Un viaje portugu¨¦s (3)
Por Pero no hay mal que cien a?os dure, y menos en carretera. El viajero lo sabe por experiencia y lo comprueba de nuevo cuando, al doblar una curva -la en¨¦sima desde Bragan?a-, avista el pretil de un puente y, tras ¨¦l, en el barranco, el r¨ªo que lo sostiene. Es el Tuela, que viene de Montezinho y trae aires de la sierra. Y que, antes de seguir su ruta, seguramente cansado de pelearse con las monta?as, se detiene un instante a descansar bajo el puente.No es el ¨²nico, no obstante, que lo ha hecho esta ma?ana. Al otro lado del puente, en la ladera contraria, unas peque?as casitas se?alan la presencia de personas (aunque no se vea a nadie a su alrededor) y, m¨¢s all¨¢, en una curva, un caminillo conduce por el terrapl¨¦n abajo hasta la orilla del r¨ªo donde docenas de coches vigilan entre los ¨¢rboles la comida o el ba?o de sus due?os. Hay muchos, quiz¨¢ doscientos, dispersos entre los coches o bajo las salgueras de las orillas, que algunos han convertido, ayud¨¢ndose de toallas y sombrillas, en improvisados toldos y campamentos. Otros, los m¨¢s osados, est¨¢n sentados directamente sobre la arena. Es falsa (en realidad son piedras), pero desde la carretera da la impresi¨®n de una playa que el r¨ªo hubiese formado en el fondo de esta hoz estrecha y breve, pero que constituye un oasis en medio de tanta aspereza. Al viajero, por lo menos, despu¨¦s de lo que ha pasado, y con el calor que hace, as¨ª se lo parece.
Y lo demuestra. Por el terrapl¨¦n abajo, cuando llega al otro lado, se lanza a tumba abierta hacia el barranco (ahora, s¨ª, las aceiteras se vuelven locas del todo) y, tras aparcar el coche en el primer sitio libre que encuentra, cosa que no le resulta f¨¢cil, coge la toalla y el ba?ador y se va en busca de un ¨¢rbol que est¨¦ a la orilla del agua y todav¨ªa no tenga due?o. Tampoco resulta f¨¢cil (hay gente por todas par tes), pero lo encuentra: en una roca pela da, pero a la sombra, en el estrechamiento que el r¨ªo forma en el medio, de la poza donde se ba?an y se solazan los que a¨²n no est¨¢n comiendo. Es ya la una del me diod¨ªa, que es. la hora del almuerzo en Portugal.
El viajero, aunque espa?ol, saca tambi¨¦n su comida (la que se procur¨® en Bragan?a: melocotones de Oporto y uvas e higos de Tr¨¢s-os-Montes) y, antes de tirarse al agua, da buena cuenta de ella. Ten¨ªa hambre desde hace rato. Luego se ba?a en la poza y, a continuaci¨®n, ya fresco, enciende un cigarrillo y, desde su observatorio en la roca, observa el mundo que le rodea. Est¨¢ m¨¢s en calma ahora con el sopor del almuerzo. Cerca de ¨¦l, entre dos ¨¢rboles, una pareja ha puesto una hamaca (que, por supuesto, comparte: el amor lo puede todo) y, alrededor, varios chicos sestean sobre las rocas como si fueran una colonia de cocodrilos en un r¨ªo de la selva. Son de los pueblos de alrededor, pero algunos deben de vivir en Francia a juzgar por sus nombres y por su acento. De vez en cuando, alguno se mueve y se desliza hasta el agua para refrescarse, pero, por lo general, permanecen quietos como los cocodrilos que imagin¨® el viajero. Sobre todo, las chicas, que son las que ¨¦ste mira con especial atenci¨®n, amparado en su puesto de privilegio.
De repente, sin embargo, un ruido rompe la paz del r¨ªo. El ' ruido se despe?a por el terrapl¨¦n abajo, envuelto en una gran nube de polvo, y tras ¨¦sta aparecen dos motoristas enfundados de arriba abajo en sendos trajes de cuero negro. Los motoristas -gafas de sol, patillas de hacha, botas de ca?a y pa?uelos de pirata en la cabeza- irrumpen con sus motos en la orilla, casi en el agua, y, tras acelerarlas a fondo dos o tres veces (por si acaso alguien a¨²n no se hab¨ªa fijado en ellos), las abandonan bajo los ¨¢rboles y atraviesan el r¨ªo por una tabla que hace las veces de pasarela, ante la curiosidad de las cocodrilas, que han despertado de su letargo y se incorporan para mirarlos, cosa que ni siquiera han hecho a¨²n con el viajero. Aunque ya est¨¢ acostumbrado a esos desprecios, sobre todo en el verano, que es cuando un hombre de verdad da la medida, en ba?ador y a pelo, el viajero no puede menos que sentir un odio sordo hacia aqu¨¦llos. Por la. discriminaci¨®n y por interrumpirle el sue?o. El viajero, mirando las cocodrilas, se hab¨ªa quedado traspuesto.
