece ninguna atenci¨®n por nuestra parte. La objetividad m¨¢s inmediata, la capa sociol¨®gica de cualquier comunidad, se nos muestra coja, desfigurada y, merced a su propia, espec¨ªfica estructura, empobrecida, raqu¨ªtica. Desembocamos, al socaire de esas insuficiencias, en el terreno de lo ya sabido, en el terreno de la monoton¨ªa colect¨ªva. O, lo que es igual, en el solar 'del aburrimiento desesperanzado.
La culpa radica en un torcido deseo: el de dar gato por liebre. O, lo que es lo mismo, hondura sin luminosidad y superficie sin contenido. Tengamos, pues, cuidado. El paisaje colectivo puede transformarse en un reiterativo desierto. La superficie y la profundidad, si esa traslocaci¨®n de valores va adelante, se resolver¨¢n en nada. En el puro vac¨ªo. Es decir, en negatividad.
Y el prop¨®sito de Wilde, dar gato por liebre, el agudo prop¨®sito, se habr¨¢ esfumado.
La autenticidad es enemiga de la estratagema cultural, y a lo m¨¢s que llega es a ir tirando: una forma de traicionar lo real. Una forma de desvirtuar todas las posibilidades creadoras. Por eso he hablado de esterilidad. La caracter¨ªstica m¨¢s acusada de la vida espiritual de nuestro tiempo viene dada por una participaci¨®n que no es participaci¨®n. Que tampoco es testimonio. Es s¨®lo s¨ªntoma. de graves dolencias. Quiz¨¢ la m¨¢s delet¨¦rea sea el escepticismo mezclado con la indiferencia, factores todos del c¨¢ncer del nihilismo. El alejamiento, esto es, el considerar lo que ocurre a nuestro alrededor, o en climas lejanos, como un espect¨¢culo, hace helar nuestra sangre y la condena a perpetua aridez. Viene a la mente el verso definitivo de Baudelaire: "La froide majest¨¦ de la femme st¨¦rile".
A esta solemne pero infecunda imagen se autocondena hoy la cultura europea. En ella nos disponemos a hundir la figura y, por tanto, a aportar su ilustre bulto de la ebullici¨®n del esp¨ªritu creador.
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