La escuela del crimen
Econom¨ªa de importaci¨®n, cultura de impostaci¨®n, reino de la tilinguer¨ªa: estamos toldos obligados a embarcarnos en el crucero de la modernizaci¨®n. En las aguas del mercado, la mayor¨ªa de los navegantes est¨¢ condenada al naufragio; pero la deuda externa paga, por cuenta de todos, los pasajes de la minor¨ªa que viaja en primera clase. Los empr¨¦stitos de la banquer¨ªa mundial, que permiten atiborrar de nuevas cosas in¨²tiles a la minor¨ªa consumidora, act¨²an al servicio del purapintismo de nuestras clases medias y de la copianditis de nuestras clases altas; y la televisi¨®n se encarga de convertir en necesidades reales a las demandas artificiales que el norte del mundo inventa sin descanso y exitosamente proyecta sobre el sur y sobre el este.Pero ?qu¨¦ pasa con los millones y millones de j¨®venes latinoamericanos condenados a la desocupaci¨®n o a los salarios de hambre? Entre ellos, la publicidad no estimula la demanda, sino la violencia; entre ellas estimula la prostituci¨®n. Los avisos proclaman que quien no tiene no es: quien no tiene auto, o zapatos importados, o perfumes importados, es un nadie, una basura; y as¨ª la cultura del consumo imparte clases para el multitudinario alumnado de la escuela del crimen.
Al apoderarse de los fetiches que brindan existencia a las personas, cada asaltante quiere ser como su v¨ªctima. La tele ofrece el servicio completo: no s¨®lo ense?a a confundir la calidad de vida con la cantidad de cosas, sino que adem¨¢s brinda cotidianos cursos audiovisuales de violencia, que los videojuegos complementan. El crimen es el espect¨¢culo m¨¢s exitoso de la pantalla chica. "Golpea antes de que te golpeen", aconsejan los maestros electr¨®nicos de ni?os y j¨®venes. "Est¨¢s solo, s¨®lo cuentas contigo". Coches que vuelan, gente que estalla: "T¨² tambi¨¦n puedes matar".
Crecen las ciudades, las ciudades latinoamericanas ya est¨¢n siendo las m¨¢s grandes del mundo, y con "las ciudades, a ritmo de p¨¢nico, crece el delito. Ciudades insomnes: unos no duermen por la necesidad de atrapar las cosas que no tienen, otros no duermen por el miedo de perder las cosas que tienen.
La ansiedad consumidora no es la ¨²nica profesora de la escuela del crimen. Ella act¨²a acompa?ada por la injusticia social, una profesora muy eficaz en sociedades donde la opulencia ofende escandalosamente al hambre, y tambi¨¦n dicta all¨ª sus lecciones la impunidad del poder, que ense?a predicando con el mal ejemplo en sociedades donde los que mandan matan y roban sin remordimiento ni castigo.
Este mundo del final de siglo, que convida a todos al banquete pero cierra la puerta en las narices de la mayor¨ªa, es al mismo tiempo igualador y desigual. Nunca el mundo ha sido tan desigual en las oportunidades que brinda, pero tampoco ha sido nunca tan igualador en las ideas y las costumbres que impone. La igualaci¨®n obligatoria, que act¨²a contra la diversidad cultural del bicho humano, impone un totalitarismo sim¨¦trico al totalitarismo de la desigualdad de la econom¨ªa, impuesto por el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y otros fundamentalistas de la libertad del dinero. En el mundo sin alma que se nos obliga a aceptar como ¨²nico mundo posible no hay pueblos, sino mercados; no hay ciudadanos, sino consumidores; no hay naciones, sino empresas; no hay ciudades, sino aglomeraciones; no hay relaciones humanas, sino competencias mercantiles.
Nunca ha sido menos democr¨¢tica la econom¨ªa mundial, nunca ha sido el mundo m¨¢s escandalosamente injusto. La desigualdad se ha duplicado en treinta a?os. En 1960, el 20% de la humanidad, el que m¨¢s ten¨ªa, era treinta veces m¨¢s rico que el 20% que m¨¢s necesitaba. En 1990, la diferencia entre la prosperidad y el desamparo hab¨ªa crecido al doble, y era de sesenta veces. Y en los extremos de los extremos, entre los ricos riqu¨ªsimos y los pobres pobr¨ªsimos, el abismo resulta mucho m¨¢s hondo. Sumando las fortunas privadas que a?o tras a?o exhiben, con obscena fruici¨®n, las p¨¢ginas pornofinancieras de las revistas Forbes y Fortune, se llega a la conclusi¨®n de que 100 multimillonarios disponen actualmente de la misma riqueza que 1.500 millones de personas.
La desigualaci¨®n econ¨®mica tiene quien la mida. El Banco Mundial, que tanto hace por multiplicarla, la confiesa, por ejemplo, en su World development report de 1993. Y la confirman las Naciones Unidas (United Nations developmentprogramme, Human development report, 1994). La igualaci¨®n cultural, en cambio, no se puede medir. Sus demoledores progresos, sin embargo, rompen los ojos. Los medios de comunicaci¨®n de la era electr¨®nica, mayoritariamente puestos al servicio de la incomunicaci¨®n humana, nos est¨¢n otorgando el derecho a elegir entre lo mismo y lo mismo, en un tiempo que se vac¨ªa de historia y en un espacio universal que tiende a negar el derecho a la identidad de sus partes. Se hace cada vez m¨¢s un¨¢nime la adoraci¨®n de los valores de la sociedad de consumo.
La econom¨ªa mundial necesita un mercado de consumo en perpetua expansi¨®n para que no se derrumben sus tasas de ganancia, pero a la vez necesita, por la misma raz¨®n, brazos que trabajen a precio de ganga en los pa¨ªses del sur y el este del planeta. La segunda paradoja es hija de la primera: el norte del mundo dicta ¨®rdenes de consumo cada vez m¨¢s imperiosas, dirigidas al sur y al est¨¦, para multiplicar a los consumidores, pero en mucho mayor medida multiplica a los delincuentes.
La invitaci¨®n al consumo es una invitaci¨®n al delito. Leyendo las p¨¢ginas policiales de los diarios se aprende m¨¢s sobre las contradicciones sociales que en las p¨¢ginas sindicales o pol¨ªticas. All¨ª est¨¢n los alegres mensajes de muerte que la sociedad de consumo emite.
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