Los motoristas, que resultan ser amigos de los due?os de la hamaca, para mayor oprobio, acampan justo a su lado. Lo hacen con gran esc¨¢ndalo, sabedores del impacto que su llegada ha causado entre los ba?istas y de que todos est¨¢n ahora pendientes de ellos. Sobre todo, las cocodrilas, que parecen muy contentas y animadas de repente (alguna, incluso, ha vuelto a tirarse al agua y chapotea dando grititos junto al viajero). Al final, desesperado -y, aunque no lo reconozca, humillado en lo m¨¢s hondo de su orgullo-, ¨¦ste recoge sus cosas (la fruta que le sobr¨®) y se va en busca del coche antes de que sea tarde. Con el revuelo que se ha formado con su llegada, el viajero no quiere ni imaginar lo que pasar¨¢ en el r¨ªo cuando los motoristas se queden en ba?ador.
Clotilde Gra?a sacristana de Vinhais
Hasta Vinhais, el paisaje sigui¨® siendo igual de pobre que entre Bragan?a y el Tuela. Robles, chaparros y escobas y alg¨²n olivo junto a los pueblos. Tan s¨®lo uno, y peque?o, en la carretera: Vilaverde; los dem¨¢s, desperdigados por los montes o adivinados apenas tras las leyendas de los carteles. As¨ª que llegar a Vinhais fue como hacerlo a otro oasis para el viajero.
Vinhais es pueblo grande y con historia, aunque no tanta como Bragan?a. Echado en una loma frente al Tuela, cuyo curso tortuoso domina desde lejos, tiene un castillo y un par de iglesias -la de S?o Facundo y la de Santo Antonio-, aparte de un convento -el de S?o Francisco-, y conserva todav¨ªa algunos restos de la muralla que le mandara hacer Don Dinis, el rey que fortific¨® todo Tr¨¢s-os-Montes y el ¨²nico al que los portugueses llaman as¨ª, sin ¨¦l n¨²mero, con una extra?a mezcla de familiaridad y de respeto. Fue, sin embargo, el abuelo de este, Sancho II, el que, seg¨²n los libros, fund¨® Vinhais all¨¢ por el siglo XIII.
Pero el viajero, ahora, no tiene muchas ganas de historias. El viajero lleva ya mucho rato conduciendo y, con los 34 grados que hay ahora en los term¨®metros, lo ¨²nico en lo que piensa es en aparcar el coche y en tomar una cerveza en el primer bar que encuentre. Bares en Vinhais hay muchos, pero aparcamientos pocos, entre otras cosas porque la calle principal del pueblo es la propia carretera de Bragan?a que se estrecha al adentrarse entre sus casas para poder dejarles sitio a las aceras. Al final, tras muchas vueltas, el viajero encuentra uno, seguramente prohibido (est¨¢ justo en una esquina), y regresa caminando hasta la plaza que vio al entrar en el pueblo. Es una plaza moderna (aunque Vinhais tiene mucha historia, su caser¨ªo es bastante nuevo), con un jard¨ªn en el centro y atestada de caf¨¦s desde cuyas terrazas y soportales cientos de hombres miran pasar los coches mientras escuchan la m¨²sica que suena a todo volumen en los altavoces del ayuntamiento. A simple vista, parece que en Vinhais todos est¨¢n ociosos.
En el Caf¨¦ Le?o, por ejemplo, un local amplio y oscuro en el que el viajero entra para tomar su cerveza, docenas de parroquianos est¨¢n jugando a las cartas ajenos a la m¨²sica y al ruido que suena fuera. Ruido hacen ellos tambi¨¦n bastante cantando cada jugada y golpeando las mesas. El viajero aguanta un rato hasta que se repone de los 34 grados-, pero al final sale del caf¨¦ y se va en busca de paz hacia la iglesia que est¨¢ enfrente de la plaza, en la parte alta del pueblo, y que imagina estar¨¢ m¨¢s tranquila que los alrededores de la carretera.
En efecto. Aunque la m¨²sica se sigue oyendo, en cuanto el viajero se aleja de aqu¨¦lla -y, por extensi¨®n, de la carretera-, deja atr¨¢s el bullicio de Vinhais y se sumerge de golpe en un mundo de callejas en las que el tiempo se ha detenido hace varios siglos y en las que s¨®lo los perros y alg¨²n coche despistado interrumpen con su paso el silencio de la siesta. Hay casas muy bien cuidadas, como la del abogado don Jos¨¦ de Freitas, y otras cuajadas de flores, algunas hasta parecer palacios si no fuera por lo humilde de sus piedras. Ante una de ellas, la m¨¢s florida, est¨¢n jugando dos ni?os con un perro tan peque?o que parece sacado de un cuento de Gulliver.
-?C¨®mo te llamas t¨²?
-Tiago.
-?Y t¨²?-Pedro.
-?Y el perro?
El perro no tiene nombre o, por lo menos, los- ni?os no lo saben o no quieren dec¨ªrselo al viajero. El perro mira al viajero con miedo y se esconde acobardado tras los ni?os. Sabe que est¨¢n hablando de ¨¦l.Tiago y Pedro, en cambio, no le tienen ning¨²n miedo. Al rev¨¦s: dejan sus juegos y le acompa?an hasta la iglesia por la peque?a calleja que bordea la muralla (los trozos que a¨²n sobreviven) y desde la que se domina todo
Vinhais y los bancales de vides que bajan hacia el Tuela. La iglesia, de granito, est¨¢ encalada, como la mayor¨ªa de las iglesias de Tras-os- Montes, y tiene una gran torre con campanas y un pelourinho a la puerta. Aunque la gravedad de fa picota y del granito se vea hoy atenuada por los cientos de bombillas de colores que recorren la fachada y el tejado de la iglesia y que se encender¨¢n esta noche para iluminar la fiesta.
-?Qu¨¦ fiesta?
-La de la padroeira -le dicen muy contentos al viajero sus amigos Tiago y Pedro.
Los ni?os, en su papel de gu¨ªas improvisados, y el perro, que al parecer le ha perdido el miedo, le acompa?an serviciales hasta el interior del templo. La puerta est¨¢ abierta de par en par y se oyen voces cercanas, pero no se ve a nadie dentro. S¨®lo los santos, que contemplan impasibles su llegada y ni siquiera se inmutan por ver a un perro en la iglesia.
Tampoco se sorprenden las mujeres que, tras recorrerla entera, el viajero encuentra al fin en la sacrist¨ªa y que son las propietarias de las voces que ven¨ªa oyendo desde que cruz¨® la puerta. Son tres, y est¨¢n barriendo la iglesia y preparando las flores que adornar¨¢n
el altar en la misa que se celebrar¨¢ ma?ana en honor de la padroeira. La Virgen de la Asunci¨®n, seg¨²n le explican a coro las tres mujeres.
Una de ellas, la m¨¢s vieja, en seguida se ofrece para ense?arle la iglesia. Se llama Clotilde Graca y es la sacristana de ¨¦sta, aunque, como ya tiene muchos a?os, est¨¢ adiestrando a una sustituta, que es la mayor de sus compa?eras.Clotilde, pese iglesia; a todo, conoce bien su iglesia:
-Este es San Sebasti¨¢n... Esta, la Crucifixi¨®n... ?sta, la Virgen... ?ste de las barbas, Judas... -le va diciendo al viajero, mostr¨¢ndole las im¨¢genes, mientras recorren el templo.
-dice el viajero, extra?ado.
-Judas Tadeo. El bueno -precisa ella.
-?Ah! Pens¨¦ que era el Iscariote -dice el viajero riendo.
La mujer se r¨ªe tambi¨¦n (con sus dos ¨²nicos dientes) y sigue nombrando santos mientras recorren la iglesia. Anda por ella como si fuera su casa. Se le nota que est¨¢ orgullosa de ella.
-?Y le pagan por cuidarla? -le pregunta el viajero, m¨¢s pragm¨¢tico.
-?Qui¨¦n?
-No s¨¦, el cura...
-?Qu¨¦!-dice la vieja, sonriendo.Si el pobre no tiene ni para ¨¦l... Lo hago yo porque quiero.
-Pues ir¨¢ al cielo.
-?Qui¨¦n, el cura?
-No, usted.
-?Ah! -se r¨ªe la sacristana cuando por fin le entiende- Si soy buena...
Buena lo es, y mucho, y el viajero da fe de ello. Hasta que no le ense?a toda la iglesia no para, y lo hace con inter¨¦s y cari?o, aunque sin muchos conocimientos. De la iglesia s¨®lo sabe, por ejemplo, que es la m¨¢s vieja del pueblo, y del confesionario, una magn¨ªfica pieza labrada, posiblemente del XVIII, que hace a?os que ya no se utiliza porque los curas de ahora son muy modernos.
-Ser¨¢ que ya no hay pecados -Insin¨²a el viajero, poniendo cara de bueno.
-?Uff! Si yo le contara... -exclama la sacristana, ense?¨¢ndole al re¨ªrse los dos dientes.
Tiago y Pedro, mientras tanto, les siguen entre los bancos, subi¨¦ndose a los altares y jugando con el perro. Al fondo, en la sacrist¨ªa, se oye hablar a las otras, que siguen con su trabajo mientras su compa?era le hace de gu¨ªa al viajero. Ya han llegado ante la puerta.
-Bueno, Clotilde, pues muchas gracias.
-De nada -responde la sacristana mientras recoge la escoba para volver a su puesto.
Pero el viajero tiene a¨²n una ¨²ltima pregunta para ella:
-?Y ¨¦ste, c¨®mo se llama?
-?Cu¨¢l?
-El perro.
-?Ah! Guilherme -le dice la mujer, mientras el aludido, asustado, se esconde al o¨ªr su nombre entre las piernas de la mujer, que resulta que es su due?a.
-Pues hasta luego, Guilherme -saluda el viajero al perro, despidi¨¦ndose a trav¨¦s de ¨¦l de la mujer y de sus amigos Tiago y Pedro.
Continuar¨¢
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